Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El Curro

En el juicio a los asaltantes a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, un error denunciaba nuevamente a la tiranía: Marcos no podía contestar porque había sido asesinado 

Autor:

Dayli Sánchez Lemus

Crecían los girasoles, más que en busca del sol, como protectores de un tesoro íntimo. Cuando fueran a buscar los restos de Marcos en el cementerio de El Caney, ellos serían la señal que identificaría el lugar donde reposaba el jovencito de Artemisa. Alguien quiso hacerle honores y le colocó una corona de flores en nombre de su madre desconocida. Aún sin  marchitarse las flores, ya habían perdido su escarapela…

«Marcos Martí Rodríguez… Marcos Martí Rodríguez…». Nadie respondió al pase de lista. Los presentes se miraban, y algunos no lo podían creer. En el juicio que a los asaltantes a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, un error denunciaba nuevamente a la tiranía: Marcos no podía contestar porque había sido asesinado por hombres de Pérez Chaumont, el 30 de julio de 1953 en la carretera de El Caney. El Curro —así le decían— tenía 19 años cuando fue ultimado.

Y la evidencia fue mayor, cuando le tocó declarar a Ciro Redondo, uno de los jóvenes acusados y que había visto a Marcos en sus últimos momentos. Ciro, en fracciones de segundos, pensó cómo El Curro, Julito Díaz y él llegaron hasta la Playa Siboney, y se desviaron hasta el bohío de una familia que les dio almuerzo. Luego, Marcos y él partieron al poblado de El Caney, donde otras personas los escondieron en una cueva y les hacían llegar comida. Y allí estuvieron, hasta que llegaron los guardias. Pero Ciro tenía que ser cuidadoso y no hablar lo que pudiera comprometer a quienes los habían ayudado. Fue así que, en la histórica audiencia, expresó:

«Yo me interné por el monte con el compañero Marcos Martí, encontramos una cueva y nos metimos; al poco tiempo llegaron unos soldados muy nerviosos y yo les dije que no se asustaran que no teníamos parque… De furiosos que se encontraban, estaban hasta gagos, nos dijeron que levantáramos las manos, pero yo les contesté que no podíamos, porque no teníamos faja en los pantalones; dijeron que qué importaba… mi compañero levantó las manos, pero luego, instintivamente las bajó para sujetarse el pantalón con el cordelito que tenía y uno de aquellos guardias gritó enfurecido: “¡Dale!”, y el otro disparó… yo le dije a mi compañero: “No te asustes”, pero ya estaba muerto… Vi que uno de esos guardias levantó el fusil y se abalanzó sobre mí pegándome, y después, ya no supe nada más, porque quedé sin sentido…(…) Cuando llegamos al Moncada un oficial requirió en mala forma a los soldados que me conducían, preguntándoles “¿por qué lo trajeron? ¿no saben cuáles son las órdenes…?”, cuando dijeron eso ya estaba consciente…..¡Mi compañero vino a servir a la Patria y lo asesinaron…!».1

La verdad aplastó la sala.

Los mártires del Moncada siguen siendo inspiración para las nuevas y futuras generaciones. Foto: Tomada del sitio web Fidel, soldado de las ideas

Escarapela de vida

A Gudelia todos le decían «mamá». Vivió en Artemisa hasta su muerte. Allí nacieron sus hijos y crecieron e hicieron familia. Tranquila y fuerte se desenvolvía, pero no perdía el sagrado momento de sentarse en su sillón de la sala a contemplar los cuadros que repetían la misma foto —en diferentes tamaños— de su hijo Marcos.

Marcos había sido un muchacho de origen humilde, que nació en un barrio artemiseño llamado Mojanga, el 25 de abril de 1934. Poco tiempo tuvo para asistir a la escuela, pues comenzó a trabajar para ayudar a su familia. Epifanio y Gudelia, sus padres, tenían también a Mario, Esther, María y Clara, una familia que trabajaba duro para sobrevivir en el contexto rural de hace más de 50 años. Es por esto que Marcos comenzó sus labores en una finca, y luego pasó al almacén de víveres Carvajal.

Seguía con afán al Partido del Pueblo Cubano y, de hecho, integraba la Juventud Ortodoxa. Tenía un carácter muy fuerte, era atrevido y no vacilaba en enfrentarse a cualquier situación injusta. Su propio padre, Epifanio Martí, lo reconocía así y contaba siempre de aquel baile en el barrio Peluza, cuando un guardia, guapetón, insultaba a la gente diciendo: «Doy mil pesos al que me dé una galleta». Marcos, al principio no hizo caso, pero el esbirro de uniforme amarillo proseguía con su desafío y la cosa terminó en que El Curro le hizo frente al guardia y a otro que le acompañaba. Según cuentan, el explosivo joven dejó malparados a los soldados y, como desquite, Marcos fue detenido y llevado al cuartel de Artemisa. Allí, para que lo pusieran en libertad, hubo que conseguir cien pesos para la fianza. Esto sucedió tres meses antes del Moncada.2

Sus compañeros del Movimiento veían en Marcos a un muchacho responsable y ansioso por cambiar la situación de su país. Así comenzaron las salidas encubiertas para realizar prácticas de tiro, diciendo que iba a pescar o a jugar pelota. La familia, por su parte, tenía sospechas de que «andaba en algo», pues en más de una oportunidad sus padres habían encontrado papeles con escritos antibatistianos debajo de su colchón.

Gudelia nunca puede borrar el último día que lo tuvo en casa, cuando le pidió que le preparase ropa para ir al trabajo, pero en realidad se iría a Santiago… De El Curro solo tendrían malas noticias unos días después: Marcos Martí había sido asesinado por la dictadura por formar parte de un grupo de jóvenes que asaltó el Cuartel Moncada.

Apresurada, para que nadie la viera, se dirigió aquella señora hasta el cementerio de El Caney para guardar al menos un recuerdo de aquel joven por si un día aparecía alguien de su familia. Tiempo después, los girasoles cumplieron su función de guía y en la fosa hallaron los restos del joven y fueron trasladados a Santa Ifigenia. Pero Gudelia siempre quiso tener a su hijo cerca, y cuando triunfó la Revolución, junto a otras madres fue a Santiago para llevarlo a casa otra vez. Allí, en el cementerio donde también reposa Martí, una señora se colaba entre los familiares de los mártires y comenzaba a preguntar con insistencia quién era familia de Marcos Martí. «Mamá» se presentó ante ella y entonces aquella buena mujer, temblorosa y con las palabras disueltas en sus ojos, le entregó la cinta que por más de siete años había guardado.

 

1 Ciro Redondo en Marta Rojas: La Generación del Centenario en el juicio del Moncada, Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 1973, p.201.

2 Epifanio Martí entrevistado por José Gabriel Gumá: Marcos Martí  en Mártires del Moncada, Ediciones Revolución, La Habana, 1965, p. 107.

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