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La música que tengo que cantar

«Nunca interpreto una canción del mismo modo», afirma una de las más relevantes voces femeninas de la Isla en la escena musical contemporánea

Autores:

Yelanys Hernández Fusté
Luis Hernández Serrano

A media luz, una orquesta toca impecablemente. Sorprende en cada tema el arreglo musical, ingenioso, perfecto. Es una intimidad melódica y escenográfica que acompaña a las Estaciones interpretativas de Ivette Cepeda.

Las imágenes que el realizador Lester Hamlet ha convertido en DVD (Producciones Colibrí 2010), captan esa esencia trovadoresca, cancionística y de filin que constituye nuestra tradición sonora. Ivette se pasea por ella dejando una huella muy suya. Se la ha apropiado sin que su incursión compita con la que han ofrecido sus compositores.

Pero las letras tienen que motivar a la intérprete, porque a la hora de escoger, las canciones deben aportarle como ser humano. «Por eso me ha costado tanto trabajo encontrar temas inéditos, aunque en el concierto Estaciones tuve la suerte de reestrenar uno de Orlando Vistel (Si yo hubiera sabido) y estrenar otro de Alberto Pujols (De cuando en cuando)».

El material audiovisual —grabado en noviembre de 2008 en la sala teatro del Museo Nacional de Bellas Artes—, es un exquisito repaso por la canción contemporánea cubana, en el que sobresale la huella de la Cepeda en temas de Marta Valdés (Sin ir más lejos), Amaury Pérez (Para cuando me vaya), y Tony Pinelli (Tú eres la música que tengo que cantar), entre otros.

Una visita a su casa fue el pretexto para conocer a fondo a la artista y develar su secreto al adueñarse de las letras que defiende con su voz. Nunca ha podido cantar igual una misma canción.

Emociones

Ivette fue maestra durante una buena parte de su vida y no se arrepiente de haber  llenado de alegría la vida de sus alumnos, a quienes iluminó el camino dotándolos de conocimientos.

Nació hace no importa si tres o cuatro décadas, aunque en verdad explica que visitó la ciudad de Sancti Spíritus —por primera vez después de haber venido al mundo allí— el año pasado.

Nunca la afectó no haber acariciado mucho una muñeca de la que se enamoró desde que la vio por primera vez,  y que perdió cuando la dejó olvidada en el portal de su casa.

Confiesa con cierta nostalgia que su verdadera muñeca, su principal juguete, fue una latica que siempre tenía a su lado y colocaba muy cerca de su boca, para cantar dentro de ella a manera de micrófono y oír su timbre, como el de los grandes cantantes de la radio.

Años más tarde, «por hacerle un favor a un amigo que necesitaba que alguien fuera a cantar a un lugar, me volví a enamorar de esa historia».

En los últimos tiempos, más bien en los últimos meses, y mejor aún, en los días más recientes, la Cepeda está «en el grito», como se dice.

¿Cómo se siente en un escenario?, le preguntamos. Hace una pausa, piensa y revela: «Les voy a decir algo sobre eso: ¿No saben que, cuando estoy cantando, la luz que siento sobre mí no es la que viene de los equipos del teatro, sino que está por otro lado? ¡Es algo que me lleva a hacer las cosas de una manera imprevista!».

Dice que el público cubano es increíble, que interactúa con el artista y se emociona con cada canción. «El 90 por ciento del repertorio habitual que hago me lo sugiere el público, que es cada vez más diverso, exigente e intenso».

Siente que a sus conciertos asisten muchos jóvenes, y es pintoresco el paisaje entre la gente con canas, verlos con «el pantalón rasgado y el pelo “parado”».

Cuenta que en la región de Chernobil, en Ucrania, en 2005, relativamente cerca de las célebres Catacumbas de Odessa y de la Iglesia de las Doce Puertas, lloró muchísimo al ver que los espectadores se sabían La Guantanamera y la canción dedicada al Che por Carlos Puebla.

Ahora está feliz, dedica «36 horas de las 24 del día al canto». Tanto es así que desde que se insertó en el mundo del espectáculo disfruta sobremanera de ese especial encuentro con el auditorio.

Amén de no tener una formación musical, Ivette señala que siempre «le dieron una oportunidad más para seguir trabajando». Como cantante actuó en centros turísticos como los hoteles Neptuno y Tritón, y ahora mantiene un espacio habitual en el Telégrafo, a la vez que con frecuencia se presenta en el Centro Cultural Bertolt Brecht.

En la actualidad se hace acompañar del grupo Reflexión, integrado por José Luis Beltrán (guitarrista y director); William Rivero Pérez (bajo); Jorge Luis Lagarza Pérez (piano); Lino Pedroso Solar (percusión cubana) y David Pimienta (batería).

La influencia en su carrera del bajista del Buena Vista Social Club, Orlando López (Cachao), fue esencial. Relata que el músico le hizo un día una audición y terminaron trabajando juntos por un lustro.

«No ensayamos nunca más y estuvimos juntos en uno de los proyectos que considero fue una escuela para mí. Yo cantaba, pero escuchaba más. Aprendí mucho».

