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Se compra una casa

Comprar una casa en estos tiempos es como adentrarse en una película de horror y misterio, o en un cómic donde todo es paradójico y hasta irrisorio, depende del espíritu y la capacidad del comprador. Juventud Rebelde invita a quienes andan comprando, y a los que no también, a leer y reflexionar

 

Autor:

Liudmila Peña Herrera

SI yo hubiese llenado los postes con carteles que dijeran lo mismo, quizá hace rato hubiera resuelto mi problema. Mi madre dice que no, que eso debe estar prohibido, que seguramente alguien vendría a reclamarme, a preguntarme por qué o, incluso, a regañarme.

No veo yo el motivo, pues en los postes la gente pone imágenes de mascotas perdidas y números de contacto para que los localicen; a los artistas con ansias de popularidad les da por pegar hojas —diseñadas con «estilo» y estética sospechosos— en las que no falta la fotografía donde se aprecia la cabeza llena de «pinchos» y la ropa importada, para que los fanáticos sepan que se van a divertir, al menos, «por la pinta».

En cambio, yo no. Solo pondría: «se compra una casa. Llamar a tal o más cual número (y sin *99, por favor, que hay que ahorrar el presupuesto)».

Es verdad que todavía no he visto ningún cartel sobre casas perdidas —o en venta— en un poste de la ciudad. Pero si las anuncian por la radio, en las secciones de clasificados, o la gente pone hasta fotografías y videos en sus perfiles de Facebook o en los sitios de ventas y compras inmobiliarias en internet —que son como los postes del mundo digital—, ¿qué hay de malo en que una simple mortal como yo exprese sus sentimientos en un poste inexpresivo de esta «provincia del universo»?

Aclaro, yo busco una casa, no una «ksa» o una «caza», como venden algunos. Y si una vivienda de dos habitaciones vale más de lo que cuesta comprar «un ojo y la mitad del otro», sabrán los adivinos cuánto podrá costar esa otra que se escribe con K o con Z. Pero eso no viene al caso.

El caso es que no he puesto el cartel por culpa de los corredores, que caerían en manada sobre el lugar donde estoy viviendo ahora. Y eso no me conviene, en primer lugar porque son capaces de romperme la puerta —y me resultaría un gasto añadido—; además, porque armarían una bronca interminable frente al portal, debido a los diferentes precios que ellos mismos les han puesto a una misma vivienda a espaldas de los otros, o porque hacen «lo que tengan que hacer» por ganarse una comisión que solo ellos podrían declarar —si en ello les fuera la vida— y que les provocaría un infarto a cuantos han caído bajo sus artimañas contando quilo a quilo para llegar a sus ofertas, ¡y hasta pidiendo prestado!

Sin contar que se mirarían a las caras y, con caras de pocos amigos, se dirían socarronamente: «Ah, porque tú eres fulanita…»… «¡Qué ganas tenía de tropezarme en tu camino, mengano!»… Y no. No quiero que fulanitas y menganos terminen en una sala de urgencias, en la estación de policía o en los juzgados. Allá ellos, que me siguen llamando por teléfono, y yo les «canto las 40» (yo que no sé cantar, ¡pobrecitos!) y les digo que por su gusto no camino, porque no soporto que me engañen o jueguen con mi tiempo ni con mi dinero —que no es mucho, por cierto—. Y eso que les he dicho que no me interesa su ganancia, siempre que sean sinceros; pero no me ha resultado. Por su culpa, no he puesto el cartel.

¡Ah! para quienes no están al tanto de este asunto, puede que la etimología de la palabra corredor les resulte un poco extraña. Chocar con ellos ayuda a entender el argot popular. Estos «profesionales de la oferta y la demanda de viviendas» no practican ningún deporte asociado con las pistas de atletismo. Ellos no son ese tipo de corredores. Su cronómetro alerta cuando suena la cartera —o la libreta de banco— de algún ciudadano o ciudadana que necesita «ampliarse», o «dividirse», o bajar de piso, o acercarse más a determinado reparto… En fin, que ahí, si hay que correr, corren, ¡y a la velocidad que haya que correr! Como es lógico, siempre tratan de llegar primero, mas hay que ver cómo la solidaridad se ha instalado entre ese sector laboral, al punto de que, como ya pululan tantos (legalmente o a espaldas del fisco), cuando no encuentran lo que quiere el cliente se llaman, pactan la ganancia de antemano y se pasan la pelota, digo, la gallina de los huevos de oro, digo —¡perdón!— al cliente con «dinero en mano», y le meten por los ojos la casa en la que, probablemente, ellos no elegirían vivir si estuvieran en la misma situación.

