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Elogio de la lucidez

Este ha sido un encuentro con una media cualitativa alta, donde las buenas películas, o las películas inquietantes, han marcado el paso. Y sobre todo, el prestigioso certamen ha recobrado su público

Autor:

Rufo Caballero

El gran problema de Leonera es la excesiva manipulación de las emociones. Uno de los realizadores más laureados en el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano es el argentino Carlos Sorín. Cosa difícil, porque los premios y los jurados son tan misteriosos y tan imprevisibles como para no coincidir demasiado año tras año. Sin embargo, Sorín es un artista de tal magnitud que concilia a tirios y troyanos. Con Sorín no hay remedio: diciembre tras diciembre se echa La Habana en un bolsillo, con la limpieza de sus emociones, con la aparente pequeñez de su grandeza interior y nada chillona, con su falta total de efectismos, con su sinceridad creativa.

La ventana, su filme más reciente, constituye una pequeña obra maestra, a la que no sobra ni falta un plano. Cuenta las emociones profundas de un escritor de 80 años, al norte de la Patagonia, el último día de su vida. Hay que ver la belleza y la sencillez compleja, hermosísima, nunca afectada, siempre honesta, con que Sorín registra las percepciones sutiles de su protagonista, sin concesiones sentimentales ni lagrimeo fuera de lugar. Con una sobriedad de aplaudir en cada plano. Hay que disfrutar la emoción intensa y austera con que el anciano se reencuentra con el paisaje de su hacienda, el último día de su vida. El paisaje es luminoso, amarillo, bellísimo, pero no importa afuera sino al interior de los personajes: el paisaje adopta una estricta funcionalidad dramática y retrata la recuperación de la memoria, la confianza en la belleza, la plenitud de un hombre que se despide del mundo en la certeza de que ha sabido vivir de admirar su entorno.

La película destaca por su riqueza antropológica al dibujar los caracteres de esos sujetos que viven al borde del mundo, en una geografía de la expansión y el aislamiento. Los jóvenes son solidarios, tiernos, y no por ello tediosos o estáticos. Los personajes resultan un prodigio de caracterización, plenos de matices. Por ejemplo, si la Claudia, compañera del hijo, sorprende por su ruidosa tendencia a la caricatura —la machacona insistencia en rescatar la cobertura, para la comunicación de su móvil—, al final se echará sobre el viejo y lo besará con una ternura impresionante. Ni corto ni perezoso, Sorín ralentiza esa actitud de Claudia, en tanto sabe que el gesto basta para desactivar el esquematismo del personaje, que ha sido, hasta ese minuto, una trampa: en el fondo hay mucho más.

Llamativo cartel de Ceguera. La actuación de Antonio Larreta en el Antonio, el anciano que se retira, es despampanante: suma interiorización, ningún subrayado, donde posa la mirada posa el sentimiento, donde disminuye la voz coloca una tristeza profunda que no aspira jamás al aquelarre. Ahora, que los dos Antonios (personaje y actor) sepan lo que es la vida, y cuánto entraña la auténtica belleza, resulta comprensible: son ambos hermosos ancianos; pero que lo sepa igual Carlos Sorín, con 20 años menos, sí que supone un hallazgo. Una suerte para Latinoamérica que existan cineastas como Sorín, sobrios, sabios, enternecedoramente inteligentes.

No puedo decir lo mismo —y lo lamento— sobre otro filme argentino, Leonera, de Pablo Trapero, realizador que acusa una asombrosa involución en este, su último trabajo. Lo que no quiere decir que Leonera esté mal rodada o carezca de valores, en absoluto. Su final, por ejemplo, resulta espléndido: en medio de tantos cierres desesperanzados, escépticos, fatalistas, en los cauces de nuestro cine, fascina la solución del conflicto, según la cual Julia consigue burlar el orden social vigente —más bien un desorden. La dirección de arte es maravillosa, por la creatividad con que caracteriza los espacios de la cárcel. Martina Gusmán y Rodrigo Santoro tienen interpretaciones sobresalientes en la Julia y el Ramiro, por razones distintas: ella por la creatividad con que matiza la evolución de su personaje, que transita por los más dispares registros; él por la profundidad de emociones y la contundencia de su proyección.

Pero, ya que hablamos de emociones, aquí mismo aparece el gran problema de Leonera: la excesiva manipulación de las emociones del espectador, sometiéndolo a continuas situaciones límites, como para que le tomen lástima a los personajes de la madre y el niño. La realización está demasiado del lado de los personajes, falta un mínimo de distancia racional a la hora de exponer las situaciones, y la manipulación sentimental llega a ser poco sutil.

Llama la atención que un realizador como Trapero, responsable de películas mayores como Mundo Grúa o Familia rodante, excelentes filmes —entre otras cosas— por la contención en el manejo de las emociones, se permita este impertinente sostenido de manipulación de los afectos que no hace sino simplificar el conflicto y las posibles reacciones de los espectadores. Leonera tiene aspiraciones de Nuevo cine, pero su tratamiento es de telenovela carcelaria, extenuante y simplista, francamente. Ya sé que todo en esta vida es manipulación: un discurso, un cortejo amoroso, una película, una crítica; solo que hay manipulaciones y manipulaciones, y la de Leonera ni con mucho es de las mejores.

