Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

América Latina: la tierra que más me duele

Galeano y Cuba han reencendido una intimidad tierna, como la vivida con los alumnos y egresados del Centro Onelio Jorge Cardoso, en el que consideró que los géneros literarios son también un resultado de un poder despedazador

Autor:

José Luis Estrada Betancourt

¿Quién es ese? Preguntó entre risas y «sorprendido» el uruguayo y universal escritor Eduardo Galeano, muy poco después de las seis de aquella reciente tarde, cuando decidió encontrarse, por medio de su entrañable amigo y tocayo Heras León, con los alumnos y egresados del prestigioso Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Conversar con sus jóvenes colegas. Solo eso quería el autor de la trilogía Memorias del fuego, Las venas abiertas de América Latina, El libro de los abrazos...

La exclamación llegó inmediatamente después de que le preguntaran: ¿cómo se llevaba el hombre «con el Galeano escritor, fundido en el bronce, sobre un pedestal de cien metros de altura encima de las letras hispanoamericanas?». Así se inició un diálogo de cerca de una hora, que en parte Juventud Rebelde reproduce para el disfrute de los tantos seguidores de quien acaba de presentar Espejos. Una historia casi universal, en Casa de las Américas, en medio de su renombrado premio.

«No tengo nada que ver con una estatua. Por suerte no me confundí nunca con el bronce, ni con el mármol y esas solemnidades, porque me parecen, además, muy vanas. No, yo escribo para comunicarme, para conversar con otros. Y lo que más recibo son palabras que las entrego, escritas o dichas a mi modo, y así se van enhebrando redes de comunicación, de amor y de amistad, que me devuelven siempre la certeza de que a la globalización del dinero que manda en el mundo de hoy se le puede oponer un internacionalismo al viejo estilo.

«La literatura me ha dado la inmensa alegría de reconocerme en otros y percibir que hay otros que se reconocen en lo que escribo, como le ocurrió a un amigo mío colombiano que murió hace unos años, Enrique Buenaventura, teatrero, gran tipo, quien me contó esa historia que le había sucedido en Cali, cuando, mientras bebía solo en una mesa, se le acercó un señor desconocido. «Yo soy un obrero y me dijeron que usted es escritor».

—Sí, dicen que soy.

—Ah, bueno, yo quiero que me escriba una carta de amor.

—¿Y para quién?

—Para ella.

—Se la escribo. ¡Cómo no! ¿Y qué quiere decir?

—¡Ah, si supiera no le pido!

«Entonces la escribió y al día siguiente el hombre vino a agradecerle: “Muchísimas gracias, porque yo no sabía que era eso lo que yo quería decir”.

«Bueno, esa es la sensación que uno tiene al escribir. De manera que nunca me separo como persona de las palabras que escribo. Y no me creo los cuentos de la fama. La fama es puro cuento, expresa el viejo proverbio. Pero el hecho de ser más conocido sí implica una responsabilidad mayor, en el sentido del ejercicio de la palabra, a sabiendas de que va a tener, de repente, más repercusión. Y eso exige que uno trabaje más lo que escribe.

«El último libro que acabo de terminar, por ejemplo —espero que se publique en marzo—, tuvo 13 versiones. Es decir, escribí 13 veces 366 páginas, consciente de que a cierta altura de la vida el acto de escribir es de mucha responsabilidad.

«A uno de mis maestros, muy entrañable para mí, Juan Carlos Onetti, gran novelista uruguayo, Premio Cervantes y, sobre todo, espléndido narrador, lo acompañaba la notoriedad de ser un hombre lleno de espinas, a quien era muy difícil acercarse. Pero conmigo fue siempre muy cariñoso. Me le arrimé ya él viejito, yo tenía 17 años. Y se entabló una gran amistad hasta el final de sus días.

