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Duendes y anomalías del Festival de Cine Latinoamericano

La película brasileña Hotel Atlántico, de la consagrada Suzana Amaral, y la argentina La invención de la carne, de Santiago Loza, desafían la percepción y las expectativas del espectador común, y provocaron remolinos y protestas en el público

Autor:

Joel del Río

Si hay dos películas sorprendentes, desconcertantes y un tanto inauditas en este Festival, por lo menos dentro de la competencia, son la brasileña Hotel Atlántico, de la consagrada Suzana Amaral, y la argentina La invención de la carne, de Santiago Loza. Ambas desafían la percepción y las expectativas del espectador común, y provocaron remolinos y protestas entre un público que, al parecer, espera que todas las películas jueguen la carta de la transparencia narrativa, el golpe de efecto dramático, las actuaciones naturalistas y los diálogos cincelados y pertinentes. O que tengan la acción trepidante de Ciudad de Dios y Amores perros, y la exactitud tonal o el equilibrio de Juan José Campanella en El secreto de sus ojos y El hijo de la novia. Pero ocurre que las vidas reales de todos nosotros están colmadas de tiempos muertos y silencios, redundancias y circunloquios. ¿Por qué no puede haber películas con un transcurrir similar a los acontecimientos de nuestras existencias que, por suerte, no siempre fluyen por los cauces preestablecidos de la comedia, el melodrama o el thriller?

Autora de apenas tres películas en casi 25 años, Suzana Amaral (La hora de la estrella, Una vida en secreto, y ahora Hotel Atlántico) presenta en los primeros momentos a un actor desempleado que emprende un viaje cuyas motivaciones jamás se esclarecen, un viaje colmado de episodios dramáticos, risueños, incluso trágicos, pero que no representa, como la mayoría de las road movies, iniciación ni crecimiento espiritual ni búsqueda de valores ni escapatoria a la cotidianidad. Amaral ha realizado una antiroad movie que colinda con el surrealismo, o cuando menos con el onirismo típico de las películas «soñadas» o pesadillescas, en la cuerda de un David Lynch o de Profesión: reportero y After Hours. Por supuesto que hay episodios mucho mejor conseguidos que otros, pero el final, con el cuestionamiento tácito de todo lo que hemos visto, y la aclaración de que estamos ante la más pura y redomada invención, la Amaral suministra un golpe impactante de cine y coloca al espectador en posición de autocuestionar su vulnerabilidad para creer e identificarse con las historias y personajes que presenta el cine.

Atmósferas mucho más enrarecidas, en un devenir parsimonioso de anécdota sutil, y asfixiantes primerísimos planos presenta La invención de la carne, el tipo de película que los críticos tendríamos la tentación de llamar poética, o simbólica, si no estuvieran tan gastados tales términos por una retórica que suele atribuírselos a películas lentas, herméticas o mal contadas. Un estudiante de Medicina y una mujer que entrega su cuerpo a las prácticas médicas, dos errantes y obsesivos a quienes solo vincula cierto extraño sentido de la piedad y la genética necesidad de afecto, se unen para escapar a los bordes de sus propias catástrofes espirituales. Aparte de que la cámara exhibe bellamente los más mínimos gestos y miradas de ambos rostros, este es también un filme abierto, de comunión con la naturaleza, con muy pocos diálogos. Es una experiencia sensorial donde se radicaliza la propuesta del director-guionista Santiago Loza para que el público busque y encuentre sus respuestas, imagine un acontecer dramático, suponga los móviles y se abandone a otro tipo de suspense, más abstracto, y a una puesta en escena que aúna languidez y elipsis, ensueño y subjetividad desbordada. Una película minuciosamente hermosa donde las haya, casi abstracta a ratos, de esas que la mayoría de los jurados suele ignorar, y la minoría del público admirar cual perla de extraña belleza.

En términos más festivaleros y competitivos, entraron en pantalla, con toda la artillería desplegada, la chilena La Nana —un ejercicio de recobro de la memoria afectiva que brilla por el tono espontáneo, el muy apreciable sentido de conmiseración con el personaje titular, y la actuación prodigiosa de Catalina Saavedra— y la uruguaya Gigante, ópera prima que casi todo el mundo califica al unísono de película bonita, suerte de comedia sentimental detallista, antiglamorosa, que inspira simpatía instantánea por su protagonista, el redomado loser asido a la claustrofobia que le impone la vigilancia del supermercado, y la rutina de una existencia bastante apagada. Momentos de antología, de gran cine, contienen ambas películas, que deberían ser tomadas en cuenta en el reparto de los principales Corales.

Y cumplo con el reporte crítico, breve, para Juventud Rebelde y salgo corriendo a ver recomendaciones calurosas de gente en cuyo criterio confío: las brasileñas de exuberantes títulos Viajo porque necesito, vuelvo porque te amo y Los famosos y los duendes de la noche, la boliviana Zona Sur y la argentina Francia. El reto está en alcanzarlas todas, y en proponer después una opinión que se aparte del despropósito posible cuando se aprecia tanto en tan poco tiempo. Ya veremos.

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