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Latinoamérica se cuela en Toronto

Numerosos títulos del Sur estarán presentes en la 37 edición del Toronto International Film Festival (TIFF), conocido como la antesala de los premios Oscar, pero también un espacio para propulsar obras europeas, asiáticas o latinoamericanas

Autor:

Joel del Río

Es seguro que la aplastante mayoría de las noticias generadas por la edición número 37 del Toronto International Film Festival (TIFF) se relacionen con las estrellas de Hollywood y el cine anglosajón. Porque desde hace más o menos una década los medios vienen insistiendo en la idea de que el evento que cada septiembre le confiere glamoroso y multinacionales colores a la mayor ciudad canadiense constituye, más que todo, un escalón importante para llegar al Oscar, penetrar en Norteamérica, y darse a conocer en este mercado, el más grande del mundo. Y efectivamente, Toronto ha cumplido con ese papel en tanto las películas más populares de las anteriores ediciones (los principales premios los entrega el público) triunfaron luego en Los Ángeles, como El discurso del rey, Slumdog Millionaire o Belleza americana.

Entonces, según la imagen actualmente impuesta en la inmensa mayoría de los reportajes de la prensa plana, radial, televisiva e internet, Toronto debiera sentirse feliz con quedarse en la categoría de antesala del Oscar, de modo que las 300 películas procedentes de 60 países —excluida Cuba una vez más— deben conformarse con la visibilidad que les confiere servir de acompañamiento a los nuevos filmes de Tom Hanks y Robert Redford, Will Smith, Bruce Willis y Ben Affleck, quienes desfilaron por las numerosas alfombras rojas de Toronto a la espera de que esta excursión les permita «acumular puntos» para la empresa definitiva y consagratoria: ser nominado a la dorada estatuilla de Hollywood. Sin embargo, dejar a los lectores con esa imagen sería esquematizar una realidad que es bastante más compleja, hacerles el juego a los grandes medios norteamericanos y canadienses, y negar que el festival pudiera servir de plataforma propulsora a películas europeas, asiáticas o latinoamericanas.

El nombre de Walter Salles adquirió ecos retumbantes en Toronto gracias sobre todo a que la coproducción franco-brasileña On the Road, hablada en inglés, estaba protagonizada por la muy popular y hermosa Kristen Stewart, de súbita celebridad gracias a la vampírica teleserie Twilight. Para adoptar la novela del anticonformista Jack Kerouac, Salles ha reforzado la vertiente más actualizable y universal del relato: la búsqueda angustiosa de la identidad y de la libertad, un tema que aparecía en su filmografía desde las anteriores y mucho más logradas, Diarios de motocicleta y Línea de pase. Producida entre otros por Francis Ford Coppola y John Williams, y escrita por el joven dramaturgo brasileño José Rivera, la película es también una exploración de la amistad en tanto aliento de la rebeldía, sin dejar de explorar en los ideales de hedonismo trascendental y rechazo al stablishment vinculados con la llamada generación beat de la literatura norteamericana.

En coproducción con Argentina y España, Brasil presentó también Infancia clandestina, producida por Luis Puenzo, el realizador de La historia oficial, y dirigida por el debutante Benjamín Ávila, quien cuenta una historia que le atañe personalmente, en tanto él fue también uno de esos niños cuyos padres fueron reprimidos, torturados, desaparecidos o exiliados por la dictadura militar impuesta en Argentina entre 1976 y 1983. Con rebordes también épicos, y no solo intimistas, la película se am-bienta en 1979, continúa la saga temática de ilustres predecesoras como la chilena Machuca, la brasileña El año que mis padres salieron de vacaciones, la ecuatoriana En nombre de la hija o la argentina Kamchatka, y presenta una colección de viñetas líricas o imaginativas respecto a la manera en que el horror alcanzó incluso a los más inocentes.

Brasil completó su representación en Toronto con el retrato de la inercia alienante que es Érase una vez que yo, Verónica, realizada por Marcelo Gomes (muy recordado por codirigir Viajo porque preciso, vuelvo porque te amo), y también figuraron en nómina la coproducción con Angola El gran Kilapy, que se inspira en un personaje real y se ambienta en ese país africano poco antes de la independencia de Portugal, en 1975; y Tabú, que según la presentación de los programadores del festival coloca al portugués Miguel Gomes entre los mejores directores del cine mundial, con una meditativa y hermosa reflexión, filmada en blanco y negro, sobre el pasado colonialista y la urgencia de los amores ilícitos.

El consagrado Carlos Sorín (La película del rey, Historias mínimas) vuelve a los desolados paisajes pa-tagónicos, y a los personajes comunes, en sus pequeñas e iluminadas existencias, mediante Días de pesca, que es también road movie, en tanto el protagonista, un alcohólico en proceso de recuperación, se encuentra con una galería de personajes medio o completamente extraviados, como él. Otro de los nombres-insignia del cine argentino, Pablo Trapero, completa con Elefante blanco su trilogía sobre el am-biente urbano, violento y marginal recreado en las anteriores La leonera y Carancho, ahora con un toque más tendiente a los delirios delincuenciales, policiacos y pandilleros, vistos en Ciudad de dios o Tropa de élite. En los terrenos del thriller clasifica Todos tenemos un plan, que se ambienta en Buenos Aires y presenta a Viggo Mortensen actuando por tercera vez en una película de habla hispana, mientras que Viola toma el nombre de un personaje de Shakespeare para disertar, desde la barroca visualidad, sobre los riesgos de la pasión al interior de un grupo porteño de teatro femenino.

