Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El ángel del abuelo

El primer día de mayo y su marcha de pueblo evoca los recuerdos de un niño

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

Era un hombre de pelo abundante, que ya los años convertían en un gris entre cenizo y plateado. El hombre era alto, aunque no tanto como muchos creían o lo recuerdan ahora. Esa estatura tal vez era una ilusión óptica o alguna impresión sicológica surgida cuando alguien se le acercaba y veía ese pecho inmenso que parecía abarcar toda lo que aparecía ante los ojos.

Aun así, para su nieto de siete años no había duda alguna; porque para él —y más en ese momento— su abuelo era el hombre  más grande del mundo. Esa sensación aparecía sobre todo cuando lo llevaban de la mano, y el niño a ratos debía levantar la cabeza y lo primero que veía eran unos dedos grandes y un brazo fornido, que terminaba en un hombro largo y ancho, rematado por la cabeza de pelo gris.

Han pasado los años y pese a tantas memorias ese recuerdo persiste en una razón muy íntima cada Primero de Mayo. El nieto le ha dado vueltas al asunto, una y otra vez, en busca del porqué esa imagen aparece precisamente en esa fecha, y no en otra. Lo ha meditado en silencio, sin comentarlo con nadie, en medio de uno de esos monólogos muy particulares que todos alguna vez hacen en sus vidas, y la respuesta aparece por una unión de detalles, como una especie de cábala personal.

El primero de ellos era la corpulencia de su abuelo; pero había algo más. En aquella fecha, era una mañana, el abuelo le dijo: «Vamos conmigo», y el nieto no pensó ni dijo nada. Solo quería estar con él y se prendió del brazo. La caminata se convirtió en un paseo en medio de una larga muchedumbre que abarrotaba las calles. El nieto miraba al mundo con ojos de asombro y recuerda que ese día había mucha luz y que en el cielo no aparecía ninguna nube.

Recuerda, además, que la gente llevaba muchos carteles y por todas partes se veían banderas y se escuchaba música. Tampoco olvida que a cada rato el paso se detenía para luego reanudarse a los pocos minutos, y que una vez se detuvieron para dejarle el paso a un grupo inmenso de personas en el que sobresalía un hombre de estatura mediana, que lanzaba consignas con una voz que sobresalía por encima de la bulla. Era tan delgado y se veía tan frágil, que el niño no comprendía de dónde sacaba una voz tan fuerte. Lo siguió con la vista y antes de que desapareciera para siempre en la multitud, lo último que recuerda es un brazo levantado en el que se veía una camisa de mangas largas recogida en los puños.

Luego, al regresar a la casa, le preguntaron: «¿Qué tal el Primero de Mayo?». Y así fue que apareció en su vida la fecha. Él no se acuerda de la respuesta; pero lo que no olvida son las veces que alzó la vista para mirar la estatura de su abuelo y la tranquilidad tan grande que sintió aquella mañana, donde no había temores ni sobresaltos ni angustias.

El tiempo ha pasado y el abuelo no está. El tiempo ha pasado y cada año, un Primero de Mayo, las calles vuelven a llenarse de personas, de músicas, de carteles. Hay otras modas, otras músicas, nuevos rostros, hay otras maneras incluso de organizar el desfile. El tiempo ha pasado y cada persona que anda por las plazas acumula su propia historia de sobrevivencias en medio de las dificultades. Y a mucha honra, porque detrás de cada sobrevida hay una dignidad. Sin embargo, la pregunta que otros se han hecho antes vuelve a imponerse. ¿Por qué en Cuba se desfila en grande con el inicio del quinto mes del año?

Las respuestas pueden ser muchas. Porque es un día de fiesta. Porque ya es una tradición. Porque es uno de los momentos en que los cubanos les dicen a ciertas zonas del mundo, que ellos no mandan en ciertos lugares y que, por favor, a las buenas se lo decimos: déjennos arreglar nuestra casa por nosotros mismos.

Pero quizá existan otras razones más íntimas y menos públicas, quizá más difíciles de explicar por la sencilla razón de que los sentimientos es mejor sentirlos que explicarlos. Y una de ellas aparece con esos niños cargados en hombros de sus padres o de la mano de la familia. Niños que llevan sus propios carteles, sus banderas, que bailan su música y viven su propio desfile del Primero de Mayo. Es una especie de historia que se repite. Y es ahí, en silencio, sin ninguna muestra de alarde, en un simple murmullo, que el ángel del abuelo vuelve aparecer en lo más callado de la intimidad.

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