Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El largo viaje desde la cartilla

Autor:

Juventud Rebelde

Mi más remota relación con los libros tiene visos de auto de fe. Se produjo en vísperas del éxodo familiar, cuando nos trasladamos de la Perla del Sur a esta villa de San Cristóbal, siguiendo la ruta habitual de la migración interna.

Yo veía que los muebles se apilaban en un camión y todos los objetos de la casa eran echados en grandes cajas de madera, pero cuando le llegó el turno a los libros —unos grandes, oscuros, inaccesibles para mí— se los regalaron a un vecino filomático que después resultó ser, redivivo en la memoria, el escritor Alcides Iznaga, pero que en ese momento era solo el hermano de mi maestra Hortensia, la que me enseñó el Cristo Abecé. De hecho, mi primer libro fue aquella cartilla que, en vez de comenzar con la A, comenzaba con una gran cruz.

Bueno, el caso es que al ver que los libros no subían al camión de la mudanza empecé a llorar y a pedir, sin venir al caso, que mis cuatro muñecas fueran conmigo en el ómnibus en que vendríamos a lo que me sonaba como Labana. Tanto me tranquilizaron que llegué a imaginarlas —y eso lo recuerdo vividamente— sentadas una al lado de la otra, en el último asiento de la guagua, el más largo. Pero, como no fue así, solo cuando vi que las desenvolvían ya en la casa de la calle Concordia, primer hito habanero, tuve la certeza de que no habían corrido la misma suerte que los libros, aunque nunca se me ocurrió pensar para qué los Iznaga hubieran querido aquellas muñecas tan maltratadas por mi amor infantil.

De todas formas, nos acompañó en el viaje un diccionario, Vélez de Aragón, como de cinco pulgadas de grosor, que mi abuelo había comprado en uno de sus viajes a España —mucho antes del desbarajuste económico, claro— en cuya primera hoja se leía en tinta morada: Oviedo, 1907. Hasta hace poco, daba tumbos en mis libreros, por lealtad de la memoria más que por otra razón, pues su mérito mayor era el de contener los datos hasta del último villorrio hispano. Y también vino lo que sería mi iniciación en el arte poético. ¡Las rimas de Bécquer!, caro ejemplar que mi tía trajo consigo, y en el que algún día yo iba a descubrir la dedicatoria de un amigo de la familia que ella, discretamente, había velado con un papelito superpuesto. Sin duda ese libro se salvó por razones extraliterarias pero creo que nunca Bécquer fue mejor servido.

Ya en Labana, nombre que tomaría su verdadera fisonomía cuando aprendí a leer del todo, no puedo decir que tuviera acceso a las bellas ediciones infantiles. Pero, felizmente, en el ten cent, vendían libritos de la Editorial Bruguera que costaban unos centavos y en las farmacias regalaban una revista llamada Cubamena, que publicaba un cuento para niños en cada entrega y en cuyas páginas se produjo lo que después descubrí que había sido mi primer contacto con Oscar Wilde. Seguramente el editor no era muy ducho en establecer los géneros y El príncipe feliz le pareció más cerca de Blancanieves que de la prosa poética del inglés. No sé cuánto esfuerzo me costó leer aquello a los seis años, pero lo que sí sé es que jamás olvidé la anécdota. Y encontrarla, ya debidamente ubicada en un libro azul de la Colección Austral, muchos años después, fue como recuperar un afecto extraviado.

Por suerte, mi biblioteca infantil fue ampliándose... con versiones de Walt Disney. Esas eran las que yo prefería por sus ilustraciones, pues no podía menos que comparar el Pinocho larguísimo y descoyuntado de un Collodi legítimo que me regalaron, con el gracioso muñequito de la colección Pequeñas grandes obras que, además, incluía al Pato Donald y al Ratón Miquito.

Tal vez con esas lecturas corrí el riesgo de ser una niña «colonizadita» como diría Carlos Luis de la Tejera, pero lo cierto es que de Cienfuegos también vinieron dos volúmenes que me he permitido canonizar. No sé si cayeron por descuido en el cajón de los cacharros de cocina o de la ropa de cama, pero a La Habana llegaron los textos de lectura de segundo y tercer grados de Don Carlos de la Torre y Huerta. Uno de ellos lo conservo pues fui su devota lectora aun cuando los que di «oficialmente» en el colegio eran de otros autores, que por cierto, no dejaron huella. Ninguno iguala, al menos para mí, el inspirado hálito que el insigne malacólogo insufló a sus textos escolares. Aún me resulta válido, por encima de todo malabar retórico, un poemita que define la Patria como el lugar «donde todas las cosas nos hablan con voz que hasta el fondo penetra del alma». Aprehendida y aprendida —me gustaba memorizar— a los seis o siete años, esa definición aún me parece exacta. Otro poema del libro habla del café «que es lo primero que brindan los cubanos», y fue reproducido por Jorge Ángel Pérez en su paseante Cándido. Juro que verlo allí resultó una alegría tan grande como el reencuentro con el Príncipe feliz.

La obligada etapa de las novelitas rosa estuvo liderada por el español Pérez y Pérez —todavía no se usaba Corín Tellado. Y ya después, asomarme a la Preceptiva fue abrir el grifo y convertir en ruta habitual la Calle Obispo, reino de las librerías, incluyendo las «de viejo», donde proliferaban novelas de la Editorial Diana, de México, o de la chilena Zig-Zag, que no perdían el empaque de su encuadernación ni aunque las polillas las convirtieran en coladores.

Para entonces, entre las lecturas obligadas de los clásicos, intercalaba los autores del momento, así podía leer a Calderón a renglón seguido de Francoise Sagan, y los rusos, con preferencia expresa de Gogol, daban paso a Curzio Malaparte, de la misma forma en que Fausto y Pearl Buck se intercalaban entre Hamlet y Jorge Isaacs, sin excluir a Maugham y a Lajos Zilahy, dos campeones del best seller de los 50, como también lo fueron Virgil Gheorghiu con La hora veinticinco y Van der Mersh con Cuerpos y almas.

Posteriormente, en la Escuela de Periodismo conocí a María Villar Buceta, que era su bibliotecaria, y es curioso que siendo tan notable poeta e intelectual, no me abriera ninguna perspectiva en materia de lecturas. Porque, en esa época, yo también estudiaba en San Alejandro y el tiempo se nos iba hablando de templos y bajorrelieves. Me bastaba enunciar un tema que debía desarrollar en Historia del Arte, para que me dijera, «ven dentro de un rato». Cuando iba, tenía sobre la mesa una montaña de libros que había localizado mientras yo asistía a una clase. Creo que eso me ayudó a ganar el primer premio de mi vida, justo en Historia del Arte, en un trabajo sobre el islámico español, que me sirvió de base andando el tiempo para comprender mejor todo lo que en Granada me dejaba sin habla, incapaz de creer que eso —Granada— me estuviera ocurriendo a mí.

Comencé a escribir como a los 11 años. Primero, abordé temas infantiles ejemplarizantes, después una Cenicienta versificada, a lo Darío, más tarde una novela de misterio por entregas... Hasta que un día escribí un cuento. Y desde entonces no he parado.

Pero el principio de todo fue la lectura, aunque disparatada, fervorosa.

Recuerdo haber leído siempre. Cuando estudiaba, cuando trabajaba, durante las vacaciones en la playa, en otros países, en el portal, en la cama, mientras los vasodilatadores iban haciendo mermar mis ataques de asma, que eran feroces, hasta que se inventó la cortisona, un medicamento de doble filo que siempre me ha mantenido bajo la amenaza de morir joven.

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