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Protagoniza Susana Pérez uno de los sucesos teatrales del año

La actriz cubana muestra gran nivel de interiorización psicológica en Conversación en la casa de Stein sobre el ausente señor Von Goethe

Autor:

Rufo Caballero

Susana Pérez protagoniza, sin duda, uno de los sucesos teatrales del año.

Conversación en la casa Stein sobre el ausente señor Von Goethe es uno de esos textos dramáticos que pueden conducir a una actriz a la gloria definitiva, o al patíbulo. Tanta es la calidad teatral, humana, filosófica, del texto, que no hay para con él términos medios.

El gran valor de la actuación de Susana Pérez en este monólogo reside, desde luego, en el grado de interiorización psicológica. Tratándose de un personaje y un tema recorridos por el derroche emocional y la intensidad afectiva, la actriz no podía menos que entregarse a burilar la emoción, en una dinámica difícil entre la construcción y la espontaneidad.

El mayor reto de la intérprete consistía ahora en desafiar a los perfeccionistas que habían descubierto su presunto talón de Aquiles: un virtuosismo capaz de «resolver», en términos de oficio y de técnica, algo tan incontaminado como la emoción o la expresión transparente del sentimiento. Susana debía llegar a ese punto en que la técnica se comporta como una aliada y no como tirana.

Sobre todo en dos momentos del discurso, Susana consigue quedarse suspendida de la emoción, sin evidentes muletas técnicas: al cabo del segundo acto, cuando personaje y actriz quedan a expensas de la penumbra y de la confesión brutal: «Sí, era amor, Josías; el más puro, el más noble, y el más desinteresado amor. Pero quien amaba de nosotros dos, era exclusivamente yo». Y al final de la pieza, cuando Carlota y Susana caen, presas de un desfallecimiento estremecedor: «¿Por qué vivir es tan terriblemente difícil?».

De todas formas, la actriz no puede disimular el alarde técnico en no pocas apelaciones a lo mejor de su potente repertorio histriónico. Por ejemplo, el uso expresivo de la voz. Comienza con tonos agudos, propios para el falsete irónico que implica el despecho del personaje, y, de a poco, va transitando hacia los centros y los graves, como si correspondiera al desnudo progresivo de la verdad trágica de Carlota Stein. De ese modo, protege su voz de un texto no solo muy intenso sino bastante extenso, y entrega las curvas de intenciones ideales para comprender tanto el conflicto del personaje como el viaje filosófico de la obra, recurso este al que solo resta disfrutar más de los oasis y los recodos de silencio, de las pausas, de la cadencia interior del texto. Desgranar con celeridad el verbo, no lo hace más «accesible»: todo lo contrario.

Adusta y retirada, histriónica pero comedida, Susana opta por la economía gestual. La primera de las razones: tiene que mantenerse en época. Una cortesana del XVIII, por muy liberal que fuera y por mucho que se proyecte a la actualidad, es una cortesana del XVIII. De otro lado, palpablemente, el vestuario la ata. Y aquí aparece el primer punto controversial de la puesta: un montaje brechtiano, distanciado; o un montaje favorecedor de la identificación.

Algunos consideran que, habiendo sido el dramaturgo Peter Hacks colaborador cercano de Brecht, era la ocasión para vestir a Susana con un mono negro, impersonal, y que la época estuviera en su mente y en sus gestos; no en la ropa. Esa era una posibilidad, por qué no. Pero Miguel Pittier, el director, prefirió reservar los tintes de audacia a la perfección con que debían interactuar la intérprete y el texto, sin entregarse la puesta a las deconstrucciones tan del gusto posmoderno.

El diseño escenográfico resulta minimalista y eficientemente expresivo. Aunque los muebles usados dan grima (si vamos a poner los muebles, vamos a poner los muebles), la idea de las paredes como coincidencia de dos diagonales fue acertada. La violencia del espacio timbrada por la diagonal traduce, desde la primera visión del set, la violencia simbólica y dramática de la obra. Luego, siguen cruzándose las diagonales entre la directriz derecha que marcan la mirada y el movimiento de Carlota hacia el punto donde se halla sentado, fantasmalmente, el señor Stein, y la ocupación postrera del lateral izquierdo, reservado para el énfasis concluyente.

El diseño sonoro, de especial tino en el empleo del sonido subjetivo de cartas y comentarios musicales sobre el estado de ánimo del personaje, junto al lumínico, se concentraron en los detalles que respondieran a la atmósfera de una noche lluviosa, tormentosa, absolutamente a tono con la «descarga» sentimental que se escuchará.

Ingenuo sería pensar que Miguel Pittier no puede colmar la escena de acentos «puramente teatrales», o de artificios de lenguaje. Profesor de Semiótica y de Interpretación dramática, Pittier maneja el signo a su antojo. No es que no pueda, sino que no quiere; que no le interesa en este caso. Y uno puede compartir o no esa estética de la diafanidad expresiva, pero debe respetarla.

Pittier ha preferido el discreto encanto de la austeridad: no sentirse, no mediar demasiado entre las partes de su representación. Si confiesa renunciar a los actores y actrices que «se sienten» por encima del personaje (a la manera de Meryl Streep o de Cecilia Roth), el ejemplo comienza por casa, y él mismo no desea anteponerse a la representación: que fluya la obra, y no su ego.

Estos aires aseguran en el verano —continúa la pieza en la sala Adolfo Llauradó— uno de los sucesos teatrales del año: el recital histriónico de una gran actriz, suerte y gloria de nuestra cultura, y la concepción inteligente y mesurada que hace de Conversación en la casa Stein... una apelación al teatro menos efectista y externo; al más esencial, al más humanamente descarnado.

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