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Invictus concierta desiguales victorias

El filme, un acercamiento a la biografía de Nelson Mandela, exalta el poder curativo del perdón y la necesidad de reconciliación para emprender el progreso de cualquier nación

Autor:

Joel del Río

Clasificada por muchos entre las mejores películas norteamericanas del año, Invictus (2009) se acerca a la biografía de Nelson Mandela a partir del momento en que la liga nacional de rugby, heredada del apartheid, se ve obligada a defender la multirracialidad de la nueva Sudáfrica.

A medias entre el drama biográfico solemne y el drama deportivo también ennoblecedor, se trata de una de esas producciones que quiere ser, en cada secuencia, inspiradora y modélica, sobre todo en cuanto a dos temas: el poder curativo del perdón y la necesidad de reconciliación para emprender el progreso de cualquier nación.

Protagonizado por Morgan Freeman y Matt Damon, el filme concierta las tenacidades del biopic ejemplar con la emotividad inherente al drama sobre deportes, y en ambos cauces construye la imagen de dos héroes —uno político y el otro deportivo— capaces de sobrellevar la derrota y atravesar una serie de pruebas, hasta culminar, invariablemente, en un partido decisivo y culminante, que exalte los valores de los deportistas, y en este caso también del líder político, y de sus capacidades para crecerse por encima de toda adversidad o pronóstico negativo.

Predecible y esquemática por los cuatro costados de la historia que cuenta, máxime si el espectador está enterado de las interioridades y desenlaces que acompañaron la historia real, o si pudo acceder al best seller de John Carlin, El factor humano, en el cual se inspira el guión, Invictus suministra convenientes dosis de espectacularidad, entretenimiento y de los ¿imprescindibles? clichés que han pulsado centenares de películas donde los protagonistas lo apuestan todo a una victoria deportiva.

En ninguna secuencia olvida el director (nada menos que el neoclásico y academicista Clint Eastwood) que los tres superobjetivos de la obra consisten en presentarle al espectador una lección de historia sobre las cualidades inherentes a un líder de excepción, apuesta calurosa contra el racismo y a favor de la comprensión, y también retrato de los primeros días de un gobierno que significó la esperanza de igualdad y mejoría para más de 42 millones de sudafricanos.

Relevo indiscutible de los directores que construyeron el Hollywood clásico, influido por los oestes de John Ford, la convicción de los valores humanos que comunica el cine de Frank Capra, y la narración tensa y envolvente de Alfred Hitchcock, Clint Eastwood nos entrega, además de un filme biográfico-deportivo, un melodrama políticamente cargado, emotivo y grandilocuente, regreso de su autor al tema antirracista tratado en Gran Torino, que descansa buena parte de su eficacia en el conveniente dominio de las claves genéricas y en la absoluta convicción de sus dos protagonistas: Freeman parece haber nacido para interpretar al Mandela legendario, casi mítico, y Damon es el capitán del equipo de rugby, en una actuación muy física, contenida, densa e imprevista.

Aparte de su extrema duración, reiteraciones innecesarias y notables problemas de ritmo, Invictus es disfrutable para todo público que quiera confiar en el triunfo de la voluntad y en la capacidad de una nación, de complejísimo panorama político, para erguirse sobre su pasado de violencia y consternación. Y está, como era de esperarse, el desempeño magistral de Morgan Freeman, quien pertenece a la categoría de actores que borran los límites entre realidad e interpretación; esta película se suma a una brillante hoja de servicios donde destacan filmes comerciales (Robin Hood, Cadena perpetua, Batman Begins, Bruce Todopoderoso), independientes o comprometidos (Driving Miss Daisy, Nurse Betty) y de autor (Unforgiven, Seven, Amistad, Million Dollar Baby).

Buena parte de la crítica norteamericana ha señalado los paralelos que existen entre el modo en que el filme se refiere a los primeros días del Gobierno de Mandela y ciertas similitudes con la instauración del Gobierno de Barack Obama. No parecen demasiado descabelladas tales suposiciones, habida cuenta de la manía secular hollywoodense de tomar las circunstancias y el modo de vida norteamericano como medidas para todas las cosas, sean de la índole que sean y ocurran en Sudáfrica, el sudeste asiático, Latinoamérica o en planetas lejanos.

Así que cualquier país y su historia nacional pueden ser elegidos como telón de fondo para producciones que enaltezcan los valores norteamericanos, y su manera de vivir y pensar, con el pretexto de que se están volviendo ecuménicos e intentan acercarse solidarios a otras realidades.

En todo caso, se trataría de humanismo a lo Hollywood, que tiene un sesgo particular hacia la ligereza, la propaganda, el negocio multimillonario, la confirmación del pensamiento único y de la unipolaridad del mundo actual. Todo ello se reconcilia con el hecho incontestable de que Invictus es enternecedora, emocionante; está guiada por un actor en estado de gracia, y el filme como un todo es capaz de comunicarnos mucho más verismo y conmoción, mito y realidad de lo que suelen regalarnos algunos noticiarios, los malos libros de historia e incluso el cine norteamericano más convencional y al alcance de los ojos. Y estamos hablando de victorias muy relevantes.

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