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Un Caracol de todos los mundos

La sala Caracol de la UNEAC reabre a partir de este noviembre con propuestas cinematográficas que distinguen narrativas múltiples de países como Suecia, Dinamarca, Canadá, Rusia, Perú y Gran Bretaña

Autor:

Rufo Caballero

También las instituciones cubanas atraviesan ciclos, vaivenes, tempestades y calmas productivas. La sala Caracol, de la UNEAC, no es una excepción. Allí ha habido de todo: desde el rigor según el cual se pudieron conocer algunos de los títulos determinantes del cine contemporáneo, los principales autores, etc., hasta la pacotilla presta a deslumbrar con lo más reciente de Angelina Jolie o de George Clooney. Con el tiempo ha ido quedando atrás aquel odioso eslogan de «la primera en estrenar», que exhibía un orgullo pueril, como si el conocimiento del cine fuera una carrera de caballos a ver qué o quién llega primero.

Con el clima de exigencia cultural depositado en la UNEAC por artistas e intelectuales como Miguel Barnet, Senel Paz, Omar Valiño o Rudy Mora, ha vuelto a la sala Caracol la voluntad de compartir con los miembros de la Unión, y no solo con ellos, un cine que exprese del mejor modo, con calado en la mirada, la diversidad cultural del mundo. Quienes siguen apostando a Hollywood como ábrete sésamo de la estética fílmica —es simpático el eslogan de que el cine comienza en la H y termina en la D; más bien hoy habría que decir que termina en la H y renace después de la D— son adoradores ingenuos. Cinco o seis buenas películas al año se recortan sobre un horizonte de mediocridad, de formulitas recicladas, que cada vez recurren más, de forma desesperada, a los recursos de expresión provenientes del cine independiente y a las versiones sobre los éxitos del cine europeo. Hoy Hollywood parece más una industria de chorizos que de películas. Cada día el espectador sigue menos los filmes por las estrellas (las estrellas son volátiles; dependen más del glamour que de la calidad histriónica, hecha la excepción de la radiante veterana Meryl Streep).

En ese entorno, el espectador se proyecta ávido de conocer diversas narrativas, distintos modos de encarar el mundo, de concebir el relato. El espectador está necesitado de narrativas múltiples, que huyan de una sola lógica y de una sola filosofía sobre el mundo.

A juzgar por las primeras semanas de esta nueva etapa en la Caracol, los programadores de la sala parecen comprender la pertinencia de esa demanda. Comulgan en la cartelera filmes de Suecia, Dinamarca, Canadá, Rusia, Perú, Gran Bretaña, etc. Se dispone de una competente y amplia paleta de estéticas, de poéticas, de visiones sobre el mundo, de dramaturgias posibles. De todos modos, percibo algunas leves recurrencias, nada despreciables: cierto acento hacia el vigor actual, indiscutible, del cine nórdico; y una tendencia a afincar el gusto por el cine de género (básicamente el maridaje de fantástico, terror y gótico) desde una perspectiva de autor, desmontándose, de esa manera, la añeja y fastidiosa antinomia cine de género/cine de autor.

En ese contexto sobresale la bellísima película sueca Déjame entrar, de Tomas Alfredson, donde una trama de asesinatos propinados por serial killers y vampiros hubiera conducido a los gringos a un aquelarre rocambolesco y fatuo. Aquí sucede todo lo contrario: con una belleza y una sobriedad raigalmente nórdicas —detrás de todo estereotipo hay algo más profundo, recuérdese—, el filme va centrando su argumento en una preciosa historia de amor entre dos niños, leve y hermosamente atravesada por el descubrimiento de la sexualidad. Déjame entrar es una película que te deja con la lengua afuera, pero no por el sobresalto de los crímenes, sino por la belleza sabia, contenida, de esa relación finísima entre el niño y una pequeña vampira que en realidad constituye una metáfora. Anoten este título: Déjame entrar, y no se lo pierdan por nada de esta vida ni de la otra.

Pero si quieren abrir la boca de otro modo, en este caso para reírse a carcajadas, vayan por La sustituta, comedia danesa de Ole Bornedal, en la que una extraterrestre llega a nuestro planeta como profesora de unos chicos a los cuales les lee la mente y les hace más de una trastada. Según este ingenioso relato, no es que los seres ajenos a la Tierra sean necesariamente desmadrados, a la usanza tendenciosa de Hollywood, sino que ellos, los pobres, no conocen el amor. Por debajo de todas las peripecias exaltadas de La sustituta, subyace un sustrato transparente: Terrícolas, si tenemos el privilegio del amor, caramba, usémoslo más a menudo. Esta comedia demuestra que aun en los ejercicios de género más «relajantes», el cine europeo se preocupa por una perspectiva del espíritu, por un mundo de valores, fuera de la chochera de Hollywood acerca de que todos somos felices, por supuesto, gracias al sueño americano.