«Nunca supe por qué me tenía tanta paciencia, supongo que era el único ser vivo en Montevideo que soportaba los vinos que se tomaba y convidaba. Vinos de cirrosis instantánea. Creo que nadie era tan heroico como yo, que me quedaba horas tomando esa porquería a su lado, y escuchando su silencio, porque hablaba muy poquito. De vez en cuando se enojaba conmigo, porque no le gustaba que le discreparan. A pesar de que él era ya consagradísimo, y existía entre nosotros una diferencia de edad enorme, yo siempre le decía lo que pensaba.

«Recuerdo una ocasión cuando me afirmó: Yo escribo para mí. ¿Ah, sí, escribís para vos?, le pregunté. “¡Sí, para mí! Yo soy como James Joyce. Joyce decía que escribía para un señor llamado James Joyce, que estaba sentado al otro lado de la mesa”, me relató. ¡Qué par de mentirosos son Joyce y vos!, le dije, y enseguida se puso en guardia. ¿Ah, mentiroso?, volvió a la carga Onetti. Sí, con todo mi respeto, respondí. Sabes cómo te quiero y lo mucho que te debo, pero es mentira, porque si uno escribe para sí entonces no publica. Desde la hora en punto que publicas es para otros. No sé en qué andas ahora, indagué, pero si tenés algo escrito me lo das y voy al correo y te lo mando a tu nombre y dirección. Entonces se levantó trabajosamente, porque estaba siempre acostado, y crujiendo los huesos se encaminó hasta la puerta y la abrió: “Te vas y no vengas nunca más”. Me fui. Al día siguiente llamó. ¿Seguís enojado?, me preguntó. (risas)

«¡Claro que uno escribe para otros! Eso que se dice es mentira. Si uno publica es porque se está dirigiendo a otros, y eso implica una alegría y también una responsabilidad. Porque en la medida en que uno escribe para otros influye sobre otros. Quieras o no. Aparte de que hacer el amor es mucho más lindo que masturbarse, según me han contado lo que saben de eso (sonrisas)».

Las venas... y Obama

—Todos vimos en la televisión en Cuba cuando el presidente Hugo Chávez le entregó a Obama su libro Las venas... ¿Ha sabido de alguna reacción posterior, si comenzó a leerlo, si lo comentó con alguien?

—No, que yo sepa. Creo que fue un acto simbólico. Primero, porque Obama no sabe una palabra en español. Pudo habérsele entregado una en inglés, que hay al menos 36 ediciones del libro, en una espléndida traducción de Cedric Belfrage, quien también tradujo Memorias del fuego y murió mientras trabajaba en El libro de los abrazos. Era un personaje muy apasionante, miembro de la aristocracia inglesa, primo de la reina. La oveja roja de la familia. Comunista y uno de los fundadores de Hollywood. Luchó en la época del senador Joseph McCarthy. Cedric se sentía muy identificado con lo que yo escribía. De modo que cuando se encontraba con algo que no le gustaba me mandaba unas cartas muy enojadas también, porque creía que era una traición —siempre he estado rodeado de viejos enojadísimos (sonríe). Me sucedió, por ejemplo, con un texto presente en Memorias del fuego sobre Chaplin, a quien él odiaba. Era un texto cariñoso y a él eso le pareció pésimo.

«Bueno, pues Cedric hizo una traducción excelente de Las venas abiertas..., que se publicó en Estados Unidos. Por tanto, era muy fácil conseguirlo en inglés, pero la entrega de Chávez era un acto simbólico, no para que lo leyera. Era una manera de expresar: Mire, con esto quiero decirle que el mundo no acaba en su mundo. Que las versiones de la realidad americana no acaban con las que usted recibe cada día de sus asesores. Y esta es la voz de otros.

