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Descubriendo el tesoro

Ambrosio Fornet encontró en los tomos de El tesoro de la juventud la clave para no sentirse solo ni perdido «ante la enigmática enormidad del mundo»

Autor:

Juventud Rebelde

Cuando trato de explicarme de dónde me viene la afición a los libros y la lectura pienso en mi madre, en el medio en que me crié y en mi condición de niño asmático. Ser asmático era tener licencia para faltar a menudo a la escuela, y eso, en un mundo sin televisión, donde el radio solo se ponía a ciertas horas —para no perder, por ejemplo, las aventuras de Chan Li-Po, el detective chino creado por Félix B. Caignet— favorecía el «recogimiento», que así se denominaba el acto de encerrarse todo el día en un cuarto para no exponerse al peligro de las corrientes de aire. Ahora bien, ¿cuánto tiempo puede estar recogido un niño de seis, siete u ocho años sin estallar? ¿Y qué mejor tranquilizante que unas cuantas páginas de monitos en los que la imaginación se desplegaba en dúos —Benitín y Eneas, Pancho y Ramona, los Dos Pilluelos...— o en seres excepcionales, como El Llanero Solitario, Mandrake el Mago y Anita la Huerfanita? En esas modernas galerías de tipos y costumbres entraban también figuras del panteón comercial, algunas esforzadas —como la del Hombre del Bacalao a Cuestas que nos miraba desde las etiquetas de la Emulsión de Scott—, y otras arrogantes, como la de Charles Atlas, que por una cuota módica y un poco más de sudor nos prometía músculos que volverían locas a todas las niñas.

Hasta donde puedo recordar, el único contacto de papá con los libros se daba a través de los Mayores y los Diarios —libros de contabilidad, los propios de su profesión— y con la literatura, a través de El carretero y el eco, poema que de vez en cuando nos recitaba conteniendo la risa, cuando llegaba el turno del eco; pero mamá era lo que suele llamarse una lectora impenitente —en una de las imágenes suyas que recuerdo con mayor nitidez la veo sentada en un balancito, en su cuarto, cerca de una ventana, leyendo El Evangelio—, y ya antes de empezar la Primaria (tengo eso claro porque acababa yo de cumplir siete años cuando nos mudamos de Veguitas para Bayamo) había yo manoseado algunos libros suyos, que después leí con avidez, como ¡Abajo las armas!, una novela pacifista de la baronesa Bertha de Suttner —años más tarde supe que había nacido en Praga, como Kafka, y que había ganado el Nobel de la Paz en 1905— y, sobre todo, Entre naranjos, de Blasco Ibáñez, y sus memorias de turista-navegante (La vuelta al mundo de un novelista, que ella, por cierto, había hecho encuadernar en pasta negra). Recuerdo también dos volúmenes de Julia o La Nueva Eloísa, de Rousseau, que por alguna razón nunca llegué a leer.

Pero nada de eso tiene, ni remotamente, la importancia que tuvo en mi vida de lector El tesoro de la juventud, veinte tomos que todavía conservo, como patrimonio familiar, y que literalmente me introdujeron de cabeza en el mundo. Eso de que uno pueda moverse libremente en el espacio y en el tiempo sin salir de su cuarto es una experiencia extraordinaria, que nos marca para toda la vida. De manera que si hoy me pidieran una definición de la lectura —de las lecturas espontáneas, no de las que uno está obligado a hacer desde que entra a la escuela— yo diría, muy a la francesa, que la lectura es el espacio de la libertad. Seguramente en Internet podría encontrar la fecha de aparición de esos tomos editados por W. M. Jackson, entre cuyos colaboradores, por ejemplo, estaban nada menos que Unamuno, Rodó y Luis G. Urbina; por la rúbrica que he encontrado en uno de ellos sospecho que salieron en los años 20. Cada tomo se divide en secciones: La historia de la Tierra, El libro de los por qué (¿A dónde va a parar el humo?, ¿Cuál es el origen de los remolinos?), Hombres y mujeres célebres, Los países y sus costumbres, Historia de los libros célebres..., y cada sección está profusamente ilustrada, con láminas en colores inclusive... Abro el último tomo, que es el que me queda más a mano, y lo primero que veo, en el frontispicio, contra un fondo de rojos, grises y rosados, es media docena de ratones en distintas posiciones y de distintos tamaños, colgando de juncos que semejan un maizal, y como pie de grabado, el texto siguiente: «Por su pequeñez, astucia y ligereza, los ratones campestres son muy difíciles de cazar; y como, además, se propagan con rapidez asombrosa, constituyen un gran peligro para los campos cultivados».

El tomo se abre explicando el misterio de las «ondas invisibles» gracias a las cuales, sin embargo, percibimos la luz y el color; siguen dos brevísimos apólogos, con sus respectivas moralejas; y después, el capítulo Hombres eminentes de Cuba, que se inicia con una foto del Parque Central en la que casi se pierde, entre los árboles, la estatua de Martí —cuya imagen de cuerpo entero aparece más adelante—, y se completa con un pliego de fotos en el que se mezclan patriotas, juristas, poetas, artistas y científicos... En el trabajo siguiente —también ilustrado— se explica cómo una semilla de cacao se convierte en una deliciosa barra de chocolate, etc., etc.

No sé si es en este o en otro tomo donde se reproduce el poema de Rubalcava A Nise, bordando un ramillete —la diosa de la Primavera se asoma a ver el bordado de Nise y se avergüenza de sí misma, al comprobar que este es mejor que el de ella—, y en el tomo 14, que acabo de abrir, veo un gran retrato de Lord Lister bajo el rótulo El hombre que salvó millones de vidas..., y me entero de que las salvó porque descubrió que para operar o tocar las heridas había que desinfectarlo todo, empezando por los propios instrumentos del cirujano (antes, la inmensa mayoría de los operados moría de gangrena, por falta de higiene). Y veo perros de San Bernardo salvando personas atrapadas en las nieves perpetuas, y a un rey tolteca en su trono, y un cuadro en que la bella Desdémona escucha fascinada los relatos del moro Otelo, y gnomos y cisnes, y castillos y princesas, y sirenas y zorras ilustrando los cuentos de Perrault y de Andersen, las fábulas de Esopo y de Samaniego, en fin...

No creo que hagan falta más ejemplos para hacer ver por qué un niño medianamente curioso puede sentirse encantado de la vida así, encerrado en su cuarto, mientras los demás niños del vecindario están afuera, en la calle, correteando, gritando, jugando a las bolas, a la pelota o a la cambuca (quimbumbia, para los mataperros de acá, de Vueltabajo). Es como si se tuviera en las manos un Discovery Channel o el repertorio completo de Pasaje a lo desconocido, y fuera uno mismo quien fijara los horarios de transmisión y la duración de los programas. No sé si para los niños de hoy, que juegan con Nintendo y andan con una memoria flash en el bolsillo, un tomo de El tesoro de la juventud representaría lo mismo que representó para mí, cuando tenía su edad; pero sé que después de esa experiencia, nunca volví a sentirme solo, ni perdido ante la enigmática enormidad del mundo.

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