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Lars von Trier, brillante y perverso como un maldito genio

El jefe de todo esto es una película de un humor inteligente, brillante, pero con un final difícil de compartir No siempre un clavo saca otro Acción El Festival hoy (en la capital)

Autor:

Rufo Caballero

Fotograma de El jefe de todo esto Debo confesar, por elemental honestidad hacia mi lector, que nunca en la vida imaginé que podía reír tanto con una comedia danesa. No sé si todos los daneses, pero Lars von Trier tiene un extraordinario sentido del humor. El 90 por ciento de su película El jefe de todo esto es un divertimento del mejor gusto, con una gracia inaudita en las situaciones, las actuaciones, los diálogos. Eso de que un personaje padece una persistente «depresión rural» me parece uno de los mejores chistes que haya escuchado en el cine, jamás. Y así, el 90 por ciento del metraje posee un ingenio propio de un artista iluminado, está claro.

El jefe de todo esto vuelve a ser la ocasión para el juego con el lenguaje audiovisual. Von Trier es lo menos parecido a la factura complaciente y tranquila. Nada de eso. Los cortes secos, la burla del raccord (la continuidad), si en sus películas dramáticas sirven al propósito de montar las situaciones según las emociones de los personajes y no la secuencialidad exacta de los acontecimientos, en este caso, de relato hilarante, aporta un poder de síntesis y de efectividad en la exposición que mantiene en el bolsillo al espectador, incluso a ese ávido del gag gringo, en las comedias presumibles. Por otra parte, Von Trier emplea los distanciamientos (el off por medio del cual se interna en la historia y le habla directamente al receptor) con suma gracia y habilidad. Lars von Trier conoce, de la A a la Z, todo el repertorio posible del cine. No hay la menor duda, ya que usa el cine como el mejor de sus antojos. Se disfrutan muchísimo, además, los guiños a la historia del cine reciente; por ejemplo, la alusión a Dogma, manifiesto fílmico rubricado por el propio director hacia 1995. En fin, en un 90 por ciento El jefe de todo esto resulta una espléndida película, de un humor inteligente, brillante, que nos hace reír con una limpieza y una altura excepcionales.

Pero, ¿por qué insisto en el tema del 90 por ciento? ¿Qué me hace insistir en las matemáticas?

El jefe de todo esto posee un final difícil. Difícil de tragar. Difícil de entender. Difícil de compartir. La suya sería una conclusión ideal para una asignatura que se llamase Teoría de los finales, y versara sobre cómo la resolución dramática y conceptual de una película puede revertir el tono, el alcance y la valía de toda la pieza. Y aquí mismo hago un preámbulo.

Algunos críticos han insistido, a lo largo de años, sobre el cierto tufillo antidemocrático del cine de Lars von Trier (para decirlo suavemente). El regodeo morboso en los últimos 40 minutos de Bailarina en la oscuridad, a partir de la agonía del personaje, condujo a no pocos especialistas a hablar de sadismo. La evidente tesis de Manderlay, acerca de la impropiedad de la libertad para los negros estadounidenses si, a fin de cuentas, ellos no tenían la cultura que les permitiera hacerse de la libertad con un sentido sensato, condujo a varios críticos a tachar de racista y excluyente el cine de Lars von Trier.

A estas alturas de la vida, nadie niega que Von Trier es uno de los grandes cineastas de la contemporaneidad, un innovador de pies a cabeza, un autor recio y personalísimo que ha virado al revés y al derecho las posibilidades del lenguaje cinematográfico. Cuando ha querido ser realista, ha sido naturalista patético; cuando se ha reído del realismo, sus extrañamientos y distanciamientos le suben la parada al mismísimo Brecht. Todo eso es cosa sabida, y compartida además, por obvia. Pero no es menos cierto que a nivel temático y conceptual, Von Trier resulta un tipo, como mínimo, muy dudoso.

¿Cuál es el final de El jefe de todo esto? En el juego con la expectativa del lector, donde estaba claro que hacia el final no se cumpliría el mandato de la lógica y del sentido común, el cierre de la historia llega a ser de un cinismo anonadante. Poco importan los asesores ni los obreros de la empresa («los seis ancianos»); poco importa la gente. El filme versa sobre los distintos niveles de la credulidad y el espejismo, y en cuanto el personaje, el actor, siente que es satisfecho su «ego artístico» (se menciona de pronto a un raro autor, de culto para él), todo se soluciona, firma la venta de la empresa, y que se vaya a la porra la gente que se queda sin trabajo. Todo por el arte. Todo por el ego. Todo por el mundo de las ilusiones culturales. Hasta la vida se sacrifica en favor del ingenio del arte. Ya sé que todo se dice y se hace un poco en broma, un poco en serio. Los distanciamientos se encargan de recordárnoslo cada media hora, pero la conclusión «ingeniosa» de la historia parece coincidir, curiosamente, con el pensamiento cínico y veleidoso del autor.

Si me preguntaran entonces por la calidad resultante, no podría decir, sinceramente, que El jefe de todo esto es una buena película. Por una razón sencilla, tal vez equivocada, tal vez vulnerable: a mí no me interesan los genios; a mí me interesa la gente.

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