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Cine francés en el Festival: Vivir, gente, vivir

Francisco Lombardi y el difícil arte de juzgar El festival hoy Acción Fotogramas del 30 Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano

Autor:

Rufo Caballero

Con calidad  y tonos distantes, Las aventuras amorosas del joven Molière, Canciones de amor y Lady Jane son las tres propuestas del cine galo en el 30 Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano

Uno quisiera romper el estereotipo y poder decir, es un ejemplo, que el cine francés no está particularmente bien representado en el Festival, etc., etc.; pero qué va, el cine francés no lo permite. En definitiva, todo estereotipo se hace de la reiteración, y la calidad de la cinematografía francesa ya es consabida. Una verdad repetida mil veces no se vuelve mentira, sino culto, veneración, y eso es lo que suscita cada año el cine galo. Por esta vez, acaban de debutar en la escena del Festival tres películas que tienen en común las soberbias actuaciones y, como principal diferencia, tonos distantes: Molière (exhibida aquí como Las aventuras amorosas del joven Molière) resulta una película agradable, hermosa, de esas que lo reconcilian a uno con la vida —si es que estaba roñoso—, de un modo semejante al cariño colectivo de la íntima Canciones de amor; mientras Lady Jane supone un trago amargo, atravesado en la garganta del espectador, por la sordidez límite del mundo que aborda. Las tres tienen un segundo elemento común: la calidad.

Las aventuras amorosas... aborda los años de misterio (1644-1658) en la vida del tremendo dramaturgo, cuando, luego de las vicisitudes financieras de su compañía Ilustre Teatro, se retira enigmáticamente a no se sabe dónde, hasta que reaparece en París, más de una década después. Algunos de sus coetáneos lo hacían en la cárcel, pero no. ¿Qué hizo Molière todo ese tiempo? Vivir. Vivir intensamente y punto, que nada es tan importante. Sí, señor, llenarse los pulmones de vivencias, para retornar al mundo y disponer de grandes cosas que contar, representar y compartir. Según el filme, todo ese tiempo Molière protagonizó una bellísima historia de amor, a la que debió renunciar por honor, por ética. Justo la intensidad de esa experiencia de amor y dolor le permite escribir y estrenar, un tiempo después, su gran Tartufo. La película dice que no hay arte verdadero que no se nutra salvajemente de la vida. Que el artista, más que nadie, tiene que vivir, porque solo de un mundo pleno de vivencias puede brotar la emoción genuina. Las aventuras amorosas... resulta una parábola brillante sobre el aporte cardinal de la vivencia al escritor, al artista, al hombre. Viva y olvídese de lo demás, que si usted es un artista, la obra maestra se escribirá sola, bajará como dictada por Dios, cuando en realidad depende de ese entregarse a la vida, a sus mil recovecos, a sus meandros, a sus sinuosidades maravillosas. Vivir, entre el amor y el dolor, y la escritura se alimentará como no podrá hacerlo de otros libros.

Si resulta radiante la idea, no menos esplende la manera de filmar Las aventuras amorosas... Película luminosa por los cuatro costados de la pantalla, que proyecta luz a su vez, y con la luz, color e inteligencia, Las aventuras... pasea una competente dirección de arte y una espléndida fotografía, que quisieran celebrar, y celebran, la alegría de vivir que anima al Molière enamorado de una preciosa dama, del buen teatro, del buen decir. La fotografía es la traducción exacta de los sentimientos del personaje, y esto es lo mejor que le puede suceder a un filme. La dirección de arte y la fotografía permanecen minuciosamente en función de la puesta en escena del realizador Laurent Tirard, grácil, suntuosa, refinada y picante como la anécdota que representa, si bien no demasiado imaginativa. A esa puesta contribuyen tres excepcionales interpretaciones: Fabrice Luchini vuelve a ofrecer un concierto histriónico, al colmar a su personaje de matices, allí donde pudo existir solo caricatura gruesa. Este Luchini es un actor que lo puede todo, en todos los tonos, en cada registro, en lo cómico sutil, en lo trágico profundo, en la farsa carnavalesca. Dígase actuación y se llama por su nombre propio a Fabrice Luchini. Pero Romain Duris no se queda atrás y se cubre de gloria en el Molière. Duris se percata de que tiene delante eso que perfectamente puede ser «el papel de la vida» en todo actor y lo aprovecha hasta la última escena. Se desdobla, echa mano a la pantomima, interioriza: ninguna emoción escapa al histrionismo múltiple de Romain Duris, quien se muda para el cielo con este filme. Entre ellos, no podía ser menos, una exuberante Laura Morante, que suda sensualidad, que le para de punta los pelos a cualquiera, y no se sabe bien si por lo sensual que resulta con todo y sus años o por su calidad de valiosa actriz, capaz de atravesar, igual, una enorme gama de matices afectivos. Los tres están de película, francamente, en un filme que no llega a ser una obra mayor por el carácter demasiado discursivo de su puesta (ingeniosa, que no genial) y por lo ordinario —en el sentido de lo común— de muchas soluciones dramáticas, lo mismo a nivel de la escritura que de la escenificación. Digamos, hay un momento en que el director se «despeina» y se le ocurre una manera audaz de rodar el fuego de los amantes, a punto de desencadenarse: los filma ante el espejo, cada uno ante el suyo, confrontando sus propios demonios. Eso está bien, pero ya lo dije: es un momento. El resto del tiempo hay corrección, una factura agradable y, eso sí, tres leones comiéndose la pantalla.

