Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Bailar en traje azul

Como colofón de las crónicas enviadas desde el centro de aislamiento en el Instec, hoy «desvisto» los recuerdos que atesoro para cuando la COVID-19 sea solo historia

Autor:

Mileyda Menéndez Dávila

«¡Cuidado! Siempre de afuera hacia adentro. Aleja el peligro de ti» insistía Anay, la enfermera asignada para el debut del centro de aislamiento en el Instituto Superior de Técnicas y Ciencias Aplicadas, Instec, justo en los días en que ese centro universitario cumplía 40 años.

Ella, la más experimentada de la tripulación (cinco misiones previas acorralando a la COVID-19), nos enseñó desde el primer día el protocolo más importante de las siguientes semanas: despojarnos del uniforme sanitario al terminar en zona roja, aderezando con abundante hipoclorito cada paso.

No miento si les digo que es como un baile de salón, y será de las cosas que más perdure en mi memoria como reportera, y en particular de estos 23 días en que decidí salir al encuentro del SARS-CoV-2 en lugar de huirle por toda la ciudad.

Fui como periodista y voluntaria. O al revés. Limpié mucho, observé mucho, y de esos intercambios con pacientes y personal de salud y apoyo, salieron 18 crónicas que puedes leer en este sitio, en una serie nombrada La isla de los Molinos, porque es en los predios de esa quinta capitalina donde transcurre la mayor parte de mi historia.  

En esta entrega final te cuento cosas que afloran desde el reposo en casa, rodeada de personas que no quisiera ver nunca en un centro de aislamiento, ni siquiera enfundadas en el noble vestuario al que tanto aprendí a agradecer.  

Sobrebata

Me gusta el azul, en particular ese azul marino de las sobrebatas, lo primero en quitarte cuando terminas la faena. Sueltas los nudos en la nuca y la cintura, te inclinas hacia delante, y a medida que sacas los brazos, recoges en sí misma la gruesa y amplia pieza con los dedos enguantados; la enroscas y lanzas hacia el saco negro el potencial peligro.

Me entristeció ver que al pasar de los días clareaban en ellas los manchones causados por el uso intensivo del cloro. No los notábamos de inmediato, como tampoco notaríamos si el virus se adhirió alguna vez en su densa tela mientras limpiábamos los cuartos, pasillos y escaleras, o cuando recogíamos sábanas y toallas usadas por las 16 personas que entraron como contactos y unos días después salieron con un PCR confirmatorio, en altísima proporción para los 70 huéspedes que conocí.

Intento adivinar cómo habrán sido los días de aislamiento de los más de 70 000 casos confirmados en estos 13 meses de pandemia, y ahora leo la caracterización de los graves, críticos y fallecidos, temiendo encontrar detalles conocidos.

«Si en vez de marzo fuera agosto, no andarían tan felices con esos trapos», nos dijo el decano Abel Fundora en una de sus constantes visitas al jardín que rodea la beca del Instec.

¿Llegará a agosto este instituto como centro de aislamiento? ¿Terminarán mi hijo y sus amigos la carrera de modo virtual? ¿Cuánto más puede invertir el país en mantener a flote este costoso sistema para cortar las cadenas de contagio, algo que la población pudiera lograr en menos tiempo con mucho más juicio y disciplina?

Cada noche me hacía esas preguntas, y cada mañana la conferencia del doctor Durán me daba a entender que sí, que la COVID-19 será tema en la agenda mediática y marco restrictivo de la vida y la muerte por varios meses más.  

«No dejes de hablar del mito de venir a estos centros como si te tiraras al fuego», insistía Miguel Angel, el administrador. «El virus es más peligroso afuera, sobre todo entre conocidos, porque la gente se relaja y no se cuida», reflexionaba él.

Como una sobrebata sanitaria, un hermoso bosque rodea al Instec. En el vivero colindante, entran decenas de personas a comprar plantas, sin imaginar siquiera el duelo al otro lado de la cerca. Peor aún: sin pensar en quién tocó antes esa maceta o la hoja del hermoso cuerno de alce que acarician.

