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Una patada a la mala suerte

El XIII Festival de Teatro de La Habana ha descorrido el telón con una programación variada que incluye espectáculos emblemáticos producidos por nuestros creadores durante el último lustro, junto a una amplísima muestra internacional, capaz de movilizar a un público amplio y diverso

Autor:

Osvaldo Cano

Como para echar por tierra toda índole de supersticiones, el XIII Festival de Teatro de La Habana ha descorrido el telón en un ambiente intenso y festivo, capaz de movilizar a un público amplio y diverso. Coloquios, exposiciones, talleres, la entrega del título de Doctor Honoris Causa al prominente dramaturgo y director Abelardo Estorino; y muy en especial una programación variada que incluye espectáculos emblemáticos producidos por nuestros creadores durante el último lustro, junto a una amplísima muestra internacional, conforman el atractivo principal de un evento que promete estar a la altura de los 50 años del arte escénico en la Revolución.

En el umbral del encuentro descolló el más reciente estreno de Buendía. En esta ocasión, Flora Lauten, líder del colectivo capitalino, escogió un texto de Friedrich Durrenmatt, dramaturgo habitualmente focalizado dentro de lo que ha dado en llamarse teatro de la crueldad. Como resulta habitual en las producciones de este grupo, La visita de la vieja dama es el producto de un acucioso proceso de investigación que ha desembocado en la versión que Raquel Carrió y Flora Lauten nos ofrecen.

Durrenmatt concibe el relato como una suerte de comedia cruel e irónica, que convida a la reflexión aguda y cómplice. Clara Zajanin, la protagonista, constituye la suprema esperanza de un pueblo en bancarrota. Ella también es hija de Gula, pero varias décadas atrás sus coterráneos la desterraron injustamente. El motivo de su regreso es la venganza, y la ayuda que ofrece está condicionada por el cumplimiento de su propósito. Los gulenses acceden a propiciar el sacrificio de su alcalde, deslumbrados por el espejismo de un mundo desconocido y hasta entonces inalcanzable. Dicho de otro modo, los moradores de esta ciudad simbólica son capaces de vender su primogenitura por un plato de lentejas.

La puesta es de una limpieza aleccionadora. Sobre el escenario desnudo los actores laboran casi siempre en un tono alto e intenso, acorde con la ansiedad que provoca el estado vigente de cosas. Ellos son el centro de un espectáculo que recurre a la estructura que tipifica a la comedia musical, solo que ahora el aire ligero que suele acompañar al género está ausente. La versión de Buendía es proclive a la reflexión y el autoreconocimiento. La melancolía, el desgarramiento o la desilusión, devienen sentimientos que recorren la propuesta. La música ejecutada casi siempre en vivo por Jomary Hechavarría, Vidal Ricardo Labarca y Dania Aguerreberrez, y la amplia gama de canciones contribuye decisivamente a enfatizar ese aliento entre nostálgico e ilusorio.

El elenco, liderado por Ivanesa Cabrera, realiza una faena interpretativa de muy buen nivel. Cabrera e Indira Valdés llevan la carga del entramado musical y lo hacen con afinación y garra. Intensidad y mesura son constantes en el trabajo de ambas intérpretes, quienes son certeramente secundadas por Alejandro Alfonso, Sandor Menéndez, Carlos Cruz, Leandro Sen y Dania Aguerreberrez.

Medea de barro

Medea, la heroína mítica convertida en filicida debido al genio de Eurípides, es el punto de partida de la puesta con que concurre D’Morón Teatro. El conjunto avileño, que encabeza Orlando Concepción, trajo hasta los parques y plazas de la ciudad capital su Medea de barro, montaje que combina la humildad del légamo con la altura trágica. Recurriendo a lo coreográfico, combinando la recreación plástica de la fábula con un amplio despliegue coreográfico donde hieratismo y estilización se dan la mano, Concepción consigue un buen momento no solo dentro del Festival sino dentro del contexto del teatro callejero cubano. Un amplio despliegue de actores que son manejados con pericia y la muy bien pensada utilización del espacio, se cuentan también entre los méritos de una propuesta que tiene su talón de Aquiles en un discurso musical ajeno y hasta discordante respecto tanto a la exposición visual como a la naturaleza del acontecer.

Tal y como se esperaba, desde el umbral mismo, la XIII edición del Festival de Teatro de La Habana le ha dado una patada a la mala suerte, recordando esa especie de conjuro al que apelan los actores en vísperas de la primera función. Entre los principales testigos de este contundente puntapié se cuenta un público numeroso y ávido que abarrota día a día las diferentes salas habilitadas para el evento.

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