Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Se estrenará próximamente en cines cubanos la película Mamma mía

Autor:

Rufo Caballero

Dirigida por Phyllida Lloyd, esta comedia musical retoma el legado pop del grupo ABBA y cuenta con la actuación excepcional de Meryl Streep, la reina del cine mundial

El otro día pasaron por la televisión un recital de Roberto Carlos y me enterneció ver a mi madre recordando sus años mozos, y hasta yo mismo tarareé alguna melodía. Mi madre evocaba aquellos tiempos prodigiosos en que la canción de consumo no era agresiva, o por lo menos no tan agresiva. La canción de consumo era más bien cándida, si la comparamos con los arrebatos emocionales de hoy, donde todo el mundo se tira de los pelos, se habla de chantajes emocionales, te vas a acordar de mí porque yo soy el que soy, etc.

La verdad que lo anterior suena también un poco decadente, por aquello de que solo la vejez debe considerar que todo tiempo pasado fue mejor, pero nadie dudará de la cierta cordura que mediaba en las canciones de Camilo Sesto (aunque en este caso se vomitaba azúcar), Emmanuel (apacibilidad no era lo que faltaba a aquel «quiero dormir cansado« o no-sé-qué-cosa-«con olor a hierba»), los Boney M (estos, un poquito más despabilados), Bee Gees, o, vengan los reyes, el cuarteto sueco ABBA.

Ah, qué tiempos aquellos de «Chiquitica dime por qué...» y tonterías similares pero que, igual, hacían la vida más llevadera. Al menos quien esto escribe no tiene nada en contra de la industria cultural. No milito precisamente en ese bando de críticos que, como dice Umberto Eco, confiesan escuchar tan solo a Mozart y a Debussy, para luego en la ducha interpretar la melodía de turno en los altavoces de la ciudad. No, señor: Que florezcan todas las flores.

Unos meses atrás llegaron no pocos cables que daban fe del estrepitoso éxito de una comedia musical que, contra todos los pronósticos, recirculaba el legado pop de ABBA, ese que parecía oro en las emisiones del programa Nocturno dedicadas a los tembas. No se escatimaban elogios a la película, pero sobre todo no se reprimía un solo adjetivo a propósito de la señora Meryl Streep, reina del cine mundial hoy día, que no se detiene un segundo y sigue acumulando éxitos como si de frutas se tratase.

En Mamma mía, filme dirigido por Phyllida Lloyd, basado en el exitoso musical de teatro que ya antes se ocupara de la saga melódica de marca ABBA, se arreglan las dulces y hermosas consonancias del mítico cuarteto, hasta el punto en que, con un poco de más sobriedad y de menos melcocha al paso del tiempo, no resulten hoy demasiado sosas. Lucen añejas, glamorosas, pero no irrecuperables del todo. Eso está bien. Y se sumergen las deliciosas tonadillas en la ligera historia de Donna (Streep) y Sophie, su hija (Amanda Slyfried), a punto de casarse.

Esta comedia musical de regusto posmoderno —en su acepción menos seria, todo sea confesado—, de abierta tendencia al reprise y la explotación emocional de la añoranza por el clamor de los años idos, echa mano a una de las figuras recurrentes en el género: lo conflictivo de la identidad paterna, como garantía de la cadena de enredos y el sostenimiento de la hilaridad sobre una cuerda ligera que no da más; tan ligera que si le suma una cancioncita más, por ahí mismo se quiebra. Donna regenta una suerte de hotel muy discreto en lo económico, otra peligrosa atracción hacia la palabra quiebra. Allí ha criado a su hija, la que, a punto de casarse, descubre el diario de juventud de la madre y se percata de que el padre —hasta hoy un ente misterioso, de identidad dudosa, al menos irreconocible— puede tener, como mínimo, tres rostros. La chica se arroga el derecho de invitar a los tres candidatos a su fiesta de boda, y a partir de ese punto todo lo demás ya se lo imaginan ustedes. No descuenten —¡qué pasa!— el episodio exótico con un hombre negro, en la playa, para que, en trusa, se vea lo único que se supone tiene: músculos.

La película es, ciertamente, tan discreta como el hotel de Donna. Una comedia musical necesita que algo salte, además de la destreza de los personajes, y aquí la única que salta es Meryl Streep (evidenciando, para comenzar el concierto, un perfecto estado físico, que le permitiría asaltar un banco). Por ejemplo, el coro de personajes que irrumpe de súbito en las coreografías —ligeras, muy pop, efectivas, como diseñadas por el mismísimo Tony Menéndez— aparece nomás cuando hace falta para acompañar a los protagonistas en el baile. El espectador menos dormilón se pregunta todo el tiempo: ¿Pero dónde están esos personajes que nada más aparecen a propósito de las coreografías? Bueno, ya saben, una isla es una isla, y mucho más una isla griega: deben estar bañándose en la playa, no sé; pero al menos al centro de la historia no aparecen, ni siquiera pasando por detrás. Ah, qué maravilla: todo es posible en este tipo de confitería.

La película de Phyllida no es exactamente fallida. El filme no está exento, para nada, de salidas ingeniosas, como esa de que uno de los candidatos (interpretado por el magnífico Colin Firth) se pase de «hetero» a «homo» como si tal cosa; no está exento, en absoluto, de gracia, de situaciones que salpican la vocación de lo agradable, y la verdad es que se pasa un buen rato con la estética de la nostalgia por los ABBA.

Ahora, ni los ABBA, con su garra melosa, ni la historia que a fuerza de superflua llega a parecer densa, ni los buenos actores, ni las extraordinarias actrices que secundan a Meryl Streep consiguen verse o sentirse demasiado en pantalla. Porque con Meryl Streep sucede que si usted quiere brillar, múdese urgente para otro planeta, que este ya está copado. El único gran valor de la comedia reside en la comprobación, again, acerca de por qué la Streep está considerada la mejor actriz del mundo hoy día, aunque competencia no es lo que le falta.

En esta película, Meryl Streep salta, literalmente, y casi más que Annette Delgado o que Rómel Frómeta, baila, canta (no demasiado mal, para nada), actúa en todos los registros que imaginarse un humano pueda: de la comicidad más carnavalesca a la interiorización dramática más emocionada. Nadie trabaja la emoción como ella; nadie la domina como ella. Hay que verla en el acantilado, a centímetros del mar, entonando El ganador se lo lleva todo. Hay que verla, hay que oírla, hay que disfrutarla. Eso es actuar y lo demás son aproximaciones, gente. Lo que podía resultar ridículo (a sus años, comenzar a entonar una cancioncita en medio de la historia dramática) es trocado, por su organicidad y su profundidad, en sublime. De hecho tiene delante a Pierce Brosnan y este, el pobre, no sabe qué hacer, dónde meterse. ¡Lo entiendo tanto! Si yo hubiera estado en su lugar, me hubiera escondido detrás de una roca, para no hacer el ridículo, aunque me descontaran cinco millones del pago final. No queda nada para nadie; ni para los ABBA, ni para nadie.

En solo días, abriendo el año, podrán disfrutar, en nuestros cines, de esta nueva lección magistral de Meryl Streep. Después no me reclamen. Lo advertí a tiempo: La ganadora se lo lleva todo.

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