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Palpitar tras los muros de una Universidad

Una tripulación de médicos jóvenes y experimentadas enfermeras ha llegado las últimas tres semanas a la Facultad de Ciencias Médicas de Artemisa, convertida ahora en hospital de pacientes positivos de COVID-19

Autor:

Sailys Uria López

ARTEMISA.— ¿Hoy me toca el pinchazo verdad? —preguntó René Blanco, médico de 81 años y paciente de COVID-19 desde la semana anterior, desde su cuarto.

—Si— respondió José René, el médico responsable de aplicarle el Interferón ese día.

—¡Bárbaro! —dijo el señor y se volvió a meter en la cama a esperar el turno de la tercera dosis.

***

Compleja parece ser la palabra indicada para describir el escenario de la situación epidemiológica en Artemisa. Tanto, que ya no bastan los dos primeros hospitales abiertos con 140 capacidades y se buscaron variantes para ingresar más confirmados a la COVID-19 durante la última semana.

En ese empeño, la provincia —carente de grandes infraestructuras hospitalarias— ha adoptado alternativas con la ayuda de manos cargadas de altruismo, de profesores capaces de servir mesas y albañiles, como los de la Unidad Básica de Producción Cooperativa Marcos Martí, que no temen a limpiar el cuarto de los enfermos, lavar las ropas y llevar la comida.

Así, en temas de coronavirus, muchas son las manos en favor de una misma causa. Por eso siempre sobrecoge el alma ver una escuela convertirse en hospital, como lo está ahora la Facultad de Ciencias Médicas, otrora instituto preuniversitario en el campo José Martí.

Los muros de esa escuela, adaptados a ver historias de amor en autoestudios y luego empecinados en aprender Anatomía y Morfofisiología, ahora guardan también las memorias de los miedos a los pinchazos y los malestares del nuevo coronavirus.

Unas sillas marcan el inicio de la zona roja. No hay en el centro cintas amarillas ni rojas, tampoco vestimenta de futuros médicos; ahora los uniformes son otros, pero la voluntad es la misma.

Ahimé Rodríguez González normalmente es la responsable de formación profesional de la Facultad. Ahora, directora del hospital. «El trabajo resulta agotador, pero muy satisfactorio, sobre todo cuando le damos el alta a los pacientes. Además, aquí los médicos están muy preparados porque muchos están vinculados a la docencia o cursando sus especialidades», explicó.

«Es un hospital para asintomáticos compensados de bajo riesgo, por lo tanto, si los pacientes presentan el mínimo de los síntomas enseguida lo informamos al puesto de mando para su remisión».

Zona más roja

Cuando José René Morales Núñez salió de casa no suponía que su destino era preparar jeringas con Interferón. El último lunes de febrero entró en la tercera tripulación de médicos con destino a atender contactos de positivos.

Tres días después el panorama cambió: ya no serían contactos los vigilados allí, desde el miércoles recibieron los primeros confirmados al SARS-CoV-2.

«¡Imagínate! Esta tarea era nuestra. Ya estábamos aquí y cuando nos graduamos juramos salvar vidas y servir a la Patria», nos dijo el doctor Morales Núñez, quien cursa el 2do. año de cirugía general.

Lo acompañaron los doctores Michel Morales y Félix Mijares Martínez en este primer equipo. «Michel ya tenía práctica en centros de aislamiento, pero nosotros no. Las enfermeras también habían estado aquí durante el primer brote. Para mí todo era nuevo: desde el protocolo a seguir hasta la magia de quienes vienen como voluntarios».

Mijares Martínez, de solo 25 años y también futuro cirujano, completaba la tabla estadística para entregarla actualizada al relevo que llegó unos minutos después. «Siempre hay conexión, eso no constituye un problema. Aquí lo complicado es que los enfermos suelen llegar muy tarde, hasta de madrugada, y debes tener todos los datos actualizados a la mañana siguiente», contaba al residente en cirugía general Adrián Barbón, quien tomó el batón en las tablas desde su llegada.

Junto a otros compañeros, los jóvenes médicos cargaron maletas y miedos, los trajeron a un lugar que ya les acogía con señalizaciones, mejor acomodado que los primeros días y emprendieron una semana entre guantes y trajes dobles y mucha solución de hipoclorito por todas partes para espantar aquello que no queremos padecer.

Contactos de nadie

A Marbelis y su esposo les tocaba ponerse la inyección de Interferón (único medicamento aplicado allí). Un buen día perdieron el olfato y el gusto y decidieron ir al médico.

«Nos levantamos así. Fuimos al hospital general docente Comandante Pinares de San Cristóbal ¡Y mira dónde estamos! No sabemos aún cómo nos contagiamos, porque nadie a nuestro alrededor ha dado positivo», dijo la muchacha a Juventud Rebelde.

Como ellos, Rubén Pérez, de unos 50 años, tampoco sabe cómo enfermó. «Yo fui a pescar. Me cayó un aguacero encima y al otro día me dolían los músculos. Pensé que era un catarro común, pero de eso nada, ya me han puesto dos dosis de la inyección».

Antonio Carlos Gutiérrez se siente bien. Es médico de San Cristóbal. Trabajó en un centro de aislamiento para contactos de positivos. Cuando le tocó el PCR, al quinto día de su descanso, resultó confirmado al virus.

«Desde el 5 de febrero no veo a mi pequeño de cuatro años, ni a mi esposa, ni mis padres, los extraño mucho. Yo nunca me he sentido nada. Atendí a pacientes que resultaron positivos y supongo que, pese a mis cuidados, en algo fallé y me contagié. De verdad, debemos cuidarnos mucho», cuenta y a sus ojos asoma un regaño interno y el brillo de una lágrima.

Los días allí dentro parecen tener más de 24 horas; sobre todo por las preocupaciones de los médicos, pues los teléfonos tienen problemas y carecen de un carro de guardia por si hubiera una urgencia. Las historias no dejan de doler y solo alivia el momento de decir adiós a un paciente cuando marcha sano hacia la casa.

Responsabilidad adquiere un significado mayor cuando estás ahí, cuando escuchas eso de que «las reacciones son peor que la enfermedad» y los doctores no tienen más remedio que desempacar el miedo y vestirse de valientes.

Solo el agradecimiento colectivo  les hizo más llevadera la estancia allí a Adrián y sus compañeros. Juntos vencieron los días, han acumulado horas para agendar anécdotas que luego contarán entre lágrimas y nervios, pero siempre con la certeza de que palpitar desde la zona roja bombea con fuerza el sentido de estar vivo.

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