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La inventada cita

Autor:

Juventud Rebelde

Las anécdotas que presentamos a los lectorespertenencen al libro Cosas jocosas en poesía y prosa de la vida, de José Z. Tallet, compiladas por Fernando Carr Parrúas y publicadas por la editorial Letras Cubanas en un volumen que está a la venta en la Feria Internacional del Libro 2008

Fernando Carr Parrúas (La Habana, 1942) Colaboró con José Z. Tallet en la columna Gazapos, de la revista Bohemia, y después quedó a cargo de esta hasta hoy. Con casi 40 años como editor, tiene publicados el Diccionario de términos de escritura dudosa y Disquisiciones sobre temas editoriales y del idioma. En 1997 recibió la Distinción por la Cultura Nacional.

Cierta vez fuimos Raúl Roa y yo a ver a un intelectual y amigo que había ido adquiriendo más fama cada vez, para felicitarlo por su último libro. Realmente era este un magnífico libro. Esta persona tenía algunas dificultades con la gramática, a pesar de tener una genial cabeza, y tanto Raúl como yo, corregíamos sus originales.

El personaje, al que denominaré «Azul», tenía en su contra una voz muy gangosa y al hablar tal parecía que estaba como idiotizado. En aquella visita nos habló de que escribía un nuevo libro y quiso leernos «una paginita». Cuando ya había terminado de leernos un capítulo completo y mediaba en un segundo capítulo de lectura tediosa, Roa dio un brinco y se puso de pie, alargando la mano en que llevaba su reloj a los ojos y con la otra se dio un palmazo en la frente y, como teníamos con él confianza, pero sabíamos que era notablemente susceptible, Raúl adujo una inventada cita a la cual llegaría tarde y comenzó a despedirse.

Yo quedé que no sabía qué hacer, pero ante la idea de seguir en aquel suplicio, me atreví y dije:

—¿Pero esa no era la cita que me dijiste que también yo tenía que ir?

Y nos largamos de allí.

Acerca de Rubén

Yo trabajaba en el Presidio de La Habana, que estaba entonces en el Castillo de El Príncipe, cuando el proceso que se siguió contra los «protestantes» por el negocio del Convento de Santa Clara y cuando después integré el Movimiento de Veteranos y Patriotas, y el Grupo Minorista, que me llevaría a formar parte de la Liga Antiimperialista después, en tiempos del régimen de Machado.

Así, seguí unido a la pléyade que, dirigida por Julio Antonio Mella y Rubén Martínez Villena, escribió páginas hermosas de aquella década del veinte.

Aunque muchas veces he explicado cómo fue que conocí a Rubén, por quien, gracias a él, me ligué yo a ocupaciones revolucionarias, después de las literarias, vuelvo a tratar el tema en la segunda parte de este libro, que creo que es donde corresponde.

Pero sí voy a decir que Rubén era una gente que siempre estaba riéndose y que tenía una genial vena jocosa. Cuando nos conocimos formalmente, en el café de la esquina de Obispo y Habana, me dijo muy en serio que cuando me veía caminar por las calles de La Habana Vieja, llegó a pensar que yo era belga, a causa de mis largos bigotes rojos y de mi pelo todo color llama. ¡Imagínense cuánto me reí!

De igual manera, Judit tenía también un carácter muy alegre, y, además, contestaciones muy ocurrentes, pues, cuando ella me conoció —con iguales bigotes, con esas largas puntas azafranadas— le dijo a Rubén, quien le había preguntado si había conversado conmigo, que qué cosa iba a conversar con un hombre al que se le veían los bigotes por detrás. Por cierto, ya yo enamorado de ella, cuando me enteré de esto, me los recorté: se quedaron sin puntas.

La familia Martínez Villena vivía en el caserón que está en la calle de Amargura, en un edificio que todavía existe, donde estaba la Escuela de Hoyo y Junco, que dirigía el padre don Luciano, pero que era regenteada por la Sociedad Económica de Amigos del País. En esa casa visitaba yo a Rubén y conocí a Judit. Por cierto, había allí una fantástica biblioteca: la biblioteca Falangón.

Más tarde, el resto de los compañeros de Rubén y yo entendimos claramente —eso fue a raíz de la Protesta de los Trece— que él sería —o era ya— un líder genuino...

Sí, en efecto, Rubén me clasificó a mí... Siempre con su fina ironía... Él dijo: «Tallet es un poeta diabólico y malintencionado consigo mismo».

Pues sí, no cabe duda alguna. Rubén, desde entonces, desde aquella proverbial denuncia que hizo el día de la Protesta de los Trece, despuntó como genuino dirigente y director de masas.

Confusión alarmante

Hace pocos años, en 1980 ó 1981, fui protagonista de dos películas docentes, hechas por el Ministerio de Educación, y dirigidas por Eddy Pérez Tent, las cuales ya han sido proyectadas por la Televisión Cubana.

Durante los procesos de filmación, nos encontramos en el café de La Habana Vieja donde conocí a Martínez Villena, es decir, donde me lo presentaron, pues ya he explicado que de vista nos conocíamos y hasta nos saludábamos con la cabeza o con un gesto. Allí fue donde me dijo aquello que, hasta entonces, siempre él había pensado: que yo era belga. El café está en la esquina de Habana y Obispo.

Ahora el local es una cafetería con mostrador y banquetas, pero entonces, en 1922, era un café que tenía mesitas de tapa de mármol y sillas de rejilla.

Yo estaba explicando esto cuando uno de los curiosos que se aglomeraron para ver la filmación se acercó a un compañero de los del equipo técnico, y en voz baja le preguntó:

—¿Ese señor es Baliño?

Eso me hace creer que es un halago cuando me dicen que estoy «muy conservado», porque si me pueden confundir con Carlos Baliño, que era más viejo que Martí, debo tener entonces una figura tutankaménica.

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