Cubrebotas

El doctor Daniel miraba en mi dirección, pero su mente estaba en otra parte. Para no distraerlo con una ridícula caída, me concentré al retirar las boticas de tela blanca que tras dos horas de limpieza son un despojo empapado en churre, a pesar de que Fabian se esforzaba cada mañana para que los pasillos brillaran en su pulcritud. A pesar de que cada cuarto tiene sus propios medios de limpieza, y ciertamente navegamos con suerte, porque la población apreció las condiciones y cuidó la higiene de la residencia estudiantil.

Postura del árbol, decía mi yogui interior. Estabilizar cada pierna en el aire, soltar el nudo trasero y halar con cuidado para no salpicar el área de desinfección. «Equilibrio y balance, la vida te reta y tú fluyes», escribió alguien en el grupo de WhatsApp que cada noche sostuvo mi alma fuera de aquella barrera epidemiológica.

No sin esfuerzo, mis botas de trabajo emergieron limpitas, pero antes de cruzar a zona verde, bailaron en el paso podálico fronterizo, y ahí quedaron hasta el otro día, porque hacia el área de descanso no pasaría nada que perturbara mente o cuerpo de nuestra tripulación. 

Máscaras 

De joven hice teatro. Recuerdo en especial la obra Santa Juana de América, protagonizada por mi madre en un grupo de aficionados de su centro de trabajo. El monólogo inicial correspondía a la heroína adolescente renegando de su estancia en un convento, y yo asumía gustosa aquel papel: «Meditación, contemplación… ¿y acción? ¡sólo la limpieza!». Quién iba a decirme que casi cuatro décadas después viviría en carne propia los rigores de ese retiro.

No solo en el teatro hacen falta las máscaras. En esos días de trabajo las probé de tres tipos, y las más cómodas fueron las hechas en el propio Instec, en una impresora 3D, porque dejaban pasar el aire hacia arriba.

Un día salí a recoger basura y una paciente me dijo desde la puerta de su habitación: «Seño, tiene una hormiga entrando por los espejuelos». Me puse más nerviosa que ante un auditorio lleno, corrí al área de desinfección y pedí mi careta, que había olvidado en el respaldar de la silla. Desde entonces no crucé mi propio umbral de seguridad si alguno de los colegas no revisaba antes mi indumentaria de pies a cabeza.   

Careta y espejuelos son el tercer paso del baile. Tras un baño abundante de hipoclorito al uno por ciento, regresan a zona verde y se sumergen en abundante agua jabonosa. Es inevitable que se empañen, pero cuidarse de lo invisible tiene que ser esencial, más allá de los ojos.  

Gorro

Fabian, Daniel y el profe Germán llevan corto el cabello. Para la doctora Betsy y para mí era fácil recogerlo bajo el gorro y soltarlo después en breve gesto mecánico. Las coletas de Amián y Olguita daban más trabajo para esconderlas, y el gran desafío lo planteaban el abundante moño de Yeirys y el afro generoso de Anay. 

Más difícil aún era guardar los pensamientos, que volaban a todo lo pendiente en el mundo «real», pero mientras trabajas en zona roja no puedes distraerte. No importan la tesis, el examen on line, la crónica pendiente, las conferencias grabadas, los pacientes que preguntan por el titular de su consultorio para que les dé una receta…

Bajo el impersonal tocado azul o negro, iban y volvían los sueños de un futuro sin pandemia. Las ecuaciones y metáforas. La espera por el resultado de los análisis. La paciencia para escuchar, sin destapar los oídos, todo lo que necesitaban sacar de sí esas personas, recluidas fuera de su área de confort y temerosas por el destino propio y el de sus seres «positivos», en la contradictoria acepción de ese vocablo.

Nasobucos 

Por la calle Zapata circula la gente, y no pocos acomodan el trapito en su cara cuando detectan al policía que custodia el Instec. Desde la terraza de la zona verde contemplé el paradójico espectáculo muchas veces, y quise gritar, pero sabía que mis gritos no les devolverían el sentido común.