De izquierda a derecha, los protagonistas de la película Lady Jane: Gerard Meylan, Ariane Ascaride —esposa, además, del director Robert Guédiguian— y Jean-Pierre Darrousin. Felinos son, en buena lid, los protagonistas de Lady Jane, filme del maestro Robert Guédiguian. Mientras los Rolling Stones disfrutaban de su éxito con el famoso tema, tres amigos —de esos que escasamente se separan a lo largo de toda la vida— robaban y mataban al por mayor, para luego regalar las prendas, las pieles, las joyas, a los obreros del vecindario. Ellos eran tres asesinos por cuenta propia, ladrones simpáticos y buena gente —con quienes no llegaban a tener sus pistolas delante de las narices, queda claro. Como no hay mal que dure cien años, un buen día deciden dejar de joder a la humanidad y se separan, intentan rehacer sus vidas en otros registros menos bordes, vamos. Pero ya no es posible. No hay conteo regresivo, no hay vuelta atrás. ¿Por qué? Por la psicología, por los traumas, por el peso de la culpa y de la memoria. La venganza, la necesidad de vengarse en nombre de la ascendencia o la descendencia familiar (el padre o el hijo), el agudo trauma psicológico que se transfiere entre los personajes, son algunos de los temas que recorren esta película bestial, donde los actores no son tales sino fieras, donde abunda la densidad del drama —a veces, ciertamente, en un psicologismo de Bim Bom, o de Ping Pong—, y en la que sobra el proverbio final, que vuelve demasiado explícito lo latente y hermoso de la trama, a pesar del patetismo de la historia. La íntima Canciones de amor, de Christophe Honoré, muestra a un grupo de jóvenes que descubren la vida cuando descubren la sexualidad. Pero si de películas especiales se habla, si de interpretaciones sensibles se trata, si de una peculiar sensibilidad en la dirección estamos conversando, habría que carenar en la excepcional Canciones de amor, de Christophe Honoré. Lo primero significativo es el género: una especie de drama musical, en el que las canciones entran a la historia con impresionante delicadeza. Tal vez demasiado dulce en la exposición y afable con sus personajes, Canciones de amor llega a ser una muy notable película por la complejidad con que explora las relaciones interpersonales en un grupo de jóvenes que descubren la vida cuando descubren la sexualidad, intercambian parejas, se entregan a tríos y cuartetos sin importar la naturaleza sexual. Ellos necesitan amar, sentirse queridos, aquilatar la calidez de otro cuerpo, y lo prueban todo.

Hay indiscutible belleza en la naturalidad con que fluye la vida, sin el menor prejuicio, entre estos jóvenes que solo aspiran a reconocer un día la felicidad, traiga el nombre o el apellido que traiga. Uno de los personajes pregunta a otro: «¿Pero tú no dudas? ¿Tú no necesitas de nadie?», y justo ahí está la clave. Dichosos los que se levantan todos los días y tienen resuelta la complejidad que se abre ante los pasos de cualquier ser humano. Los más, se levantan cada día y se hacen nuevas preguntas, confesas o menos, en la certeza de que no otra cosa es la vida sino una duda perenne, la capacidad de mantener la sensibilidad alerta, en favor de todo aquello que pueda mejorar los días, llámese como se llame, encarne en el cuerpo que encarne.

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