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Apocalipsis maya según Hollywood

El filme Apocalypto de Mel Gibson solo reconfirma el mito hollywoodense acerca del supuesto caos en el que vivían los habitantes originarios de Latinoamérica

Autor:

Joel del Río

Mel Gibson, el director y coescritor de Apocalypto, quiere ser considerado un autor serio, pretende entretener al espectador, tensarlo y tocar sus fibras sentimentales, aspira a tratar temas reales, graves, solemnes, redescubrir el pasado (sus dos filmes anteriores fueron las superproducciones históricas Corazón valiente y La pasión de Cristo) mientras desgrana con notable fluidez y brillante visualidad sus historias sencillas, violentas y feroces, siempre concentradas en la antinomia elemental del bien contra el mal, la guerra contra la paz, los valores domésticos, filiales, el héroe y líder iluminado en franca colisión con fuerzas siniestras que lo superan. Según Gibson, la violencia, la sangre y el sufrimiento físico y moral son los elementos capitales que le confieren mayor realce al patriotismo independentista del líder escocés William Wallace, al calvario del Hijo del Dios hasta el Gólgota, a la trepidante odisea de Garra de Jaguar para salvar a su familia del latrocinio maya.

A diferencia de sus películas anteriores, en Apocalypto no hay protagonistas cuyas biografías estén inscritas en la tradición narrativa occidental. De modo que el director se vio precisado a inventarse un héroe increíblemente diestro y veloz, capaz de oponerse a los designios macabros de una civilización decadente. Para subrayar su intrepidez lo convirtió en defensor de su familia y de su tribu, y lo colocó en posición de observador privilegiado, víctima insumisa, que huye primero y se enfrenta después a guerreros esclavistas capaces de la más ilimitada crueldad.

Producida por la Walt Disney Pictures (la compañía de La sirenita y de El rey león no tuvo reparos en apoyar esta inversión sustentada en la violencia gráfica y galopante), Apocalypto no es el examen de las razones que condujeron a la decadencia de una civilización —como pregona cierta propaganda exagerada y anuncia el pretencioso e injustificado exergo que colocan en pantalla antes de que comience la acción— es una buena película de acción y aventuras, en la que sobran las pretensiones de historicidad, máxime cuando solo reconfirma la más simplificadora y reaccionaria mitología hollywoodense: los habitantes originarios de Latinoamérica, y en general del Tercer Mundo, se muestran sumergidos en el caos, la desintegración, la inmoralidad, el crimen y el irrespeto a la vida. En el fondo, late el prejuicio primermundista de que todo principio progresista y civilizatorio ha de llegar de Europa o de Norteamérica.

Tal vez dos de los momentos más fuertes y decisivos del filme, de esos que pudieran permanecer en el recuerdo del espectador durante algún tiempo, son aquellos en que el protagonista es llevado prisionero a la pirámide de los sacrificios humanos, donde se decapita a decenas de hombres en ofrenda al dios de la lluvia, y el instante en que concluye la huida y persecución de Garra de Jaguar, justo en la playa adonde arriban los españoles, y los perseguidores del exhausto fugitivo caen de hinojos ante los barcos de quienes creyeron dioses. En ambas escenas se pone en claro que Mel Gibson comparte, consciente o inconscientemente, la ideología «evangelizadora» de los primeros conquistadores: toda civilización pagana está condenada a desaparecer por ajena a los valores occidentales, o por distinta a las nociones occidentales de virtud y progreso.

Apenas aparecen en Apocalypto escenas o secuencias, al menos fugaces, donde se anuncie o insinúe la grandeza de un pueblo que legó monumentos arquitectónicos como los de Palenque, Uxmal, Quiriguá y Chichén Itzá, la sabiduría de agricultores, científicos y artistas apresada en códices y jeroglíficos, la literatura destacada en obras religiosas, canciones, poesía, enciclopedias, los impresionantes conocimientos de astronomía, matemáticas o el complejo calendario, mucho más perfecto que el empleado por sus contemporáneos europeos. Los defensores del filme alegarán que Gibson no se propuso realizar un documental didáctico sobre los mayas, pero molesta la pretensión supuestamente explicativa sobre las causas de la decadencia, irrita la insistencia simplificadora del autor, que destila por un lado franca ignorancia, y por el otro, abierto prejuicio, xenofobia, desdén y ojeriza por lo diferente.

Al igual que Gladiador, Troya y la reciente 300, Apocalypto se refugia en la antigüedad como coartada para recrearse en la espectacularidad que ofrecen los combates a muerte, la violencia física, la sangre y la destrucción. Lo mejor del filme, la clave de su éxito, es su acercamiento a la figura del héroe como un hombre sencillo (que devendrá ingenioso y exterminador superman en toda la segunda parte, cuando se relata con brillante trabajo de cámara la prolongada persecución), pues no se trata más que de un cazador tomado como esclavo, que intenta conquistar la libertad y salvar a su familia del exterminio.

En tanto filme de aventuras, colmado de hazañas, asechanzas y peripecias asombrosas, Apocalypto funciona casi a la perfección, si ignoramos ese comienzo demasiado prolongado que se realizó en el tono falso de los documentales antropológicos. Tampoco consiguió el director la combinación que añoraba de espectacularidad e historicismo. Su filme es espectacular y punto, pues no resulta elegible si se pretende adquirir nociones certeras sobre la historia de Centroamérica. La hechura sensacionalista del filme, su dinamismo de thriller etnográfico no logra encubrir la endeblez de la idea generatriz, la intención falaz y los prejuicios primermundistas de un autor obcecado con los macroespectáculos cuyos héroes se convierten en mártires vejados, martirizados, perseguidos. El actor devenido ídolo mundial de la taquilla gracias a sagas como Mad Max y Arma Letal no logra como cineasta alcanzar la profundidad de pensamiento de otros grandes autores, pero, eso sí, ha conseguido erigirse como uno de los directores con mayor capacidad para entretener mediante la exhibición insidiosa, y excesiva, del martirologio y la crueldad humanos. Todo lo que muestra Apocalypto es al mismo tiempo tan extremo y lúdico, choqueante e hipnótico, simplista y llamativo, que su discutible aproximación a la historia de la civilización maya ha sido pasada por alto por muchos espectadores y críticos, atrapados por este relato de acción, supervivencia y heroicidad.

Nada respetable como documento o testimonio de la historia latinoamericana, Apocalypto triunfó por su combinación de entretenimiento grueso, acción y visualidad, que puede resultar muy impresionante en época de Internet, publicidad, video clips y video juegos. Ojalá su exhibición en Cuba no derive en que algunos de nuestros jóvenes lleguen a creerse el cuento burdamente reaccionario de Mel Gibson respecto a que los antiguos pueblos de América no pasaron de ser sádicos practicantes de la brutalidad más espantosa, oscuros salvajes que solo acertaron a caer de rodillas ante el advenimiento salvador de las carabelas europeas, llegadas a nuestras costas para evangelizarnos, civilizarnos, y quemar vivos en la hoguera, de vez en cuando, a ciertos rebeldes acusados de herejía y paganismo. Esa es la versión de la verdadera historia que prefirió «Míster» Gibson.

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