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Manelyn Rodríguez González: hija ilustre de Camagüey

Manelyn tiene el privilegio de ser fundadora del Ballet de Camagüey y de contribuir en la consolidación de la compañía junto a grandes maestros del ballet cubano como Joaquín Vanegas y Fernando Alonso

Autor:

Raúl Alejandro del Pino Salfrán

El 1ro. de diciembre es un día inmortal para la cultura agramontina. En esa fecha una de las instituciones vanguardia de la danza cubana celebra su aniversario desde hace ya 42 años. Se trata del Ballet de Camagüey, compañía clásica que deslumbra con su arte en cada presentación. Aquella noche de invierno de 1967, Vicentina de la Torre no solo hizo realidad su sueño, sino el de todo un pueblo, hijo de una larga tradición en las tablas.

Manelyn Rodríguez González tuvo el privilegio de formar parte de ese grupo de jóvenes que provocó ovaciones en el Teatro Principal, en aquella función inaugural, protagonizada por un prestigioso elenco, y más tarde ayudó a consolidar la compañía junto a grandes maestros del ballet cubano como Joaquín Vanegas y Fernando Alonso.

—¿Siempre deseó ser bailarina?

—Cuando uno es un niño no sabe lo que quiere ser. En mi caso, tenía una vecinita que estaba en una escuela de ballet particular y nos enseñaba en la acera los ejercicios. Después salió una convocatoria en el periódico y mi abuela me llevó a hacer las pruebas. Me escogieron y empecé a estudiar ballet. Eso fue en el año 1962, tenía diez años.

«Empecé en la Escuela de Ballet, que estaba en frente de la Clínica Dental de Pino Tres, en la calle Cisneros. Vicentina de la Torre fue mi primera maestra. Luego pasamos a donde estaba la Sociedad Española, en la misma calle. En el piso de abajo los viejitos jugaban dominó y arriba recibíamos las clases.

«Debido al ruido que hacíamos con las botas cuando tomábamos las lecciones de Carácter, nos trasladamos para la antigua academia privada de Vicentina antes del triunfo de la Revolución. Finalmente se fundó la Escuela de Arte que actualmente lleva su nombre porque en ese tiempo la Vocacional de Arte no existía.

«En la escuela se impartía ballet, música y artes plásticas, no había teatro todavía. La escolaridad debía hacerla allí también, pero como estaba un año por encima de la mayoría hice el preuniversitario en otro lugar. Las clases de ballet terminaban como a la una de la tarde y empezaba el pre media hora después. Eso me provocaba un sueño muy grande porque no me daba tiempo, tenía que salir casi corriendo del teatro. Me quedaba dormida pues el ejercicio me cansaba mucho. Tan es así, que ponché Matemática, que era en el primer turno.

«En mi quinto año de ballet, se hizo un movimiento con las muchachas más adelantadas y se creó el Ballet de Camagüey. En ese momento me gradué, era el año 1967. Como era menor de edad —tenía 15 años—, mi mamá asistió a la reunión que dio Vicentina anunciando la creación de la compañía. Le dijo que yo era una de las escogidas, pero debía autorizarme porque debía dejar mi vida como estudiante y convertirme en trabajadora. Inmediatamente mi mamá se viró y me dijo: “¿usted qué va a hacer?”. Y ya ves».

—¿Qué recuerda de aquella función inaugural?

—El programa incluía Las Sílfides, el pas de trois del primer acto de El lago de los cisnes, y La fille mal gardeé. En este último me sucedió un evento muy gracioso, pues esa coreografía incluía siete parejas de cuerpo de baile y teníamos solo dos muchachos, así que las más altas tuvimos que bailar de varón. Claro, en Las Sílfides sí bailé como mujer.

—¿Estuvo nerviosa ese día?

—El bailarín que no se ponga nervioso en el momento en que va a salir a bailar, no es bailarín. Es algo inherente a todo artista. Nunca he hablado con una persona que no se impresione en ese momento. Incluso puedes concentrarte, prepararte y saber bien lo que vas a hacer, pero los nervios siempre permanecen latentes. Cuando estás en escena es distinto pues te encuentras en el ambiente, en tu papel..., pero esa primera impresión, inevitablemente, da nervios.

—¿Cómo fueron los primeros años en el Ballet?

—Comenzamos las funciones, a salir mucho a los municipios, a viajar en las famosas guarandingas, que eran unos camiones que en la cama les situaban la parte de atrás de una guagua. En esos transportes íbamos a todos los lugares: campamentos cañeros, del EJT... Bailamos muchísimo en esa época, porque cuando se es joven no importa nada.

—Junto a su carrera de bailarina, desempeñó otras funciones en la compañía. ¿Cómo sucedió eso?

—En el año 1970 Joaquín Vanegas sustituyó a Vicentina de la Torre en la dirección. Antes de venir para Camagüey se desempeñaba como Reggiseur del Ballet Nacional de Cuba y fue él quien le dio el toque profesional al Ballet de Camagüey, es decir, quien organizó el equipo que trabajaba detrás de una función, porque estábamos acostumbrados a que Vicentina lo hiciera todo sola. A mí me dio la responsabilidad de Regisseur y de Ensayadora. Eso lo hacía sin evaluación artística aún.