Tampoco podía perder la tabla con las personas aisladas en el centro. ¿Cómo podían estar ahí como posibles contagiados y no usar nasobuco ni guardar distancia? ¿Cómo inhalaban descuido en un ambiente dominado por un virus mortal?

Quitar el nasobuco y lanzarlo al saco es el quinto paso del protocolo de desinfección. Solo uno: el oficial de tela blanca que garantiza la dirección de Salud. Debajo llevas otro que solo retiras para bañarte y lavarlo con agua jabonosa.

Sí, es molesto usar dos nasobucos. Sí, sientes que la nariz se aplasta y al principio jadeas. Pero igual te digo que sí puedes respirar con ellos. De hecho, respiras con mayor tranquilidad, porque al hablar puede moverse el que va pegado a tu boca y no puedes llevar tu mano al rostro para reponerlo en su sitio. En ese instante, ese otro exterior de tiras bien sujetas bajo el gorro, ese de tela burda con olor a jabón, ese que compite con tus pestañas y reseca tus labios, se convierte de pronto en tu mejor amigo.

Piyama 

«¿Cómo se sienten?», pregunta desde la zona no restringida la gentil Leida, máxima representante de Salud Pública en este centro, mientras ayuda a pasar los bultos que regresan de la lavandería. Amián ladea lacónico la cabeza y suelta su laptop para disponer de cada pieza, doblarla y distribuirla como aprendió en el servicio militar, de modo que sepamos de un vistazo con qué contamos para cada jornada.

¡Bien! respondo a mi vez del otro lado del pasillo. Avanzo bandeja en mano con la comida y Yeirys me alcanza cargada de pomos de agua bien fría para repartir por las habitaciones. «Tengo sed», murmura, y yo recuerdo que debí ir al baño antes de salir a zona roja, porque el líquido que falta en su cuerpo parece sobrar en el mío.

Por la poca soltura de nuestros gestos parecíamos robots, y es que las tallas del ropaje azul claro bajo la sobrebata no eran al principio las adecuadas para nuestras rellenitas formas, y nos cuidamos de no hacer movimientos que estresaran sus costuras.

Trato de subirle el ánimo: «Los nasobucos me aprietan, la bata me da calor, y el piyama es tan estrecho que me apurruña el riñón». Sus achinados ojitos sonríen. Acomoda su carga y sube al cuarto de la Carolina, una chiquilla de cuatro años que le devuelve a cualquiera las ganas de servir.

Terminadas las tareas, coincidimos de nuevo bajo la escalera, y ninguna urgencia fisiológica nos hace saltar los metódicos pasos. Por ella estoy aquí: pasar estos días con mi nuerita ha sido una confirmación de cuánto me ama mi propio hijo. La miro liberarse del estrecho piyama intentando no tocar la ropa debajo, y es como verme en un espejo… por muchísimas razones.

Guantes 

Nunca, ¡nunca en mi vida! había resistido los guantes. Ni los toscos de trabajar en la agricultura, ni los apropiados para incursionar en la albañilería, ni los quirúrgicos que emplean las peluqueras para componer el cabello… Hasta este mes.

El miedo de no adaptarme a esa goma de talla estándar era mi peor pesadilla, pero cuando me los entregaron nuevecitos, recordé el orgullo con que mi colega Juan había escrito sobre esas producciones tuneras y decidí asumir con cariño el reto de no romper su látex ni permitir que mi torpeza pusiera en riesgo el traslado de alimento o la calidad de la limpieza.

Y vencí. De hecho, me autoproclamé centinela de la integridad de los guantes de todo el equipo y hasta mandé a pedir talco para prolongar su vida útil y facilitar el acto de colocarlos.

Claro que fue un amor difícil. No imaginas lo que puede ser adivinar con una llave la diminuta cerradura sin pellizcar las puntas de tus «dedos», o llenar los resbaladizos frascos de hipoclorito colocados junto a las puertas, y sobre todo zafar cada nudo y botón del ropaje, porque quitarte esa segunda piel es el último episodio de la danza, justo antes de cruzar a la zona segura para descansar.