«Obama es también un personaje. Le dieron el Nobel de la Paz y no se le ocurrió otra idea que hacer un discurso de homenaje a la guerra. Yo lo cotejé con uno de los documentos de Juan Ginés de Sepúlveda, el que polemizó con el padre Bartolomé de las Casas hace ya un tiempito, y me parecieron iguales los dos discursos. Porque habla de lo justas que son las guerras contra el mal, solo que en los tiempos de Ginés de Sepúlveda el mal no residía en los países que contenían petróleo y gas como ahora, sino en aquellos que tenían oro y plata. Pero la idea era esa, y además la desarrollaban. Eran tierras poseídas por “el demonio” y había que exorcizarlas. Eran guerras contra el mal. Lo mismo que manifestó Obama.

«No niego que para mí resultó una buena noticia cuando lo eligieron presidente, en el sentido del hecho que en un país con tradiciones racistas tan cercanas, que un mulato —bueno, en parte negro— fuera presidente. Pero por los discursos que ya había pronunciado en la campaña se veía que iba a continuar la política de Bush, como hizo. Cambió de mapa. Cambió a Iraq por Afganistán, pero sigue siendo más o menos lo mismo.

Los hijos de los días

—A propósito de Los hijos..., ¿qué propone Eduardo Galeano en este libro?

—El libro está armado como un calendario de cualquier año y de cualquier lugar del mundo, de acuerdo como el almanaque que heredamos de Roma. Tiene la forma de un calendario: enero 1, enero 2, enero 3..., y a cada día corresponde una historia que ocurrió o tiene algo que ver con esa fecha. El título Los hijos de los días proviene de algunas experiencias que tuve hace ya muchos años en Guatemala.

«Llegué a escribir un libro sobre ese viaje largo, que duró mucho, pero no toqué lo que me parecía demasiado sagrado y misterioso todavía para mí: las raíces culturales mayas. Quise concentrarme en lo que fue el laboratorio de las guerras sucias, que después aplicaron con un costo enorme de sangre y de lágrimas en muchos lugares de América Latina. Pero fue en Guatemala donde nacieron los Escuadrones de la muerte y se ensayaron por primera vez en América Latina los métodos de guerra que habían sido empleados antes en Vietnam.

«Había ido justo en ese período, al principio con la idea de hacer un artículo o algo así, pero pasaban las semanas y los meses... Explotaban bombas y tiros todo el tiempo, y los grupos estos puestos por los militares a servicio ya se sabe de quién —luego Clinton pidió perdón pero no resucitó ni un solo de los 200 000 muertos de Guatemala—, marcaban con cruces de alquitrán las puertas de los condenados, de aquellos que no verían el amanecer. Y yo sobrevivía, lo cual me parecía milagroso... De modo que iba sabiendo cada vez más cosas, y decidí escribir un libro.

«Pero también llegué a internarme en el monte con la guerrilla, y a ponerme en contacto con algunas comunidades mayas. Ahí fui aprendiendo cosas que escuchaba. Es la única cultura de las Américas donde el tiempo funda el espacio. O sea, donde el espacio es hijo del tiempo. Eso que después elevó Einstein a categoría científica —Einstein debe haber sido maya, pero no se había enterado. Entonces, yo tomaba notas de cosas que escuchaba, tratando de meterme en esa cultura que me parecía apasionante, y las guardé. No publiqué esa parte de ese período mío guatemalteco.

«Entre esas cosas que guardé había una síntesis de ese concepto del tiempo y el espacio, que me sirvió de introducción para este nuevo libro. Ese texto que yo había escrito y ahora recuperé decía: Y los días se echaron a caminar, y nos hicieron a nosotros, que así fuimos nacidos. Nosotros, los hijos de los días, los averiguadores, los buscadores de la vida... Eso lo tenía guardado, lo encontré de casualidad, y como justo estaba con idea de hacer un libro que fuera un calendario, lo utilicé, porque al fin y al cabo sí somos hijos de los días. De cada día brota una persona y dentro de esa persona hay historia, porque estamos hechos de átomos pero también de historias, y alguna de esas historias merece ser contada. Por eso se llama Los hijos de los días y, como les decía, lo escribí 13 veces».

¿Un hombre político?