Después de este estudio sicosocial de la actuación de estos conocedores de cada lugarcito a la venta escondido en la ciudad —hasta los interiores más insospechados—, comprenderán que últimamente no me «ayudan» muchos en mi búsqueda. Entonces no me queda más remedio que andar por la ciudad como enternecida, admirando la arquitectura —la ecléctica, la barroca, la contemporánea y hasta la innovada—, a ver si me encuentro con un cartel (tampoco tiene que ser sin faltas de ortografía) que diga «Se Vende o Permut. Apart. de 3 avit», aunque tal vez, cuando pregunte, me suelten la mala palabra, digo, el astronómico precio de una persona que tiene cara de ser mentalmente saludable, pero que, evidentemente, necesita tratamiento siquiátrico.

Vaya, que cada cual vende lo suyo al precio que quiera. Y dicen que soñar no cuesta nada, pero bueno, si de verdad de verdad usted quiere comprar, por ejemplo, una casita dividida, que por fuera se ve medio chamuscada, como si le hubiese pasado un torbellino, y cuando entra se da cuenta de que la casita hay que demolerla y volverla a hacer, a usted, de pronto, le entra un sentimiento de humanidad que lo desborda y no siente otro deseo que coger de la mano al vendedor y llevarlo, usted mismo, a internarlo en el siquiátrico. Pero no lo hace, porque esa gente tiene familia, y la familia debe ocuparse un poquito más del estado mental de ese vendedor.

Así que respira profundo —para que el aire puro de la calle le saque la humedad de casa antigua que segurito se le instaló ya en sus vías respiratorias—, y sigue caminando, con la certeza de que todo el mundo no tiene por qué estar loco; que siempre hay más gente sensata en este mundo, porque usted confía, o porque la esperanza es lo último que se pierde. 

Y como, claro, usted no pierde la esperanza, cree en la palabra empeñada, en el «espérame unos dos o tres días», o «una semana», o «hasta que yo encuentre lo mío»…; y porque esa persona que vende tiene cierta edad y, por tanto, sus convicciones y sus valores deben ser tan profundos como las arrugas de su piel, usted confía y espera, y en la espera pierde otras oportunidades más económicas, pero no importa, porque la palabra empeñada vale más que 2 000 CUC (o 50 000 pesos cubanos). Pero esa persona se despoja del antifaz y le dice un No tan sin sentido ¡por teléfono!, que usted siente como pierde el color y está a punto de que se le paralice el corazón.

Mas usted sigue creyendo que es la gente, que no está bien, que le falta algo. No puede ser culpa suya, porque, de lo contrario, usted le hiciera eso mismo a quien se interese en lo suyo, y le argumentaría que el precio de su casa no es exagerado porque usted le está vendiendo «un pedacito de cielo», como dice uno de esos agentes inmobiliarios que encontró en las redes.

Entonces usted va a cada sitio que le indican sus amigos, los que anuncian por la radio y los que encuentra en los grupos de compraventa en las redes sociales. Como dicen por ahí, «quien busca, encuentra». Y es verdad. ¡Usted se encuentra cada cosa! Gente que quiere vender una casa sin papeles y dejarle un poder (no sé cómo) e irse con su dinero a comprarse una «cosita» en otro país; otro que le mete por los ojos una «cueva» sin ventilación con el precio de un penthouse, porque, bueno, está en el mismo corazón de la ciudad; o quien vende la mitad de una casita, sin privacidad prácticamente —que para él es una ganga, ubicada en un sitio que le recuerda a la parte del cuerpo que nunca toma el sol, pero esa persona lo deja con «todo adentro» y «por eso el precio, compadre».

Después de eso, a cualquier mortal se le caerían las alas y podría hasta abandonar su búsqueda. Pero no, usted sigue firme creyendo en la «utilidad de la virtud», en que la honestidad no tiene precio y los valores no se venden. Por eso, todavía, como yo, usted sigue pensando que quizá sea bueno poner un cartelito que diga: «Se compra casa barata y en buen estado, a personas de palabra y sin corredores de por medio». Si la encuentra, me avisa.

Consulte además las nuevas normas sobre la legalización de la vivienda: Otro paso hacia adelante del Estado cubano

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