A Ivette la intimidó un poco la proyección que debía tener una cantante en escena: «No sabía ubicar la mano como me decían tenía que hacerlo, muchísimo menos una pierna. Pero con esos palos duros que da la vida empecé a mostrar a la que soy y saco la mano a mi forma.

«Las lentejuelas y la ropa para cantar en cabaré —que no critico y que en algunas ocasiones uso—, era lo que tenía cuando comencé a actuar en El Gato Tuerto. Entonces mis amigos me dijeron que esas cosas ya me las podía quitar. Empecé a sentirme más cómoda.

«De nada vale que niegue que la programación de las noches habaneras excluía propuestas como la mía. Fui criticada por cantar en un lugar canciones que no eran para allí, es decir, versiones de boleros y temas de autores como los del DVD Estaciones, también los de Sabina y Serrat. Sin embargo, ahora he sentido mucho apoyo y se han abierto nuevos espacios para este tipo de repertorio», subraya.

Cantar desde casa

La artista se lamenta de no haber logrado que alguien se enamore de la huella dejada por su abuela Guadalupe Pérez Silva, maestra y pianista de Santiago de Cuba, con una historia bella, como la de haber sido una de las primeras alfabetizadoras cubanas, nada menos que en 1940, cuando en realidad ella dejó una estela de humanismo que podría conmover a toda Cuba.

«A ella le gustaba escucharme cantar cuando muy niña y me decía: “Vamos, anda, Cuquita, cántame una canción”. Aunque nunca me dijo si yo era muy afinada, ni me regaló el halago de calificar mi voz de melodiosa, me puso en contacto con la mejor música».

Considera que tal vez de esa herencia —como de la voz espectacular de su papá, Octavio Cepeda; o de la de su abuela paterna, Adela Guerra, que era soprano y cantaba en el coro de la iglesia en Sancti Spíritus; e incluso de la de su mamá, Himilce—, proviene su modo de interpretar las canciones.

Recuerda Ivette igualmente a su otro abuelo, Miguel Ángel Quevedo Socías, también de Santiago de Cuba, para ella un sabio, porque en verdad «uno sabe lo que quiere saber».

Se le humedece la mirada cuando piensa que no ha logrado ser como cantante lo que sí pudo alcanzar como maestra de niños, de adolescentes y hasta de profesores en la especialidad de Matemática.

«Suelo luchar mucho por mantener bajo control la emoción. Recuerdo el día en que estaba cantando, donde empecé como profesional, en el restaurante La Parrillada. Celeste Mendoza me pidió que cantara el bolero Amor fugaz, compuesto y cantado por Benny Moré, y no sé por qué razón me emocioné tanto que empecé a llorar.

«No olvidaré nunca que Celeste se puso de pie y exclamó: con su carácter intempestivo y una convicción enorme: “Niña, te voy a decir una cosa: ¡Si se canta, no se llora; y si se llora, no se canta!”».

Nuestra entrevistada recuerda que muy pequeña vino para la capital y residió en el reparto Alamar, en La Habana del Este, desde 1971 hasta 1997. Allí integró un coro de la escuela primaria Alamar 3, que dirigía un argentino residente en Cuba. Y rememora que cuando él la escuchó, con solo diez años, comentó: «¡Ella no tiene timbre de ni-ña, ya tiene voz de mujer!».

Música y sueños

¿Qué lugar ocupa ya Ivette Cepeda en la cancionística protagonizada por mujeres? Suele responder con humildad: «Solamente estoy siguiendo la línea ya trazada por una tradición que existe. Me siento en el mundo de la cancionística y no creo que haya inventado nada nuevo».

Es extremadamente feliz cuando interpreta géneros como el son, la guaracha, el guaguancó y la rumba. «Claramente, ese espacio está hoy defendido por voces tan relevantes, que trato de hacer donde creo estoy mejor».

Amante de la música tradicional y de la trova en todos sus estilos, menciona con cariño a muchos de nuestros cantantes y no olvida decir que venera «a muchísimos como Barbra Streisand, Andrea Bocelli, Chavela Vargas, Ana Belén, Simone, Mercedes Sosa y Joan Manuel Serrat, pero entre mis ídolos están los cubanos Ignacio Villa (Bola de Nieve); Silvio, —con El trovador de barro negro dormía a mi niño—; Pablito; y el brasileño Caetano Veloso.

«Lo que más disfruto es hallarle la esencia musical a un tema, poderlo traducir y llevarlo adonde quiero», asegura.

Un colega ha dicho que Ivette Cepeda no canta, sino que lo que hace es dibujar, pintar, esculpir e iluminar canciones. Y un trompetista amigo la llama «diosa de la canción».

Antes de marcharnos de su apartamento, ella nos anunció que confía ver realizado un sueño: «Estoy ávida de canciones desconocidas, nuevas, diferentes, que cuenten historias personales aún ignoradas, compuestas por autores que ansían que las cante y hacer con ellas un disco especial y que la gente lo escuche en sus casas. Cantaré a mi modo, con pasión, y le llamaré al disco Buganvilias, aunque algunos jurados sigan sin saber, en definitiva, qué soy yo.

«Porque cantar no es solo entonar con ritmo y afinación. Hay que ponerle todo el latir del corazón, que es “el único músculo sonoro y la única maquinaria que sufre”, como ha dicho un poeta».

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