—¿Cuándo va a escribir una novela o un artículo sobre un tema de la política, separa al escritor del hombre político?

—No, en realidad no separo nada. Yo creo que hay que recuperar la realidad como una unidad indivisible, porque estamos sometidos a un sistema de poder fundado en una cultura del desvínculo, especializada en divorciarlo todo, en separarlo todo; en separar el pasado del presente, el alma del cuerpo; en separar el corazón de la razón, o sea, al mundo de las emociones del mundo del pensamiento, de las ideas. Todo lo que toca lo rompe el sistema de poder. Lo rompe, lo separa. Los géneros literarios son también un resultado de un poder despedazador y a mí lo que me gusta es recuperar la unidad perdida. O al menos, ayudar un poquito a recuperarla.

«Nunca me creí ese cuento de que la política era un asunto exclusivo de los partidos, de los sindicatos, de lo que se supone es la vida política de un país. Para mí la política impregna todo, porque dentro de cada uno, dentro de cada persona, se libra una guerra a veces secreta entre la libertad y el miedo, que tiene que ver con nuestras opciones personales, con nuestro modo de vivir o de desvivir, y eso también es política, porque se proyecta en el plano colectivo. ¿Qué es la política, sino una lucha entre la libertad y el miedo?

«Estamos sometidos internacionalmente a una dictadura del miedo. Yo me acordaba de eso, a propósito de cuando le comenté a unos amigos que estaba escribiendo Los hijos de los días, inspirado en las comunidades mayas, en esa cultura maya tan honda y misteriosa. Y mis amigos enseguida me plantearon: “Pero los mayas decían que el mundo se acaba en el 2012”. ¡Jamás los mayas dijeron ese disparate! Ese es un invento de unos mercaderes miserables que venden miedo, porque a la dictadura del miedo le interesa que este se multiplique. Y que estemos más limitados, prisioneros por el miedo, que es el principal enemigo de la libertad. Y es el que nos impide recordar, ser, vivir, cambiar. El miedo te ata, el miedo es una prisión. Tenemos que vivir siempre aterrados por algo. Las amenazas militares son las más importantes. La idea de que si uno no se porta bien será suprimido de la tierra».

Entre indignos e indignados

—A propósito de los países con petróleo y gas, y del miedo. El año pasado se generó mucha polémica entre los intelectuales de izquierda, sobre qué posición asumir respecto a las llamadas nuevas revoluciones de colores, que transformaron el mapa de Oriente Medio. ¿Cuál es su percepción? ¿Hasta qué punto hubo manos extranjeras manipulando ese asunto?

—Lo que ha ocurrido en el Oriente Medio son procesos muy diferentes entre sí, solo que muchas veces los grandes medios de comunicación meten a todos en la misma bolsa para reducir la realidad; lo que Don Guillermo Shakespeare definía como un cuento contado por un idiota.

«Mira lo que ha sucedido en el mundo en estos últimos dos o tres años es una inesperada y para mí muy bienvenida explosión de la indignación popular. Este movimiento de los indignados, que lo vi nacer en España, pero que recogió experiencias previas —muchas de ellas latinoamericanas—, estalló ahora con una fuerza contagiosa que antes no había tenido. Empezó a diseminarse por todas partes y eso me parece estupendo. Una prueba de que el mundo no está quieto, de que la humillación es una penitencia, pero no es un destino, y de que, en definitiva, el mundo está dividido en indignos e indignados, y hay que elegir de qué lado está uno.

«Yo no nací para ser neutral, ni objetivo tampoco. Es una duda que me embargaba cuando escribí la trilogía Memorias del fuego, y los relatos no salían objetivos. Entonces, fui a ver a Don José Coronel Urtecho al río San Juan; el gran poeta nicaragüense ya desaparecido, quién me preguntó qué andaba escribiendo. Le expliqué: Bueno, algo como una trilogía y estoy escribiendo el primer tomo. Le conté cómo era la idea, que recuperaba la Historia a partir de pequeñas historias, como me gusta escribir a mí, pero que armaban un mosaico de la Historia de las Américas. Lo que me preocupa, le dije, es que no consigo tener la objetividad necesaria. “No te preocupés, enfatizó, olvidate de eso de la objetividad. ¡Qué objetividad ni objetividad! Los grandes predicadores de la objetividad —la mayoría de Estados Unidos— son unos mentirosos. No quieren ser objetivos. Quieren ser objetos para salvarse del dolor humano”.

