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Las máquinas de Robinson

Escribir no es solo leer, es también escuchar. Nutrirse de las voces, prestar oído de músico callejero. Y tener encanto, eso que Stevenson declaraba que si faltaba en una obra, esta jamás movería las almas de los lectores

Autor:

Juventud Rebelde

Que un libro como Las aventuras de Robinson Crusoe me haya hecho presa de su destino, que un libro haya fatigado mis interminables noches, habla a las claras del porqué Shih Huang Ti, el mismo emperador chino que construyó las murallas, ordenara en su reinado quemar los libros que le precedieron.

Esos embrujos los intuí desde niño, cuando los libros pasaron a formar parte de mis obsesiones. Me contaminé pronto con las ediciones de la Imprenta Nacional de Cuba, que con su genialidad dirigía Alejo Carpentier. Así supe en esos iniciales años 60 de Moby Dick y de Robinson Crusoe, este último causante de mis adicciones apócrifas. Luego otras obras ocuparon mi cosmos, y la lista se hizo infinita y por qué no irracional.

Leía para aprehender la consanguinidad de aquellas ficciones. Pretendía ser escritor y les robaba a aquellas luminarias como lo haría el peor de los ladrones (aún hoy les robo). También supe de sus vidas, de las censuras de las que fueron víctimas, censuras que ya avisaba Clemente de Alejandría, quien opinaba críticamente que escribir es poner una espada en manos de un niño.

Con los años aprendí que escribir no es solo leer, es también escuchar. Nutrirse de las voces, prestar oído de músico callejero. Y tener encanto, eso que Stevenson declaraba que si faltaba en una obra, esta jamás movería las almas de los lectores.

También los libros están llenos de elogios a la razón. Desde que aprendemos a arreglárnoslas con ellos, nos imbuyen de un carácter y una prueba de los mejores sentimientos que debe albergar el alma humana. Puede que en su vida el escriba reniegue de las virtudes de sus héroes, pero el libro queda como lo mejor de una utopía. Y ni por asomo olvidar que el más pueril y humilde libro nos brinda la oportunidad de poseer las muchas vidas que Dios nos negó.

Pero justo ahora descubro la esencia de mi relación. Jamás pierdo oportunidad de visitar las casas donde nacieron o vivieron los escribas que han inventariado el mundo. Así, en mi peregrinar he contemplado los zapatos que mal fabricaba Tolstoi para sus siervos; en Buenos Aires incauté el polvo de la tarde que aún se precipita en la mesa donde escribía Borges; en San Petersburgo he simulado la epilepsia para contagiarme con los sueños caóticos que inspiraban a Dostoievski. Pero con Defoe no he podido obrar de ese modo. A lo mejor Londres se me niega con su imagen para seguir haciéndome víctima de esta criatura.

En esos actos me he querido apropiar de las clarividencias de todos los que me precedieron y, en especial, de ese tornadizo inglés. A él le he propuesto pactos para que posea mi alma a cambio de que me brinde su magia. Pero infructuosos han sido mis esfuerzos. Solo me queda la ilusión de atraer a Defoe a través de un reloj de arena que dicen le perteneció. Pero Defoe es sordo a mis súplicas. Si alguna vez llega ese instante fundacional de revelarse, habré soñado el libro donde él eternamente crea su propio universo. Por algo la Biblioteca quemada en Alejandría está reproducida intacta en un imantado espejo en el cielo. Solo hay que levantar la mirada y descubrirla.

Ahora el reloj de Defoe culmina su fatiga de arena y avisa la media noche. Junto a mi mesa de trabajo transcurre un velero frente a las selvas de una isla. Parece vivirse lo que Novalis refería como que la vida no es sueño, pero puede llegar a ser un sueño. Tal tranquilidad me posibilita abrir por infinita vez el Robinson Crusoe y plagiar lo que ahora innoblemente escribo:

«Desde aquel viernes promisorio en que comencé a talar los cedros, muchos acontecimientos han inundado mis expectativas. Por mar no vendrá mi salvación. Por eso construyo la torre que comienza a mostrarse en su ambición y en la que espero escapar al cielo. Sin embargo, cada noche sueño con una ciudad sacudida por la peste. Por las calles, los carruajes llevan muertos precedidos de mujeres desnudas. Son sombras que cantan los nombres de los difuntos. Cada día escucho que mencionan a Robinson Crusoe, pobre criatura que vio la luz por primera vez en la ciudad de York en el año 1632. Intento engañarlas y digo que en realidad mi nombre es Robinson Kreutznaer, nacido en Bremen. Una de las mujeres toma un puñado de tierra y me la embute en mi boca. Es cuando despierto con el hedor prodigado por los cuerpos podridos que había junto a mí. Durante cada una de estas últimas mañanas, me he atareado en satisfacer el proyecto de máquina que desterrará mi soledad. Todo está detallado con la misma exactitud de las piezas de mi reloj de arena. Con lana de las cabras que pueblan esta isla del Caribe, he trenzado los hilos de las redes con las que atraparé las sirenas. Como señuelos usaré cundeamores, ojos de tortugas aderezados con vinos de pasas, y no podrán faltar los colibríes como cuartadas perfectas. Tendré los canarios a buen recaudo, por la leyenda —falsa o cierta, no sé— de que las sirenas los devoran para apropiarse de sus voces. Tampoco mi máquina estará provista de una sola red; lo contrario, un sistema de mallas circulares se orientarán a través de las señales equinocciales, debido a la costumbre de las sirenas de bracear con los cierzos de Pascuas. Como un cazador, mi torre desplegará un sistema de poleas copiadas de las que empleó Cayo Julio César para rendir a los galos. Una brújula sostenida sobre una diminuta piedra de acantilado, dirá de cuál Norte provienen estas mujeres. Media docena de caracoles sonajeros amplificarán el aviso de que una presa, o varias, han rendido su viaje. Para ese momento me he construido un báculo papal. Así de arriesgada es la vanidad. Pretendo parecer un Santo Pontífice. Sin embargo, estoy en carne viva por ese maldito olor a difuntos que contagia mi ropa. ¡Ay, Dios mío, de nuevo esta noche estaré en el carruaje que conduce a los muertos por la peste en Londres! Vivir es peligroso, mi esperanza es escuchar a los caracoles sonajeros con su música».

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