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Cuba fue para mí como una catapulta

El argentino Luis Maria Pescetti, reconocido humorista infantil, dialoga con Juventud Rebelde sobre su obra y relación con Cuba

Autor:

Kaloian Santos Cabrera

En tiempos donde parece casi inevitable para nuestros niños —y para todos— el asedio de realidades virtuales, un planeta circunscrito a la pantalla de una computadora, cerebros minimizados a un celular y desalmados que ya comienzan a deambular, aparecen «raros» como el argentino Luis María Pescetti.

Él, junto a su compañera Magdalena Fleitas, creadora del Centro Cultural Risas de la Tierra, una singular institución consagrada al aprendizaje artístico de infantes de uno a tres años por medio de juegos y canciones, descendieron guitarra en mano en una de las últimas estaciones de La Guarandinga, una peña rodante de música y juegos infantiles que comandan la trovadora Rita del Prado y el dúo Karma.

Músico-terapeuta, pedagogo, compositor y cantante, Pescetti es sobre todo un excelente humorista infantil, aunque es capaz de seducir a públicos de cualquier edad. Su obra se esparce mediante discos, cancioneros, libros, programas de radio y de televisión, o por espectáculos que brinda en sus andares por diversas geografías.

Hace mucho tiempo recorre lugares de Latinoamérica y cuentan que siempre termina por echarse en un bolsillo a los chicos. No importa que sean oriundos de tierras aztecas, habitantes del gran Buenos Aires, pequeños gauchos de una pobre escuelita pública al norte de Argentina o cubanitos como los que colmaron La Guarandinga.

Este argentino ha confesado que el humor es su primera forma de viajar. «Me permite tomar distancia de las cosas y ver todo de una manera distinta. La mirada se transforma, se extiende… Tanto desplazamiento da una perspectiva panorámica», declara en una entrevista publicada en el importante diario argentino Página 12 el también premio Casa de las Américas 1997 con su novela El ciudadano de mis zapatos.

Dedicarse al humor y exponerse ante el público infantil, quizá el más sincero y difícil para cualquier artista, puede resultar algo complicado. Sin embargo este mundo parece conquistado por Pescetti.

«El humor infantil es bastante universal», me comenta Luis tras terminar su actuación en La Guarandinga. «Es un mundo regido por constantes prohibiciones como “esto no se hace” o “esto sí se hace”. Lo difícil es hacer humor del bueno, jugar con esas situaciones y que los chicos te entiendan», explica mientras suda a chorros golpeado por nuestro verano.

En la entrevista antes mencionada Pescetti alerta sobre «un fenómeno de “adultización” de los chicos, que se asemeja a una “adulteración”, porque se les vuelve adultos “en el microondas”, se les adultera. Pero en los chicos sigue presente la misma ingenuidad, solo que hay que llegarles de una manera que no sea ingenua».

Y, según nuestra charla, uno de los buenos caminos puede ser cultivar entre ellos valores de identidad.

«Cuando encuentras un lenguaje identitario con fines culturales, con elementos propios de tu país, es de las cosas más sanas que puedes legarle a un niño. Ellos agradecen mucho cuando los haces reír, bailar, disfrutar con sus signos de identidad.

«Es erróneo pensar que para encontrar el rumbo del mundo tienes que trasladarte a otra cultura. Está bien cuando adoptas ritmos y cosas de otros países y culturas, pero nunca puedes perder la tuya. Y eso, afortunadamente, se respira en La Guarandinga y en muchos lugares de Cuba».

Antes de cantar en la peña, a modo de presentación, les dijo a los presentes: «Cuba fue para mí como una catapulta». En efecto, son muchos los años y sentimientos que atan a este artista a nuestro país. La experiencia él mismo la relata en la introducción a Canciones para el bolsillo, un amplio repertorio de temas «ligados a la infancia, a lo juglaresco, pícaras o ingenuas, para cantar en grupo».

Resulta que hace muchos años Pescetti vino a nuestro país a un congreso de educación. Para entonces era maestro de música de una escuela primaria y, a su vez, comenzaba a deambular por pequeños escenarios. Su primera actuación en La Habana fue en una salita medio vacía.

«Éramos tan pocos que aquello no se parecía a un show (luego aprendí que esa es la situación ideal para crear, ser espontáneo y probar nuevas cosas). Así invité a gente del público a que se subiera al escenario e hicimos los juegos que enseñaba en el congreso, que eran los mismos que hacía con mis alumnos de las escuelas primarias de Buenos Aires. Nos divertimos un montón.

«Cuando, sobre el final del viaje, actué en la sede de Teatro Estudio (una sala para unas 350 personas), no dudé en recurrir a los juegos, pues no había llevado un show preparado, solo iba a participar de aquel congreso. Me sorprendió que la gente se riera tanto y aceptaran realizar aquellos juegos infantiles, de campamentos».

La segunda vez que desembarcó en La Habana vino como invitado del Festival Internacional de Humor para actuar en el Cine Teatro Acapulco, con capacidad para 1 350 personas, pero además la madriguera por excelencia del humor cubano en los años 80 y el lugar donde surgió el festival Aquelarre, el cual reunía a grupos antológicos del género como Nos y Otros, y Salamanca.

«El show debía ser más largo aun y yo no estaba preparado en lo absoluto para todo eso. No tenía otro material que mis canciones y mis juegos de la escuela, más un poco de experiencia en cafés concert. O sea que eso fue lo que hice. Ahí recuerdo que por primera vez me di cuenta que había juegos musicales que podían ser utilizados en un espectáculo, y que iban más allá de un momento de animación. Entonces decidí incorporarlos».

En lo adelante nunca más se desprendió del público criollo. Aun hoy, después de tanto tiempo, le llama la atención cómo nuestros niños pescan el mensaje al vuelo, cómo captan enseguida el chiste y ríen con muchas ganas. «Y eso —dice con orgullo— resulta siempre conmovedor».

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