«Entonces supe que andaba bien, rumbeado, y ahí volví a escribir de la manera más subjetiva. Y muy subjetivamente admito que me parece estupendo lo de los indignados. Ese movimiento me parece muy positivo. El mundo se mueve, cambia. Y son, sobre todo los jóvenes, pero no solo ellos, los que se niegan a seguir aceptando la realidad y se deciden a cambiarla, mediante procesos muy diferentes entre sí, y que a veces parecen completamente anárquicos, como incomprensibles, caóticos, pero es que la realidad es caótica y contradictoria. Y la contradicción es la prueba de que estamos de veras vivos.

«Hegel no se equivocó ni Marx tampoco, ni se equivocaron la mayoría de las culturas indígenas precolombinas que creían en la contradicción como motor de la vida. Entonces, no hay que tenerles miedo.

«Por cierto, estuve con los indignados en la Puerta del Sol y después en la Plaza de Cataluña apoyándolos, y firmé una especie de entrevista larga que me hicieron para usarla en la publicidad. Y los mismos chicos me interrogaban mientras filmaban: ¿Y cuánto va a durar? “¿Y eso les preocupa a ustedes?”, me asombré. “No, creemos que no. Pero nos preguntan, a la gente sí le preocupa”. Entonces les dije: Ustedes vívanlo con naturalidad, como se vive el amor, que es infinito mientras dura.

«Por esto del contagio, se alzaron multitudes indudables en contra de regímenes despóticos o por lo menos puestos de espaldas al pueblo. La indignación es una prueba de dignidad. Y se manifiesta de maneras diversas. Por suerte, el mundo es muy diverso, como lo es América Latina.

«Como hablo tanto de América Latina —evidentemente me siento ciudadano del mundo, pero es la tierra que más me duele, la que más amo—, muchas veces me preguntan: “¿Y qué es eso de América Latina? Una ficción jurídica. ¿Qué tiene que ver un haitiano con un argentino?”. Y yo respondo: ¿No será que nuestra principal virtud es la diversidad? ¿No será que lo mejor que el mundo tiene es la cantidad de mundos que el mundo contiene? ¿No será que lo mejor que nos ocurre es que somos diferentes? ¿No será que nos negamos a aceptar esta imposición disfrazada de destino, la voz del amor que nos dice: Elija quién quiere morir de hambre y quién quiere morir de aburrimiento? No vamos a morirnos de hambre, ni de aburrimiento tampoco».

 

Anécdota

«Recuerdo una vieja historia que escuché en La Habana hace muchos años, y que ahora decidí escribirla, porque no la vi escrita en ningún lado y me pareció que valía la pena contarla. Y en ese libro nuevo que saldrá, titulado Los hijos de los días, la incluí. Que es la historia de Fernando Ortiz cuando, después de que su padre lo enviara a estudiar a España, regresa a Cuba siendo un muchacho jovencito. Creo que concretamente a las Islas Canarias, si no me equivoco. Ya en Cuba anda paseando con su padre por las calles de La Habana, redescubriéndola como su ciudad, cuando se cruzan con un señor pequeñito, muy flaco, casi calvo, que camina muy apurado, como si estuviera llegando tarde a alguna parte. Entonces el padre le dice a Fernando: “Míralo bien, y no lo olvides. Cuidado con ese, porque ese es blanco por fuera, pero negro por dentro”. Ese señor apurado era Martí, quien no mucho después moría abatido por una bala española, peleando por la libertad de Cuba.

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