«Cuando Joaquín se marchó nuevamente para La Habana, en septiembre de 1973, la Dirección Provincial de Cultura me nombró directora debido a mi categoría de Regisseur. En ese momento dejé de bailar porque con ese cargo no podía desempeñarme como bailarina también, pues para bailar se necesita tiempo, entrenamiento y mucha dedicación.

«La llegada de Fernando Alonso como director, en 1975, se convirtió en una oportunidad para mí como bailarina, porque quería experimentar y aprender de todas esas clases que impartía. Pero me pidió que siguiera con el cargo de Regisseur. Volví a bailar en 1976, en la Isla de la Juventud, donde se lastimó una muchacha en una función de La fille mal gardeé y Fernando me pidió que la sustituyera. Después me agarré de esa situación para seguir bailando. Cuatro años después me evaluaron de corifea y ensayadora. Bailé bajo la dirección de Fernando hasta el año 1981, cuando salí embarazada y dejé la vida de bailarina para dedicarme a impartir clases».

—¿En qué consiste su labor de ensayadora?

—Trabajo sobre lo montado, sobre la coreografía. Ahora se utilizan los videos y se hace un poco más fácil, pero en la época en que comencé todo se hacía a pura memoria y, por suerte, siempre tuve mucha memoria visual, principalmente de movimiento. Casi siempre he tenido la responsabilidad de ensayar los grandes clásicos, sobre todo el cuerpo de baile. Lo demás era ensayar lo que otros coreógrafos habían montado, limpiar la coreografía, acomodarla, emparejarla, tratar de que saliera técnicamente bien.

—¿Qué me puede comentar sobre sus colaboraciones en el extranjero?

—Mi primera colaboración fue en Colombia, en 1980. Me enviaron, junto a mi esposo, al Instituto Colombiano de Ballet, donde se iba a aplicar la metodología de la Escuela Cubana. Fue la primera vez que enseñé a niños, una labor totalmente distinta a la que desempeñaba en la compañía. Analizamos mucho cómo íbamos a explicarle a esas criaturitas los pasos, porque, aunque era el mismo idioma, la terminología del ballet es en francés. Debíamos comunicarle al niño, en una imagen accesible a su edad, cómo debía efectuar los movimientos. Nos costó mucho trabajo, pero resultó una experiencia maravillosa.

«A partir de ese momento me encanté con la enseñanza de niños, sobre todo cuando se inician, en el primer año. Ese instante en que entran con las caritas asustadas y luego, con el tiempo, se van estirando hasta parecer unos principitos, es muy bonito. Me gusta ver y sentir la transformación, cómo abren sus piernecitas y caminan más derechos. Esa metamorfosis es hermosa. Educar niños se disfruta mucho porque en nuestras manos está la base de lo que puedan lograr después».

—¿Posee alguna otra pasión además del ballet?

—Si tuviera muchos libros olvidaría el ballet..., aunque solo por un momento. Cuando estoy frente a un libro que me gusta me da una ansiedad irresistible, pues me sumerjo en él de tal forma que me olvido de todo, nada más quisiera leer. «Disfruto, además, estar en mi casa, mantenerla limpia y cuidar mis plantas. Me encanta asistir a una buena obra de teatro. Me gusta escuchar música clásica, música tranquila que tenga un mensaje siempre. Me maravillo con el dúo Buena Fe, sus letras son muy lindas. No me gusta el reguetón».

—¿Algo de lo cual enorgullecerse?

—Mi mayor satisfacción ha sido trabajar con personas que le han aportado tanto al ballet. Es el caso de Vicentina de la Torre, que sin recursos, y sola, batalló hasta sacarnos adelante e hizo su Ballet de Camagüey. ¡Eso sí es un ejemplo de disciplina, constancia, esfuerzo y trabajo! También me enorgullezco mucho de haber trabajado con Joaquín Vanegas, quien me enseñó la parte profesional de mi carrera; y con Fernando Alonso, del cual tuve la suerte de recibir sus clases, sus ensayos y aprender todo lo posible.

«Creo que puedo contar como un logro haber ayudado a formar a distintas generaciones de bailarines. El Ballet de Camagüey se caracteriza por su juventud. Siempre están ingresando jóvenes, por lo que sus primeros pasos profesionales los dan aquí, y al hacerlo pasan por mis manos también.

«También ser Hija Ilustre de la Ciudad de Camagüey es el resultado de la experiencia de haber compartido y aprendido de tantas personas en el Ballet de Camagüey. Es el premio que recibí en nombre de todos aquellos que colaboraron conmigo a lo largo de mi carrera».

—Si pudiera nacer otra vez...

—No volvería a ser bailarina, porque quisiera experimentar y realizarme en otras profesiones. Eso sí, siempre rodeada de belleza, de momentos agradables y bellos, como lo ha sido el bailar. Creo que eso lo voy a arrastrar en muchas reencarnaciones, porque así es mi personalidad».

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