Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El bailarín Félix Rodríguez y la estocada perfecta

El reconocido maitre cubano confesó en entrevista con JR  que en vez de bailarín cuando niño pensó ser un destacado esgrimista

Autor:

José Luis Estrada Betancourt

Cuarenta y cinco años lleva Félix en el ballet. «¡¿Qué podía entender de ballet un guajirito de “monte adentro”?!». Bien sabe Félix Rodríguez que en Batalla de las Guásimas donde nació, a decenas de kilómetros de Vertientes, Camagüey, era imposible que por su cabeza pasara que algún día se convertiría en un artista. «¿Bailarín?, mucho menos». Para él no había más que árboles cundidos de mangos y guayabas, ríos transparentes, conversaciones entre grillos cuando caía la noche y el olor inconfundible a tierra empapada por la lluvia.

Cuatro décadas más tarde, el hoy bailarín principal de la compañía danzaria más prestigiosa de Cuba está convencido de que la vocación, como los frutos, se puede cultivar si existe suelo fértil. La muestra está en él mismo, dueño de un don que, a decir verdad, nunca escogió. De hecho asegura que «me pillaron de inocente. Transcurrían los primeros años de la Revolución y mi familia, que se trasladó para La Habana en busca de algún horizonte cuando yo tenía nueve años, comprendió que becarme podía significar un desahogo económico.

«Un buen día acompañé a mis padres, que querían presentar a mis dos hermanas a una convocatoria, pero Joaquín Banegas, que estaba haciendo las pruebas comentó: “No, no, nosotros no queremos a las hembritas, queremos al varoncito”. Evidentemente vieron la cara que puse cuando me indicaron hacer aquellas cosas “raras”, así que me dijeron: “vas a ser un gran esgrimista”. Y yo contento, porque ya me veía lleno de medallas. ¿Campeón del mundo, no? ¡Campeón de ballet! Porque a este maravilloso arte he dedicado toda mi vida».

Y pensar que hasta ese momento el pequeño Félix no había hojeado ni un solo libro. «Me preguntaban qué grado de escolaridad tenía y yo respondía que ninguno. Jamás había estudiado. De modo que cuando entré a la ENA no salí de ella. Me pasaba todo el tiempo estudiando para tratar de quedar con un nivel no muy inferior a los demás. Y mira lo que es la vida: además de los ocho años de Cubanacán, ya voy por 37 en el Ballet Nacional de Cuba».

—¿Cuándo apareció la vocación?

Rodríguez como la mamá Simone en La fille mal gardée. —Fue llegando poco a poco. Por supuesto que el que nace esquimal es cazador de focas, porque no ha hecho otra cosa, mas si lo introduces en otro medio es muy posible que se convierta en periodista, pintor o cirujano. Algo así sucedió conmigo. De repente empecé a sentirme feliz con lo que estaba haciendo. ¿Cómo surgió esa vocación? La tiene todo el mundo, está escondida en algún lado: en el corazón, en el cerebro, en el pulmón... No sé, pero existe. Y no estoy diciendo que todo el mundo pueda ser bailarín, pero son muchos los que tienen ese talento, pero no lo han descubierto».

Quizá por esa razón Félix considera que en estos momentos sean excesivos los requisitos que se exigen para entrar a la escuela de ballet. «Tantos, que yo creo que lo que quieren sacar son genios. Sin embargo, mi práctica me ha dicho que muchos de esos “genios” se quedan por el camino, porque lo que ha primado no es la vocación, y esta es esencial. Sin ella no se podrá llegar muy lejos. Vocación y mucha disciplina. Ambas son vitales, al igual que el trabajo constante.

«En este arte, tú serás un magnífico profesional en la medida en que lo demuestres, no porque interpretes un determinado papel, sino porque lo que haces repercute de una manera positiva en la sociedad y en la vida futura de la personas, porque salen del teatro transformadas, porque las hiciste grandes en ese momento. De lo contrario, la función fue un fracaso rotundo. Y no valió la pena dejar de ser esgrimista, para ser bailarín».

—En 1971 entraste al Ballet Nacional...