Entretanto, La teta asustada, de la peruana Claudia Llosa, suda un profundo respeto por su cultura, por los dialectos que conforman el abolengo histórico peruano. Película austera, precisa, dirigida con la puntualidad con que se aceita un mecanismo de orfebrería, auténtica a rabiar, cuenta la historia de una muchacha que recibe la herencia de inhibición debida a los días del terrorismo en Perú, cuya debacle social y espiritual pasa a la sangre y los genes de los peruanos que siguieron en el tiempo a esa etapa infausta (se contagian al mamar de «tetas asustadas», toda una enfermedad alegórica). Salvo por la innecesaria declinación de unas escenas simbólicas fallidas y de dudoso gusto —el final, o el acento en el tema de las perlas, por ejemplos—, convence La teta asustada, el segundo empeño cinematográfico de la Llosa, bastante más significativo que su ópera prima. Una película que se debe ver.

Pero si de invitaciones se trata, imagino que nadie se pierda Acuéstate conmigo, filme canadiense, que regresa sobre un tema carísimo a la cinematografía de ese país: la libertad sexual y la comunicación que implica el erotismo, el tránsito de la mera y gozosa sexualidad a las complicaciones maravillosas del amor. El prisma existencial con que el audiovisual canadiense enfoca el erotismo, patente en títulos como La decadencia del imperio americano y Amor y restos humanos, de Dennys Arcand; París, Francia, de Jerry Cicoritti, Cuando la noche cae, de Patricia Rozema —lo mismo en cine que en telefilmes—, vuelve a hallar un ejemplar rico, expresivo, fascinante, en Acuéstate conmigo, una película sin muchas complejidades de expresión, pero con sinceridad escalofriante a la hora de mostrar el deseo y el diálogo erótico. Hacía años que yo no veía un filme tan genuinamente erótico, tan embriagador.

Leila es una muchacha que —contraria a la sádica de AntiCristo, la que se corta el clítoris— pone su clítoris en condición de antena que la conecte con el mundo, de una forma placentera, comunicativa, dadora. Ella cree que todo empieza y termina en un pene, y, por consiguiente, en el poder de atraerlo. Lleva a su casa a los chicos, les dice: A ver, tío, cómo te explico que quiero acostarme contigo; así que ve bajándote los pantalones. Leila es una descomplicada, una repartidora, una chica Cupet, abierta las 24 horas (Charanga Habanera dixit). Desde luego, aparece un día la horma de sus zapatos. ¿Cómo enfrentará Leila el desafío del amor? ¿Acaso no era amor, comunicación, cuanto perseguía Leila tras los penes? Acuéstate conmigo pareciera decirnos que no es el erotismo la utopía, sino la pornografía. Difícilmente sobrevive la pornografía, porque al hacer el amor, la gente se toca, se comunica, se encariña, y surge, con la comunicación, el peligro del amor. Un peligro dulce y bueno. El sexo sin amor termina traicionando. Una traición provechosa.

Y estas son apenas unas muestras (faltarían elocuentes títulos de los maestros Ken Loach y Nikita Mijalkov) de todo el cine diverso, plural, expuesto a la vida sin orejeras, que presenta la sala Caracol en su nueva etapa, no precisamente desvelada por el hit fílmico de última hora que han lanzado Brad Pitt o Tom Cruise. Antes de cada película, se exhibe un corto de la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños; institución que, al proclamarse como «De todos los mundos», afinca esa necesidad de la diversidad cultural como el aire, como los alimentos, como la vida misma que aspiramos transitar sin normativas estrechas y sin coerciones estéticas que pretendan ofrecer una única mirada posible sobre un mundo tan multifónico.

La Caracol regresa lenta, pero aplastante. Sin tanto ruido y mejores nueces. La casa que arrastra consigo es el universo de lo disímil, de lo que escapa a las dictaduras de unas culturas sobre otras. Una casa hospitalaria, invitante, abierta a todos los habaneros desde este noviembre; experiencia que deberían reciclar, a sus modos, las sedes de la UNEAC en otras provincias del país. Se acabó el abuso, caballeros; ¡está bueno ya de una sola interpretación sobre la vida! El mundo es demasiado ancho para que quepa un solo cine.

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