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Grupo Buendía presenta La balada de Woyzeck

El montaje, que parte de la inconclusa obra Woyzeck de Georg Büchner, logra un diálogo agudo y franco con los espectadores y una faena interpretativa de buen nivel

Autor:

Osvaldo Cano

Ivanesa Cabrera y Sandor Menéndez, en los protagónicos. Foto: Pepe Murrieta Luego de un apreciable descenso en la calidad, la cartelera teatral comienza a evidenciar síntomas de recuperación. El silencio de varios de los líderes de nuestro movimiento teatral ha acarreado un sentimiento de insatisfacción que empieza a despejarse, gracias al arribo a las tablas de espectáculos de importancia o la promesa inminente de otros por llegar. La balada de Woyzeck, propuesta del emblemático grupo Buendía, se cuenta entre las ofertas capaces de regocijar a los espectadores. El montaje, que parte del Woyzeck de Georg Büchner, se debe al talento de Flora Lauten, mientras que con la dramaturgia se responsabilizó Raquel Carrió.

Büchner no alcanzó a terminar Woyzeck, pues murió cuando apenas sumaba 24 años. Lo que nos ha llegado de esta obra son esbozos, fragmentos. Ahí radica uno de sus muchos encantos. Partiendo de un hecho real, un asesinato ocurrido en la segunda década del siglo XIX, el autor concibe una trama en la cual son exploradas las causas del acto criminal. Es así que somos enfrentados a un universo oscuro, caótico, insinuante, donde las fronteras entre la verdad y la fábula son imprecisas. Aquí los personajes no son héroes, en el sentido histórico del término, sino seres anónimos, angustiados, que sobreviven a duras penas. Individuos descentrados, temerosos, que habitan un ámbito regido por la desilusión y el miedo. Criaturas cuya real tragedia resulta la espera por el cumplimiento de un destino heroico que se esfuma sin llegar a materializarse.

Más que la inminencia de una guerra —que no alcanzamos a saber si es real o ficticia—, lo que provoca el desequilibrio de este universo absurdo y frenético es la espera, el acoso. Son estas circunstancias hostiles, estos mecanismos de manipulación, que condicionan la conducta violenta del protagonista, quien termina siendo la expresión extrema de una crisis que involucra a toda la sociedad.

Flora Lauten concibe una propuesta que, sin renunciar a la metáfora, se destaca por la franqueza de sus enunciados. En otras palabras, la escena entabla una comunicación cómplice y diáfana con el espectador. Por momentos, un aire de mascarada, un ambiente de jolgorio y francachela recorren la puesta. La utilización de la música y las coreografías contribuyen decisivamente a crear este clima. Tal vocación ayuda a dinamizar el espectáculo dotándolo de un ritmo intenso, al tiempo que resalta los contrastes de un cosmos errático y atormentado, cuyos habitantes languidecen irremediablemente. ¿Cuáles son, entonces, las causas de su sobrevida: el heroísmo o la desesperación? Esa es, precisamente, la pregunta que nos convida la puesta en escena a responder.

La propuesta visual de Mayra Rodríguez (escenografía) y José Miura (vestuario) apela a la opacidad para remitirnos al entorno opresivo y decadente donde se desarrolla la trama. El decorado, construido a partir de un material humilde como el tapado de tabaco, recrea un laberinto espectral y precario al tiempo que se destaca por su capacidad de sugerencia y versatilidad. En el vestuario predominan los colores sobrios. Los atuendos delimitan con esmerada precisión la naturaleza de los involucrados. De un lado quienes detentan el poder, del otro sus víctimas. La música de Jomary Hechavarría y Héctor Agüero subraya contradicciones, enfatiza atmósferas, devela contrastes.

Buen nivel de conjunto, evidencia de un entrenamiento riguroso, palpable capacidad para transmitir las contradicciones y desgarramientos de las diferentes criaturas que encarnan, se cuentan entre los principales méritos del elenco. Alejandro Alfonso realiza una exploración con la voz que deviene certero recurso expresivo en función de denotar la arrogancia del capitán. De su labor llama la atención la defensa que lleva a cabo de un personaje negativo. Veracidad y eficacia signan la faena de Sándor Menéndez, quien propone un Woyzeck atormentado, valiéndose de un atinado uso del cuerpo, la voz y la máscara facial. Miguel Abreu le imprime considerable fuerza dramática al doctor. Su desempeño es vigoroso y mesurado al mismo tiempo. Ivanesa Cabrera vuelve a revelar temperamento y delicadeza a la hora de mostrarnos una individualidad compleja. Leandro Sen, Ana Domínguez, Indira Valdés, Carlos Cruz y Dania Aguerreberrez, acometen con pulcritud y precisión los roles que les son asignados.

Con La balada de Woyzeck, la tropa de Buendía no solo consigue animar nuestra cartelera teatral, sino que protagoniza un acontecimiento de especial importancia para la escena cubana actual; afirmación sustentada por el hecho de entablar un diálogo agudo y franco con los espectadores, la efectividad y contundencia de su empaque formal, junto a una faena interpretativa de buen nivel.

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