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Cartas de Panchito

Documentos con la firma de Francisco Gómez Toro, quien nació el 11 de marzo de 1876, demuestran por qué José Martí se refirió a él como la «criatura de menos imperfecciones»

Autor:

Lisandra Gómez Guerra

Los ojos del Generalísimo Máximo Gómez no dan fe de las torcidas líneas que apenas tocan sus manos. Siente que la herida de ocho largos años atrás se reabre. El dolor lo asfixia. Se resiste a creer que aquella libretica de notas enviada por el general Valeriano Weyler pertenezca a su hijo Panchito.

«Muero en mi puesto, no quiero abandonar el cadáver del general Maceo y me quedaré con él. Me hirieron. Y por no caer en manos del enemigo me suicido. Lo hago con mucho gusto por la honra de Cuba…», lee en los trazos apresurados.

Cuentan que Gómez jamás habló del hecho, aunque sabía que morir por mano propia antes de entregarse vivo al enemigo no era práctica rara entre mambises.

Muchas versiones se habían posado sobre la muerte de Francisco Gómez Toro junto al Titán de Bronce. En 1950, las hipótesis quedaron a un lado. El historiador cubano Luis F. Leroy y Gálvez, con varias pruebas en mano, develó en el 9no. Congreso Nacional de Historia que la nota sí pudo ser escrita por el mambí veinteañero.

Sin embargo, la ciencia reveló que solo la fuerza de un golpe de arma blanca propinada por un soldado español pudo ser la estocada que puso fin a una vida en ciernes.

Las últimas horas

Después de intentar acomodar por algunas horas los huesos adoloridos en la improvisada hamaca, el general Maceo se incorpora de un salto. La balacera enemiga cabalga hacia él y sus hombres, parapetados detrás de unas cercas de piedra. El protagonista de la Protesta de Baraguá sale para cortar el avance de la tropa española en San Pedro de Punta Brava.

Es 7 de diciembre de 1896. A los pocos minutos de fuerte galope, una bala derriba al monumental mulato. En el campamento se encuentra su ayudante, el joven Panchito, rebajado de servicio como resultado de lesiones en un combate anterior.

Con el brazo izquierdo en cabestrillo, llega hasta el cuerpo que yace entre la hierba. A los pocos minutos, la noticia corre como pólvora y muchos se niegan a creerla: ¡El general Maceo y Panchito han muerto! Pasado un buen tiempo —demora que ha motivado más de una hipótesis— salen a confirmarlo. Bajo la furia de los españoles, que quizá no tengan conciencia de lo sucedido, rescatan a ambos hombres.

Caminan por horas. El acto de sepultura es guardado en pacto de silencio en una madrugada fría, hasta que tres años después el mismísimo Generalísimo, junto a su esposa, Bernarda Toro «Manana», y otros oficiales de la guerra, son testigos de la exhumación.

—¿Tú estás seguro de que los restos de Maceo y de mi hijo se encontrarán ahí?—, pregunta Gómez a Pedro Pérez, centinela del lugar.

—Sí, mi general, lo juro (…) para que no quede duda le digo desde ahora que coloqué el cuello del joven sobre el brazo derecho de Maceo, como sirviéndole de almohada—, explicó mientras removía la tierra sagrada y cumplía así la misión de su vida aquel campesino de la finca Dificultad, en la zona de El Cacahual.

El dolor obliga a enmudecer. Se aferran a la conformidad de las palabras del General en Jefe al conocer la pérdida de su hijo y de uno de los puntales de la guerra: «¡Han muerto cumpliendo con su deber y ahora nos toca a nosotros! ¡Aquí debe haber alegría, conformidad y decisión cada vez que cae uno abrazado a la bandera!».

Génesis

A Panchito, un niño que vino al mundo en un bohío de yagua, guano y piso de tierra el 11 de marzo de 1876, no le hubiera extrañado esa expresión. En los potreros de La Reforma —perteneciente al municipio espirituano de Jatibonico—, creció rodeado de hombres y mujeres que hablaban con añoranza de los días de la Guerra Grande y de la necesidad de volver a la lucha armada.

No por gusto lo acompañó siempre la anécdota del día en que su padrino Antonio Maceo lo fue a conocer, y Manana le comentó su preocupación porque había nacido con un «problemita» en el pie derecho. «No hay novedad, porque el que necesita para montar es el izquierdo», respondería el Titán, evaluando a ojo de buen cubero la espiga de mambí que tenía enfrente.

De estatura media, trigueño, pelo totalmente negro y de poco hablar —incluso en inglés y francés, idiomas que dominó a la perfección—, pero fluido en el escribir, el joven esculpió su personalidad rodeado de su familia y amigos de causa. Tras peregrinar por varias regiones, los Gómez-Toro se asentaron en República Dominicana, donde Panchito estudió y trabajó al mismo tiempo.

Francisco (el primero de izquierda a derecha) junto a su madre y hermanos. Foto: Tomada del libro Papeles de Panchito

Debido a esa fascinación por las letras, narró con elegancia su entorno envidiable, colmado de abrazos de seres que solo apostaban por encontrar la luz para esta tierra: «Para ti van besos de tu hijo; pero no pienses en el hijo ahora, piensa en el soldado más obediente y cumplidor que mañana has de llevar a la batalla», escribió Panchito al Generalísimo el 10 de mayo de 1894.

Es un cronista detallado de cada experiencia y sentir. Sus seres queridos emergen como sus más fieles musas: «Pensaba en volver por aquel camino algún día siendo más hijo aún, más hermano, más digno de las caricias de la madre que presto me abriría sus brazos», dejó como constancia el 10 de mayo de 1894.

Con el Maestro

Dos años antes había conocido a Martí, quien visitara a su familia en Montecristi para entrevistarse con el experimentado Máximo Gómez. De ese primer encuentro, el Apóstol escribió: «Era sobrio, ya como un hombre probado, centellante como luz presa, discreto como familiar del dolor».

Tan buena impresión le causó que el Héroe Nacional lo invitó para que le acompañara por Estados Unidos, Centroamérica y las Antillas para sumar a la causa independista a más enamorados de Cuba.

De esas jornadas intensas surgió un cariño extraordinario, que luego demuestra cuando lo trata de «Mi querido Pancho», «Pancho queridísimo» y «Mi Pancho», sentimiento recíproco en varias misivas escritas por el joven, testigo del brillo en los ojos del Apóstol cuando conoció en febrero de 1895 que la Isla volvía a la manigua.

«¿Te acuerdas de Martí? Qué grande era en las pequeñeces (…) Martí, cuando más íntimamente se le trataba más grande se le encontraba», dejó escrito como constancia de su afecto luego de conocer la muerte de su Maestro, una ausencia que le acompañó e impulsó un reclamo a gritos en una misiva a su padre en 1896: «Hasta que yo no haya dado la cara a la pólvora y a la muerte, no me creeré hombre. El mérito no puedo heredarlo, hay que ganarlo».

Finalmente se cumple su deseo. Llega septiembre. El pecho de Francisco se inflama al ver las costas cubanas. Ha regresado a su Patria, que ya vive bajo el olor a pólvora. En tierra firme estrecha la mano de Maceo con la misma fuerza que dos años antes en Costa Rica. A su lado le da el frente al enemigo hasta su último aliento.

Como en cascadas encrespadas, sus acciones convencen de que no se ha ganado ese lugar por ser el hijo del veterano dominicano. Martí lo había anunciado poco antes: «Ya él conoce la llave de la vida, que es el deber (…) No creo haber tenido nunca a mi lado criatura de menos imperfecciones».

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