Solo tres títulos mexicanos llegaron a Toronto: Ahí va el diablo, del especialista argentino en cine de horror Adrián García Bogliano; Juego de niños, que clasifica en el mismo género de los terrores y los brincos en la luneta, y la multipremiada y también execrada Post Tenebras Lux, de Carlos Reygadas. Esta última al parecer recrea recuerdos muy personales del director y gira en torno a Juan, un machista obsesionado por el sexo, y a su familia, que han dejado la Ciudad de México para instalarse en la campiña agreste y sensual. Reygadas permanece fuera de todas las tendencias y movimientos, y se apoya en un versículo bíblico en el libro de Job: «Después de las tinieblas, espero la luz», para referirse, siempre metafóricamente, a la violencia y el crimen que dominan el pasado y el presente del país azteca.  Realizado todo el tiempo con los bordes del encuadre difuminados, este filme denso y provocativo de Reygadas, autor de las memorables Japón y Luz silenciosa, merece siempre un comentario más calculado e intelectual que las pocas palabras, por lo general despectivas, dedicadas por la mayor parte de la prensa con credencial, demasiado ocupada en ver más, pasar a lo próximo, y rastrear lo último y novedoso.

Despuntó la popularidad del cine chileno en Toronto con el filme de catástrofe Aftershock, la nueva cinta de Nicolás López protagonizada, producida y coescrita por Eli Roth, figura influyente del cine de horror en Estados Unidos. Aquí se cuentan las andanzas de un turista estadounidense y sus dos amigos chilenos en Valparaíso, donde los sorprende el devastador terremoto. Muy distinta, en tanto comulga con la nostalgia intimista del cine de autor, es La noche de enfrente, película póstuma de Raúl Ruiz y que representa además el regreso del cineasta a su país, y a sus recuerdos, luego de varias décadas de exilio en Francia. Y el tercer filme chileno estrenado en Toronto se titula simplemente No; lo protagoniza el mexicano Gael García Bernal, lo dirige Pablo Larraín, el celebrado creador de Tony Manero y Post Mortem, y se ambienta en 1988, en medio del referéndum que sacaría del poder, o no, a la dictadura pinochetista.

No solo los pesos pesados del cine latinoamericano, es decir, Brasil, Argentina y México, estuvieron de estreno en las pantallas de Toronto. Colombia presentó La Sirga, que muestra lánguidamente los demoledores efectos de la guerra civil en la zona andina; Guatemala logró insertarse con Polvo, que alude a un presente marcado por un pasado de muerte y destrucción; Paraguay figuró con 7 cajas, que se acerca a la marginalidad suburbana y al efecto de la violencia en los medios de comunicación, y Uruguay dejó testimonios de su realidad mediante una película titulada 3, y dirigida por Pablo Stoll, quien codirigió con el extinto Juan Pablo Rebella las significativas 25 Watts y Whisky. Significativamente se titula 3, el filme que hubieran acometido juntos y que Stoll terminó solo, pero todavía fiel a la delicada, intimista combinación de comedia y melodrama propia de sus anteriores películas.

Tal vez en la próxima edición del festival aparezca en las copiosas carteleras un filme cubano. El año pasado estuvo Juan de los muertos, pero si bien los programadores se muestran propensos a seleccionar lo más interesante de la producción latinoamericana en cinematografías grandes, pequeñas y medianas, ignoro las razones a que obedece el casi permanente desdén por el cine cubano, sea o no sea producido por el ICAIC. Entre las más recientes películas producidas, fueron excluidas, sin razones aparentes de acuerdo con el nivel de la muestra latinoamericana seleccionada, Barrio Cuba y José Martí: el ojo del canario, La piscina y Chamaco; Habanastation (que sí se exhibió en Toronto, pero no dentro del Festival) y Los dioses rotos; y ni siquiera Suite Habana, saludada con entusiasmo casi universalmente, fue recibida en los majestuosos palacios de la ciudad a orillas del lago Ontario.

En fin, que o bien los organizadores están convencidos de la carencia de méritos suficientes en todas las producciones antes mencionadas, y en otras de indiscutible relieve, pero que no menciono para no aburrir al lector, o será que el cine cubano contemporáneo ha perdido su capacidad de impresionar a los programadores de los festivales clase A, esos dictadores de las modas que, como cualquier hijo de vecino, también se dejan tentar por subjetividades exacerbadas e intereses creados. Ojalá que nuestros creadores no se vean condenados, como el poeta, a extrañar perennemente las palmas en las riberas del Niágara.

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