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Estoy… en mi casa

La llegada de la doctora Ana María con los resultados de las pruebas generó un instante de tensa seriedad. Ella miró sobre sus espejuelos y dijo simplemente: «¿Qué esperan para recoger? Todos son negativos y ya mandamos a buscar el transporte»

 

Autor:

Mileyda Menéndez Dávila

 

Para quienes han seguido esta serie de crónicas dedicadas a narrar nuestra experiencia en dos centros de aislamiento de la capital durante 23 días, es fácil adivinar que nadie de la tripulación del Instec haya dormido mucho esa última noche en la residencia estudiantil Victoria de Girón. 

Todos decíamos estar preparados para lo peor, porque si uno de los nueve PCR daba positivo o no concluyente, tocaba a los demás estar otros cinco en observación. Y sí, nos habíamos cuidado para que esa fatalidad no ocurriera, pero abrumaba pensar que podría sorprendernos el final de marzo en tales circunstancias, y la mente inquieta asomaba a nuestros ojos en madura expresión de «Ya veremos qué hacer…».

No es de extrañar entonces que la llegada de la doctora Ana María con los resultados de las pruebas generara un instante de tensa seriedad. Ella miró sobre sus espejuelos y dijo simplemente: «¿Qué esperan para recoger? Todos son negativos y ya mandamos a buscar el transporte».

Eran apenas las diez de la mañana y los chicos estaban en sus camas, desperezándose. Sin embargo, no me asombró que 20 minutos después ya estuvieran con sus paquetes listos para fumigar en la entrada del centro.

A mí me tomó más tiempo recoger la PC, dejar todo ordenado y despedirme de personas con las que había hecho cierto rapport la noche antes, mientras me contaban sus peripecias por otros centros de aislamiento de la capital.     

Ana y Amado llevan casi un año dedicados al centro de aislamiento en la residencia estudiantil Victoria de Girón. Foto: Mileyda Menéndez Dávila

De la tripulación que sirvió en la escuela de instructores de arte, la mayoría son profes de otras provincias que cubren plazas en la capital hace varios años y trabajadores del IPA Villena Revolución. En ese equipo ¡hasta se puede armar un claustro con todas las asignaturas!

Como las guantanameras Beatriz y Loida, hay gente que acumulan ocho o nueve ciclos, y sin dudar coinciden en que la etapa más difícil son esos días posteriores a la quincena de trabajo, necesarios para cuidar a la comunidad a la que vuelven.

Ellas tienen magníficos recuerdos de su estancia en la Lenin, donde les celebraron el Día de los enamorados. De la Escuela Nacional de Salud y la de Enfermería. Del hotelito de la UJC en Altahabana… Varias veces doblaron (sin regresar a casa) en diversas tareas, desde limpiar áreas comunes y habitaciones hasta el servicio gastronómico; y han atendido pacientes sintomáticos, contactos y otras tripulaciones.

De sus anécdotas concluyo que hay un gran respeto del personal voluntario por centros en los que sus directivos se involucran en el proceso y se toman este asunto del aislamiento con la misma seriedad que operarían en un curso escolar, cuidando por igual de sus medios y de la gente que asume el trabajo más humilde sin enarbolar títulos para rehuir del sacrificio.

A un año de iniciada esta misión, sienten que su trabajo es vital y no dudarán en alistarse para próximas rotaciones, pero no cierran los ojos a problemas organizativos que disgustan a quienes se aíslan, como pacientes o trabajadores, cuando no se cumplen las buenas prácticas de las que habla la dirección del país, tan necesarias en todo lo que involucre control de recursos y motivaciones.

De vuelta a casa, contemplé la ciudad a la que di la espalda por tres semanas y conversé mucho con Roberto, el amigable chofer del rutero que nos acercó a nuestros hogares, para quien ese acto de servir a una causa mayor es asunto que no se discute. Sin proponérselo, parafraseó lo escrito por Martí hace 126 años en carta a su madre desde Montecristi: El deber de un hombre está ahí, donde es más útil.   

Amián se despide del grupo. Ahora a enfocarse en la tesis, hasta la próxima tarea de la UJC. Foto: Mileyda Menéndez Dávila

Por los próximos cinco días no saldré de casa, y todo lo que vino en mis paquetes será higienizado hasta la saciedad. Pero de esa faena me ocuparé mañana: hoy toca regar las plantas, dejadas al cuidado de mi madre; reconquistar a mis perras, que aún me miran con cara de reproche tras la prolongada ausencia; disfrutar el amoroso recibimiento de mi pareja y contemplar el cielo estrellado sobre mi barrio, al que ojalá no logre la COVID-19 apagarle su música y sus voces de siempre.

Hasta mi habitual puesto de teletrabajo llega el aroma de café recién colado y pienso en Ana, una de nuestras anfitrionas en Girón, que por malcriarnos con el oscuro néctar se cayó hace tres días en las escaleras, cafetera en mano, y a pesar de los dolores en la espalda sigue trabajando en función del grupo que permanece bajo su cuidado.

La isla de los Molinos queda en mí, y aunque estas crónicas terminen, seguirá latiendo mi admiración por quienes hacen funcionar esos centros a lo largo de todo el archipiélago con esa inspiración martiana de no dejar salir de nuestras almas obras que no lleven su piedad y su limpieza.    

Reto del día: Si volvemos a un centro de aislamiento, que sea otra vez como voluntarios.

Consulte todas las publicaciones de esta interesante serie:  

Gorrión

Amor en las redes

(Im)pacientes

Encadenamiento

Pensamiento

Puerta a puerta

Razones

Carolina

Lucía

En positivo

De lujo

Día Cero

¡Agua!

Modelaje

La pared

Tripulación

Aniversario

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