Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Una actriz en busca de su personaje

El monólogo La cuarta Lucía es una propuesta con logros parciales, capaz de entablar un interesante juego con géneros y ritmos musicales que interactúan con el acontecer dramático

Autor:

Osvaldo Cano

Como para reafirmar que el monólogo es una alternativa en consonancia con los tiempos que corren, llegó a escena La cuarta Lucía. La puesta de Eduardo Eimil —quien junto con Maikel Chávez se encargó de la concepción del texto— resulta la más reciente producción de Teatro Pálpito. El montaje, que tiene como pilar a la joven y talentosa Beatriz Viñas, aparece en medio del inquietante bamboleo de la economía mundial, cosa esta que —sabiamente y no por casualidad— coincide con la paulatina recuperación del género en nuestro país.

La cuarta Lucía sigue la pauta de Las penas saben nadar (Abelardo Estorino-Adria Santana), Monólogo para un café-teatro (Carlos Francos-Nieves Riovalles) o Las penas que a mí me matan (Albio Paz-Miriam Muñoz); textos y espectáculos donde los avatares de una actriz que pugna por abrirse paso hasta el estrellato deviene eje del relato. Como en sus antecesoras aquí la trama es matizada por el juego intertextual que ahora se verifica en relación con Réquiem por Yarini (Carlos Felipe), Las tres hermanas (Antón Chejov), Aire frío (Virgilio Piñera) y, muy en particular, con el emblemático filme Lucía, de Humberto Solás.

Escrito especialmente para Beatriz Viñas, el monólogo acopia chispazos y detalles aportados por varias actrices, junto a confesiones de la protagonista, pasando por la imitación de una de sus condiscípulas. Sin embargo, un texto que se fraguó pensando en una intérprete con sus características debió tener mucho más en cuenta la amplitud de su tesitura; de modo tal que entre sus presupuestos estuviera explotar al máximo tanto su vis cómica como su temperamento dramático. Dicho de otro modo: la trama se queda en los tonos medios, no apuesta con insistencia por llegar a clímax extremos, enfatizar los contrastes o exigirle al límite dado sus reales potencialidades. A esto se suma el hecho de que, en ocasiones, la acción se estanca en buena medida debido a su insistencia en lo anecdótico y a la reiteración de tópicos que se tornan previsibles.

Eduardo Eimil es uno de los directores teatrales más constantes y laboriosos de su generación. A sus esfuerzos se deben montajes como Actrices, Baile sin máscaras o Cómo ser Amanda Paloma. Llama la atención su interés por nuclearse con jóvenes creadores en aras de hallar una vía para expresar preocupaciones, anhelos o lenguajes comunes. Esa es, precisamente, una de las principales motivaciones que vertebran su propuesta.

En La cuarta Lucía Eduardo Eimil opta nuevamente por la escena desnuda y la utilización de escasos elementos de utilería. Una vez más recurre a la proyección de fragmentos de audiovisuales los cuales nos proveen de una suerte de dossier de la actriz que busca desesperadamente el personaje de su vida, así como las razones de los directores que la rechazan. Pese a la agilización y modernización que este recurso aporta en términos de lenguaje, lo cierto es que pudo haberlo aprovechado mucho más intercalándolo, provocando así un diálogo capaz de aportar nuevos ángulos o puntos de vista sobre las reales posibilidades de la aspirante a «estrella» y no limitarse a ubicarlo al inicio y el final. También se aprecian pausas innecesarias —que no deben confundirse con los silencios dramáticos encaminados a intensificar las tensiones— y que se producen a causa de que algunos de los engarces entre las escenas o fragmentos de la trama no están resueltos con la debida agilidad.

Eimil realiza una labor de dirección correcta, hay dignidad en su montaje, pero no brillo. Cuando digo esto no me refiero únicamente a la «carpintería» teatral —que, dicho sea de paso, está bastante bien resuelta—, sino que tomo muy en cuenta la capacidad de impacto de este monólogo, lo cual guarda estrecha relación con lo apuntado con anterioridad sobre el texto y, de un modo determinante, con la faena de la actriz, quien en esta ocasión no fue suficientemente exigida.

Con todo y lo acotado en torno a su desempeño, es preciso señalar que Beatriz Viñas tiene momentos intensos en los que da muestras inequívocas de contención y creencia. Ejemplo de ello es el pasaje donde recuerda, con sinceridad y transparencia, la tierna naturaleza de su amor por Tilo, como también aquel en que singulariza con fuerza e histrionismo a las protagonistas de Las tres hermanas, al tiempo que hace gala de su buena voz, baila..., a pesar de lo cual no debemos olvidar que en La cuarta Lucía Viñas encarna —en lo que resulta un punto de coincidencia entre la ficción y la realidad— a una actriz que sale en busca del personaje de su vida, y en honor a la verdad a esa criatura no la ha encontrado aún. Digo esto porque la he calibrado desde su incipiente incursión en las aulas hasta sus buenos momentos sobre las tablas, porque tengo cifradas muchas esperanzas en su talento y en su capacidad para entregarse y entregarnos creaciones memorables que superen lo obtenido aquí. Su labor si bien es cierto que posee un nivel de calidad aceptable, e incluso a veces bueno, no está a la altura de lo que como intérprete es capaz de alcanzar.

A pesar de sus deslices La cuarta Lucía es una propuesta con logros parciales, capaz de entablar un interesante juego con géneros y ritmos musicales que consiguen interactuar con el acontecer dramático y dialoga con franqueza con varios de los contratiempos que debe afrontar una novel actriz que batalla por su plena realización. Esto, por extensión, es también la cotidiana contienda de muchos jóvenes profesionales de estos tiempos.

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