Al tremendismo renuncia la película chilena La buena vida, de Andrés Wood, cineasta que se ha refinado muchísimo en los últimos tiempos. Dramatúrgicamente hablando, La buena vida participa de esa tipología —con toda probabilidad, la más recurrente en las historias de cine que se escriben en los 2000— según la cual un coro de personajes presuntamente inconexos cohabitan, sin sospecharlo, la misma ciudad, pero, con el desarrollo dramático, sus destinos comenzarán a rozarse. Piensen en El callejón de los milagros, Amores perros, Ciudades oscuras, el Cobrador de Paul Leduc (me acabo de percatar de que todas son mexicanas), o incluso el interesante experimento de Walter Salles en Línea de pase (solo que aquí la breve comunidad de los personajes hace parte de la misma familia), y advertiremos la recurrencia de este tipo de escritura acerca de una coralidad fracturada, quebrada, que se recompone a nivel de las emociones sumergidas.

Solidez y madurez son las palabras que se precisan para aludir el mundo dramático que teje Wood con maestría, todo sea dicho. Los personajes son robustos, hermosos, ni buenos ni malos, ni rosados ni mezquinos, de una humanidad compleja, total. No hay efectismo en su caracterización ni en la naturaleza de las acciones: lo que hay es conocimiento del ser humano, en profundidad, sin golpes bajos. Todos los personajes están fajados por igual para que les toque un trozo de felicidad, un pedazo al menos, y se juegan cada día, en tamaña empresa, la piel, las emociones, sus posesiones físicas. Mario, el músico, resulta extraordinario en su sencillez, en la fijeza de su sueño en cuanto a entrar en la Filarmónica, en la fidelidad al amor que ha dejado atrás, en la hondura de su mirada. Edmundo, el peluquero, desea comprarse un auto, por sobre todas las cosas, pero no por ello se volverá tan ruin como para no devolver lo que no le pertenece. Teresa, la psicóloga devenida sexóloga, anhela arreglar la vida de los demás, pero tiene la suya hecha mierda, y su familia no la ayuda demasiado. El comienzo y el cierre del filme son de una finura máxima: en el lugar de la felicidad con que una madre muestra unas flores a su niño, queda una naturaleza muerta. Sin acento alguno; con la dignidad propia del gran arte.

Los personajes de la película chilena La buena vida son robustos, hermosos. La buena vida no es solo una buena película: es una película mayor, que alcanza a comprender cuanto sucede al cruzarse las siluetas de la gente en la ciudad profunda, que no tiene que ser, necesariamente, Santiago de Chile.

Una ciudad fantasmal, agobiada por una blancura que mata, ocupa al brasileño Fernando Meirelles en Ceguera, película inspirada en la novela de José Saramago Elogio de la ceguera. Titánico era el reto que tenía ante sí Meirelles: convertir en una historia visual mínimamente congruente y verosímil algo que en el magistral relato de Saramago no es sino una metáfora. La ceguera es una metáfora dramática sobre la involución de la humanidad, en tiempos de salvajismo neocolonizador y de hegemonías fascistoides amparadas en el manto hipócrita de la mundialización.

Meirelles sale airoso porque comprende, hasta los tuétanos, la estrategia de Saramago y sabe condensar la parábola: el claustro y la segregación son el pretexto para desplegar en el tiempo de la historia una brutal regresión en el tiempo de la Historia, y sucede que los abandonados personajes empiezan a vivir experiencias propias del feudalismo, de la esclavitud, etc. En esto se ha convertido el mundo: en una vuelta a las cavernas —parecen decirnos Saramago y Meirelles. Esa regresión salvaje es la ceguera, la dudosa blancura.

Con una brillante dirección de arte, que alcanza a precisar el deterioro progresivo de esa ciudad cualquiera en el mundo de hoy (amargura y suciedad del objeto que expresan el dolor y la extorsión entre los sujetos contemporáneos), actuaciones colosales de Julianne Moore, Gael García Bernal, Danny Glover y los no-estrellas, ciertos problemas en la focalización narrativa (no resulta orgánico el tránsito de la omnisciencia a la primera persona) y un segmento final algo torpe, que deja la impresión de que la película no sabe cómo ni cuándo concluir, el saldo es, sin embargo, muy positivo, sobre todo en relación con el desafío gigante que tenía Meirelles ante sí.

Y nos faltaría referirnos a la conmovedora densidad psicológica de la también brasileña Tropa de élite o a la calidad del guión y de la dirección de actores en la cubana El cuerno de la abundancia... Este ha sido un Festival con una media cualitativa alta, no exento de irregularidades, pero donde las buenas películas, o las películas inquietantes, han marcado el paso. Y sobre todo, el prestigioso certamen ha recobrado su público: en tres oportunidades, me quedé sin poder entrar al cine —cerrado por capacidad—, y aunque me indigné en los primeros segundos, me fui luego sonriendo, feliz.

Ahora solo falta que los corales no parezcan tan antojadizos como en ciertas ocasiones, pero, bien vistos, los premios no son jamás lo importante, al lado de la enorme confrontación cultural, estética, humana, favorecida por el Festival.

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