—Sí, como cuerpo de baile. Yo venía a nuestra sede con mis zapatillas y mi ropa dentro de un cartucho de bodega. Eran tiempos duros. De ahí que el impacto fuera inolvidable cuando me encontré con los ex países socialistas. Me favoreció mucho que en aquella época apenas había bailarines hombres, quizá por ello tuve la oportunidad de montarme en un avión muy pronto para representar a Cuba; una experiencia ciertamente extraordinaria (ver cómo la puerta del aeropuerto se abría sin que la tocaras era para mí, que nací en un bohío de piso de tierra, como uno de esos ingenios de Julio Verne).

«Claro, eso no ha sido lo más importante, sino tener la suerte de bailar con Alicia Alonso, de trabajar directamente con ella en diversos proyectos como el Psicoballet o la Cátedra Alicia Alonso en Madrid; de formar parte de esta increíble compañía, de ir con Miguel Cabrera, historiador del BNC, a impartir charlas didácticas en otras naciones... Todo ha sido una bendición.

«No olvido aquellas presentaciones en los primeros años de la Revolución en la Isla de la Juventud, o cuando actuábamos para los camilitos, en los CDR, por toda Cuba. Nosotros fuimos los precursores de las giras nacionales, cuando se bailaba hasta arriba de los camiones. Sin embargo, no era fácil, porque los bailarines eran vistos como “flojos”. Tuvo que pasar el tiempo y la gente ir ganando en cultura para que comenzara a aceptarnos mejor.

«Ya puedes suponer lo que ocurría cuando nos aparecíamos en un pueblo donde nunca se había visto la televisión. Eran lugares donde había que hacer las funciones de día porque no había luz eléctrica. Y en cuanto se mostraba un hombre vestido con una mallita de ballet, lo que se formaba era mucho. No obstante, Miguel Cabrera con mucha paciencia les explicaba lo que iban a ver, los pasos, las diferencias entre el bailarín y la bailarina... Primero se ponían un poco “cerreros”, pero al final quedaban embelesados con la danza.

«¿Te imaginas levantando a una primera bailarina —me sucedió— a la que tienes en arabesque, y alguien en el público gritándote: “tíramela, dámela...”. Entonces Miguel les quitaba la idea diciéndoles que formar a una bailarina le tomaba muchos años a la Revolución, de modo que no podían deshacerse así tan fácil de ella, y la gente se tranquilizaba y hasta quería “matar” al “demandante” (risas). Todo eso ha cambiado mucho. Ya, por supuesto, no es así».

De esas imborrables vivencias, Rodríguez recuerda con mucho agrado lo que hizo para ayudar a niños con diversas discapacidades por medio de la danza. «Fue una idea de Alicia. La vida había demostrado que muchos niños que vivían en hogares de beneficencia gracias a la Revolución habían logrado hacerse de un oficio o una carrera, incluso eran de allí no pocos de los graduados de las escuelas de arte en esos años, y habían logrado incorporarse a la sociedad.

«Basado en eso creó el tratamiento, que también existe usando la pintura, la música..., pero con el ballet se logró hasta avances con los autistas, para quienes es muy difícil estar en espacios donde hay multitudes. Es una experiencia muy dura para quienes la llevan a cabo, pero grandiosa por lo que se alcanza. Yo tuve que dejarlo porque me estaba haciendo mucho daño, porque llega un momento en que uno quiere de todas maneras ir en contra de la ciencia, pero hay enfermedades que son irreversibles.

«Así y todo permanecí 11 años en esta tarea. Terminábamos el horario de trabajo a las siete de la noche, y media hora más tarde comenzábamos el Psicoballet hasta las once. Les simplificábamos los ejercicios, se les ponía música y se les pedía que improvisaran, que imitaran. Paulatinamente los pequeños empezaban a mostrarse más sociables y lloraban de alegría cuando venían las funciones. Se sentían las personas más dichosas del mundo.

«¿Sabes lo que extraño de entonces? Se hacía con frecuencia trabajo de mesa. A veces le preguntas a un bailarín sobre el personaje que interpreta y no conoce la historia, ni la época en que esta se desarrolla, ni el vestuario que debe llevar, ni el tipo de maquillaje que debe usar. De ese modo jamás podrá alcanzar la excelencia en su labor».

—¿En qué momento te seleccionaron para el primer papel importante?

—Al principio hice mucho cuerpo de baile, y a veces casi ni realizaba pasos de ballet, lo importante era estar en escena para aprender a moverte en un escenario. En mi caso las cosas marcharon más lento, pues no he sido de esos bailarines que tienen condiciones excepcionales, pero lo que he logrado no ha caído de la nada. Yo tuve magníficos maestros y vi mucho ballet, y eso me ayudó a ir escalando dentro de la compañía, pero fue una larga escalera: pasé por cuerpo de baile B, cuerpo de baile A, después corifeo, solista, primer solista, hasta arribar a mi actual categoría: bailarín principal y maître de ballet. Sin embargo, agradezco de corazón que haya sido de ese modo.