Ya en la escuela Girón, escuché anécdotas de nuestro personal médico sobre pacientes que llamaban varias veces al día por supuestos malestares del cuerpo (cuando era el alma quien se desesperaba en tales condiciones), y aunque sabían innecesaria la visita más allá de las cinco de rigor de cada día, intentaban complacer esos reclamos tan a menudo como lo permitiera la prudencia, pues cada entrada a un cuarto implicaba «quemar» otro par guantes, dramático desafío porque los suyos se esterilizaban en un policlínico y no había tantos como para derrochar.

Verde esperanza 

Todo cambia, dice uno de los principios del Yoga. No puedo decir que esté ansiosa de dejar mi aislamiento hogareño para sumirme en el habitual bullicio de la capital, pero sé que debo volver a la oficina y acepto ese cambio como necesario, tal como acepté hace un año que cesarían las peñas y viajes a provincia hasta que se detenga la amenaza colectiva.

Otro principio milenario es: hay cosas que nunca cambian… Eso pude comprobarlo con ejemplos incómodos y simpáticos. No ha cambiado, por ejemplo, la cubanísima facilidad para socializar entre desconocidos. Lo viví con Roberto, el chofer que nos devolvió a casa hilvanando rutas por toda la ciudad. Incluso con parte de las otras tripulaciones que esperaban su PCR en la beca de la universidad médica Girón, con quienes dialogué en el nada formal salón de las duchas, único espacio común lejos de las habitaciones.

Tampoco cambian ciertos esquemas prejuiciosos, que tal vez no hubiera «leído» si no fuera por mi formación feminista. Aún para quienes van a esos centros a servir con voluntaria humildad, el trabajo doméstico hecho por mujeres es menos valorado, perpetuando así el cuidado «materno» en simbólica e inconsciente distribución de jerarquías patriarcales.

Con civismo alerto sobre el llamado «cubaneo» que se resiste a cambiar y puede echar todo por tierra si no se asume con mentalidad de país que el enemigo no es el SARS-CoV-2, sino la indolencia de quienes lo menosprecian y algunas faltas de previsión o empatía de las que escuchamos hablar a quienes llevan más tiempo en estas lides.

Por suerte, tampoco cambia nuestra capacidad de bromear a costa de eventos serios para mantener viva la esperanza, y quiero cerrar con dos escenas que sobrevivirán cuando todo lo demás se nuble en mi recuerdo.

La primera no dudo que será empleada por el claustro del Instec como un ícono de situaciones absurdamente obvias. Una tarde, el locuaz y siempre útil Fabian escribió a su padre por WhatsApp pidiéndole cosas que necesitábamos para acomodar la habitación de descanso y estudio, y sin más preguntó: «¿Cómo se deletrea HDMI?». Ante las caras de estupor de quienes no procesábamos su duda, el aspirante a Físico soltó la segunda bomba: «¿Lo pregunté en voz alta?», y ahí sí rompimos a reír con tal fuerza que se nos borró todo el cansancio del día.

La segunda ocurrió en Girón y la protagonizó la criollísima Anay, una de las personas que más he amado en estos días. Tan deseosa estaba de adelantar la prueba definitoria, que «amenazó» con hacérnosla ella misma con el palo y la colcha de trapear, y yo, que en ese instante estaba acostada bocarriba estirando la columna fuera de la litera, casi me ahogo de la risa y el miedo, solo de imaginar que pusiera en práctica su innovación en mis expuestas narices.

Decir adiós a pacientes con PCR negativo es uno de los mejores momentos para el personal de salud en el centro de aislamiento.

Garantizar alimentación, higiene y apoyo emocional es un todo en uno para el personal voluntario en centros de aislamiento de COVID-19.

Niuvis esperó este momento confiando en que todas las precauciones resultaran en un PCR negativo.

Servir es un acto honroso, y salva vidas también.

Son cuantiosos los recursos que el Estado destina a mantener funcionando los centros de aislamento con todo el rigor higiéncio que necesitan.

La seño Anay toma los signos vitales a cada paciente antes de entrar al centro de aislamiento.

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