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El destino siempre conduce a Irak

El filme estadounidense El camino del destino reafirma una vez más que para Estados Unidos, la libertad tiene un raro y amargo sabor a petróleo

Autor:

Rufo Caballero

De izquierda a derecha: el estelar Tim Robbins, Michael Peña y Rachel McAdams. Ciclos. Este comentario podría titularse Ciclos. Si hay una historia frecuentada por el ciclo, es la de los Estados Unidos. El país que se encontró Obama y la enorme empresa que tiene delante el nuevo presidente: levantar una nación de la ruina económica y social, se parecen mucho, en realidad, al panorama que halló Franklin Delano Roosevelt cuando, en los años 30, debió paliar la Gran Depresión supuesta por el derrumbe financiero del 29. Como lo fuera cada gesto de Roosevelt, cada paso de Obama es examinado con lupa: ¿puede un demócrata, con sus buenas intenciones (si las damos por tales), contravenir las bases de una nación construida sobre el empeño de la hegemonía que implica la exclusión?

En marzo de 1947, cuando se proclama de forma oficial la Doctrina Truman, se leía en la letra que «la política de los Estados Unidos tiene que ser apoyar a los pueblos libres que se resisten a ser subyugados por minorías armadas o por presiones exteriores». Para tal fecha, se avistaba la conveniencia del petróleo que curiosamente permanecía muy cerca de esos pueblos «subyugados» o «presionados». Para Estados Unidos, la libertad tiene un raro, amargo sabor a petróleo. Una política de «exportación de la libertad» como pantalla cínica para el expansionismo imperialista y la nivelación de la moneda; una política sellada en los 40 pero que resuena aún, tristemente, en nuestros oídos, como excusa ante no pocas agresiones de los últimos años.

En el cine estadounidense igualmente se observan ciclos que gustan de la ambivalencia, de la ambigüedad como parapeto. Desde aquellas c que puerilmente intentaban levantar la autoestima nacional, hasta el rictus sardónico de Forrest Gump (Idiota, te necesitamos; tú puedes dar la mano al Presidente), el cine de ese país gusta de salpicar la fábula con matices o gotas críticas, de distancia, cuando en el fondo de las significaciones se trata de afincar una política y una ética que en muy poco distan de los designios de la Casa Blanca. La apariencia de escepticismo y decepción suele ser el recurso idóneo para sostener, consciente o subconscientemente, un estado de cosas. La ambigüedad es la licencia estética para la ambivalencia del mundo ético.

Acaba de despedirse de las salas de estreno el filme The Lucky Ones, que pasó aquí como El camino del destino. Una película del año pasado, dirigida por Neil Burger, con la interpretación del estelar Tim Robbins, secundado por Rachel McAdams y Michael Peña. El filme transcurre como un road movie: un viaje por carretera sirve de pretexto al acercamiento emocional de tres soldados estadounidenses involucrados en la guerra de Iraq. Ellos vuelven a su país, de licencia, por un mes; tiempo que han de aprovechar para replantearse sus vidas, el sentido de la guerra, su lugar en su mundo inmediato y, en general, en el mundo. La película hace parte de ese tipo de cine sobre la guerra, donde esta «no se ve» pero se siente: sus estragos se proyectan en pronombres, en consecuencias físicas y afectivas, en atributos letales, en pavorosas marcas sobre el cuerpo.

Los personajes están destrozados por todas partes: la muchacha ha quedado coja; el personaje de Michael Peña ha quedado impotente, por una detonación peligrosamente próxima a su sexo. El soldado que interpreta Robbins padece serias dolencias óseas y musculares. Sin embargo, cuando pisan tierra estadounidense por 30 días, comprobarán que si están hechos polvo por fuera, por dentro los espera una hecatombe mayor. Nada funciona. Todas las familias son disfuncionales; los tres se descubren descolocados, nadie les espera, y si les esperan, es para pedirles plata. El personaje de Robbins se encuentra, a más de una esposa desmemoriada y demasiado entusiasta con el plan quiero-vivir-mi-vida, un hijo que le exige plata para entrar en una universidad de caché. El soldado de Robbins piensa volver a alistarse con tal de conceder esa plata a su hijo. El asumido por Peña es capaz de confesarse partícipe en un supuesto robo a mano armada y así pasar el tiempo en la cárcel, antes que volver a la guerra. Tampoco tiene otro lugar desde donde escabullirse.

Los tres viajan por carretera a no se sabe dónde, a la deriva, hasta que comienzan a sospechar que no tienen consigo sino a ellos mismos; esto es, la fragilidad de una amistad súbita, debida más a las circunstancias que a razones de fondo.

Hasta aquí se trataría de una película seria, interesante. El filme comienza a declinar por su escritura y su realización misma. Las peripecias son antojos en función de las necesidades dramáticas del guión: digamos, si se necesita decir que a pesar de todo el desamor, el personaje de Peña recobrará al menos sus erecciones, el guión y la puesta se permiten una ridícula escenita donde sobreviene una tormenta (enfatizada por la posproducción con el peor gusto del mundo), la pareja se interna en un canal próximo, para resguardarse y, ah, se rozan, hasta que ella descubre que cuanto él tiene entre las piernas no es propiamente plastilina.

La película no está demasiado bien actuada, salvo en el caso de Tim Robbins, roble sobre el que descansa lo mejor del filme: sólido y sobrio, profundo y nada alardoso, intenso sin subrayados, este cuarentón es un ejemplo de buen actor fuera de las luces de neón. Todo lo contrario cabe decir de Michael Peña, alguien que hizo muy bien lo suyo en Crash, pero que aquí evidencia ser un actor demostrativo, de esos que colocan caritas de situación a la menor oportunidad. De Rachel McAdams lo que puede decirse es que cojear le cuesta bastante menos trabajo que un par de auténticas lágrimas. A todo esto se suma una deficiente edición, la que deja morir en pantalla el curso de la escena y, más que eso, la emoción de cada plano, al sostener a los actores bastante más segundos de los debidos. Siendo así, cuando el filme está bordeando su final, padece una fatiga importante, a punto de naufragar. Pero no naufraga: despega.

Y no porque se recupere artísticamente —cosa improbable ya— sino porque los tres chicos, descolocados y todo, vuelven a reunirse ante el llamado de la nación, retornan a las tropas, vuelven a la guerra como el primero. Al reencontrarse, sus rostros están felices: por volver a verse (medio que se han enamorado, faltaba más) y, caramba, por la satisfacción del deber cumplido. Es cierto que existe todavía una posibilidad de lectura crítica: parten a la guerra porque no tienen otra opción; porque su propio país está decididamente peor. Sin embargo, cuando los segundos finales se solazan sobre la imagen heroizante del avión que remonta vuelo hacia la hazaña de Iraq, la película pareciera cerrar la parábola del triunfalismo y el patrioterismo gringo: el mundo está que arde, los Estados Unidos no son una excepción; pero, por encima de todo, los soldados no han extraviado del todo su sentido de la responsabilidad y de la pertenencia, y regresan a una guerra que les espera en el nombre victorioso de la nación. Todos los caminos conducen a Iraq; que es decir, a la casa simbólica del cumplimiento del rol histórico.

Cuando uno ve cosas como estas, amparadas por el manto piadoso de la democracia quimérica, se sorprende prefiriendo aquellas comedias agridulces de Frank Capra. Cierto que eran más ingenuas; pero no es mentira tampoco que eran menos embusteras.

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