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Presentan el monólogo El contrabajo

Interpretada por Roberto Perdomo y dirigida por Susana Pérez, la puesta ostenta soluciones teatrales verdaderamente expresivas

Autor:

Rufo Caballero

Foto: Pepe Murrieta Quien lee este artículo, ¿cree que conoce a Roberto Perdomo?

Sí, ese mismo, el actor tan popular, tan querido en Cuba; el galán crepuscular de las telenovelas. ¿Cree usted, de veras, que lo conoce como intérprete?

Si recordamos, lo vemos, a comienzos de los años noventa, como el Stanley Kowalski de Un tranvía llamado deseo, según la puesta de Carlos Díaz. Allí, el mítico personaje no representó un esfuerzo extraordinario, porque la redondez de la psicología de Kowalski se evaporaba un tanto en el aquelarre posmoderno. Perdomo interpretó también varios papeles de significación en el cine cubano. Pero con los años se le ha visto más que todo en el rol de galán otoñal, personaje un poco ingrato, que no le permite mayor lucimiento. Como «el temba» seductor, Perdomo apenas dice sus bocadillos con corrección, con organicidad.

Para saber del tremendo actor que es Roberto Perdomo, usted tendría que llegarse, ya, a la sala Adolfo Llauradó, del Vedado, y disfrutarlo en el papel de su vida: «el contrabajo», en la obra homónima de Patrick Süskind.

El culto literario del alemán Patrick Süskind no solo se debe a su obra maestra, El perfume (1985), donde se levanta toda una filosofía del mundo a partir de la potencia de un sentido: el olfato. En la narración corta La obsesión de profundidad, Süskind prodiga una cáustica mirada a la crítica literaria, y acomete un estudio interesante sobre la naturaleza autodestructiva de algunos seres humanos. En El contrabajo, monólogo escrito en 1980, cuando comenzaba la exitosa carrera del autor, Süskind dibuja con maestría el desgarramiento de un músico que no acaba de encontrar su lugar en la orquesta ni en el mundo, y que entabla un diálogo de confesión (con respecto al lector o al espectador) pleno de sutilezas, referencias culturales, ansiedades vitales, insatisfacciones y represiones.

Como «el contrabajo» (el genérico esconde, deliberadamente, la falta de identidad del personaje), Roberto Perdomo consuma la actuación de su vida, no cabe duda. En este do de pecho, intenso, rebosante de matices, no lo habíamos visto nunca. El personaje le permite demostrar todo lo que puede hacer en las tablas, que francamente, es mucho. A diferencia de Susana Pérez (su directora en esta oportunidad), Perdomo no accede a la emoción como consecuencia del raciocinio o del virtuosismo técnico en primera instancia. Su recorrido es inverso: el primer recurso de este actor reside en la emoción, y luego, en el camino, se condensa la virtud y adviene la razón. El sostenido emocional logrado por Perdomo en El contrabajo resulta sencillamente colosal: las curvas de la risa al llanto, de la exaltación al silencio, de la catarsis carnavalesca al sufrimiento más denso, son bordadas por el intérprete.

El personaje se las trae, toda vez que se escuda demasiado en los conceptos musicales, las abstracciones, las ideas (allí oculta lo principal: su soledad, su desesperación, su necesidad de amor y reconocimiento); por consiguiente, el actor tenía que trabajar paralelamente un doble código: la confesión de superficie, y el discurso sumergido de «el contrabajo». Desde que sale a escena tiene al personaje, su nerviosismo gestual, su decir acompasado. A diferencia de Susana, que dispara el texto con seguridad y con fluidez de arriba abajo, Perdomo prefiere segmentar el discurso, provocar pausas impertinentes, mascullar algunas palabras, hacer parecer que se equivoca con el texto, etc. Ambos consiguen, por caminos muy diferentes, altísimos resultados histriónicos.

Hay un valor del trabajo de Perdomo que sobrepasa cualquier otra dimensión: la capacidad de comunicación con el público. Lo mantiene todo el tiempo en un puño. Se da el lujo de virarse y, de espaldas, continuar el texto, sin que el auditorio se inquiete un segundo. Los actores jóvenes deberían visitar esta puesta para, entre otras muchas cosas, aprender cómo un intérprete asegura la comunicación, sin concesiones ni baraturas. ¿Qué recibe a cambio? El público lo adora, es evidente. Lo aplaude a rabiar, agradecido.

En lo anterior influye, desde luego, el criterio de puesta en escena manejado por Susana desde la dirección. A mi juicio, el debut de Susana como directora teatral resulta mucho más interesante que su estreno como realizadora audiovisual algunos años atrás. Lo primero que se propone es un cambio total de latitudes y actitudes culturales: más que las marcas de un nuevo espacio (la Cuba de este minuto), la puesta se propone romper la frialdad de la exposición, con una calidez y un movimiento escénico que tampoco afectan la consistencia espiritual y existencial de la obra. Primera actriz ella misma, abandonada en ocasiones a un gran texto y a su propia suerte, sin mucho más, Susana ha tratado de que el hecho teatral, por sí mismo, auxilie al actor, lo acote, lo ayude.

La puesta ostenta soluciones teatrales verdaderamente expresivas y contribuyentes: la metáfora cubana de la insonorización del espacio con los cartones de huevos; el sonido empleado para la puntual irrupción del exterior (entre la música y el ruido, el orden sonoro y la franca bulla); la idea del disco rayado cuyo efecto de loop traduce la angustia del personaje; los comentarios del contrabajo literal a la tristeza del confesor; el hecho de que el personaje se desvista y se vuelva a vestir al final, mientras dice el texto en forma sincopada, como consecuencia del desnudo espiritual que ha sufrido y, a la vez, como anuncio de la despedida no menos trágica. Incluso un recurso peligroso, un tanto pueril y alejado en apariencia de la psicología del personaje, como el acento con las botellas de ron por doquier, que pudo derivar en el sainete o en el vodevil menos congruente, funciona al cabo como otro índice del desvalimiento y el abandono profundo de «el contrabajo».

Susana Pérez y Roberto Perdomo se anotan otra cumbre de sus carreras en el mundo de la actuación. Ambos estrellas de los medios, han comprendido que todo actor debe energizarse en el teatro. A menudo, el actor consigue en el teatro una profundidad que los medios apenas sospechan. De Susana, conocíamos que andaba en esto hacía algún tiempo. Pero la vuelta de Perdomo, a sus anchas, por sus fueros, me llena de alegría y de satisfacción profesional. El contrabajo significa, entre muchos otros alumbramientos, la recuperación de un excelente actor.

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