—En los últimos tiempos interpretas personajes de demi-carácter (Dr. Coppelius, Mamá Simone, madrasta de Cenicienta...), pero ¿llegaste a asumir roles en los que demostraste tu técnica, tus saltos...?

—He defendido ballets como Don Quijote, Coppelia, Muñecos... También bailé el pas de troi de El lago de los cisnes o los amigos de La bella durmiente del bosque, por ejemplo. Asumí no pocos ballets, lo cual permitió que pudiera convertirme en bailarín principal. Los personajes de demi-carácter aparecieron luego. Reconozco que inicialmente me negaba por un problema de complejo: no quería hacer de mujer. Después comprendí que ese es un papel como otro cualquiera —muy difícil de interpretar, por cierto. Aprendí con Alicia, con Adolfo Roval, Joaquín Banegas..., los maestros, la raíz. Ellos me enseñaron lo importante que es la escena, me explicaron, por ejemplo, cómo tenía que sentarme, si interpretaba a una mujer; o cómo caminar para reflejar más años, la forma en que debía maquillarme los ojos, la nariz... Hoy existen los videos y el DVD, pero en aquella época era como los indios: de boca en boca y de generación en generación. Por eso fue muy importante mirar a los otros.

«Para los más jóvenes ha sido terrible la pérdida de generaciones, porque eso ha conllevado a que no tengan un patrón bueno a la hora de enfrentar algunos personajes, a no ser el de Alicia; o en el caso de este tipo de roles, al primer bailarín Víctor Gilí, quien es muy buen actor —lo heredó de sus padres que eran magníficos. Pero en este arte es importante no solo ver ballet, sino abrirse a otras manifestaciones. El bailarín clásico ha cometido errores como encerrarse en su propia concha y no ver a Lizt Alfonso, a Eduardo Veitía, a Danza Contemporánea de Cuba, al Conjunto Folklórico Nacional, la ópera, el teatro, limitando su mirada y su formación cultural integral. Todo eso es válido para la formación de un verdadero artista.

«Es cierto que el trabajo es mucho, que uno está agotado y prefiere descansar, pero así te enquistas. El ballet es mi vida, pero existen también otras cosas que son importantes y que también me hacen muy feliz».

—Hoy eres maître pero, ¿cuándo comenzó la docencia?

—Como a los 20 o 21 años de estar en el BNC, en una época en que Alicia me nombró regiseur de la compañía. Aprendí a trabajar lo mismo con hombres que con mujeres y se lo agradezco mucho a Alicia y a Banegas, que en la Cátedra de Madrid me obligó a dar puntas, dúo clásico, pantomima. Satisface mucho cuando uno enseña y ve el fruto de su trabajo. No digo que no me hubiera gustado el aplauso, pero el profesor lo recibe cuando se lo tributan a sus alumnos.

—Tras 45 años dedicados al ballet, ¿esperas el nombramiento como primer bailarín?

—No. El ser humano tiene que saber dónde está su techo. La distancia que existe entre la fama y el ridículo es muy pequeña, una bobería. Siempre evité hacer el ridículo en escena, por respeto a mí y por respeto al público. Cuando me proponen algo superior a mis posibilidades digo que no, y no es que no me haya gustado interpretar al Don José de Carmen o al príncipe de Giselle, pero mi técnica dio hasta un lugar. Ah, ¿que puedo hacer otras cosas bien? Pues sí, pero siempre evitaré hacer una burla de un espectáculo.

—¿Has pensado en el retiro?

—Todavía hay algunos personajes que puedo interpretar y mientras el público lo asimile estaré en el escenario, y cuando no sea posible, ayudaré en todo lo que pueda ser útil. Fíjate que me refiero a estar en las tablas, porque de abandonar este mundo me moriría, ya me acostumbré a vivir con esta fantasía, con estos sueños, y prefiero morirme soñando por mí y por aquellos que aún le encuentran sentido a mi sueño.

Cuarenta y cinco años lleva Félix en el ballet.

Rodríguez como la Mamá Simone de La fille mal gardée.

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