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Tolstoi danzando entre comida, (in)decisiones y sirenas

La poesía visual y sonora, el amplio poder sugestivo y la elevada entrega estética, hacen de Anna Karenina un espectáculo inolvidable y el gran suceso del XV Festival Internacional de Teatro

Autor:

Frank Padrón

Todo el que vio Anna Karenina, por el Teatro Estatal Académico Evguéni Vajtángov, que inauguró el XV Festival Internacional de Teatro, se quedó literalmente encantado con un espectáculo inolvidable. El clásico de León Tolstoi, bajo la dirección de su también coreógrafa Angélica Jolina, llegó en todo un ballet donde, como es habitual dentro de esa manifestación, el gesto, la música y la danza funcionan como principales elementos dramáticos.

La historia de esa mujer rusa de clase alta que ama, vive (y muere) atrapada en los convencionalismos de una época intolerante e intransigente, aparece una vez más en una elevada entrega estética, donde descuellan las luces y la banda sonora.

Las primeras, a cargo de Tadas Valeyka, diseñan estados anímicos, estaciones y horas del día, con un poder de sugerencia que trasciende el texto artístico, mientras que la música se suma a ello mediante una amplia y rica paleta que va desde el Chaikovski de El lago… y otros guiños clásicos, hasta los violines de la música gitana rusa, todo sumado a la plataforma expresiva de la obra con inmensa creatividad.

La gestualidad es el registro que aquí protagoniza, mediante el trabajo de virtuosos actores que se desplazan recortados contra una escenografía (Marius Yatsovskis), la cual no sobreabunda en elementos definitorios de la diégesis, pero suficientes para ambientar y transmitir la evolución de trama y personajes; la imaginación suple la mayoría de las veces salones, plazas, fiestas…, un banco desplazado por los bailarines es un tren, y un sutil rayo de luz que se apaga gradualmente basta para informar que la heroína se ha suicidado.

Lo cierto es que la magia, la poesía visual y sonora, el amplio poder sugestivo se adueñan del escenario, gracias, también, faltaba más, a la labor de esos intérpretes danzantes (Olga Lerman, Evgeny Kniazev, Misha Dergachev, Dmitry Solomkyn centrando un vasto y profesional elenco) que por más de dos horas mantienen hechizado al auditorio. Anna Karenina, a no dudar es, desde su misma apertura, el gran suceso de esta edición del Festival.

Los monólogos y espectáculos de pequeño formato abundan en él, y uno de los que ya cosechó no pocos aplausos fue Mi relación con la comida, de Alimaña Teatral (México), pieza metateatral de Angélica Liddell, que interpreta y dirige Brisa Rossell.

Acompañada de un pianista (Pedro Mariscal) que ocasionalmente hace voces y encarna uno que otro personaje, la actriz representa a una escritora aspirante a dramaturga que se cita en un restaurante de lujo con un influyente agente de teatro, lo cual es un pretexto para reflexionar sobre la desigualdad, el hambre, la suciedad y la injusta distribución de recursos en las sociedades contemporáneas.

Lo culinario, también como rasero social, rige un texto sarcástico y agudo (aunque, en ocasiones, también demasiado explícito y moralizante), que permite comprobar, sobre todo, las amplias potencialidades histriónicas de Rosell, dueña de un registro vasto que incluye el canto, el baile y variadas tesituras dramáticas. Lástima que durante su primera tarde en El Sótano, la constante interrupción del fluido eléctrico afectara notablemente la función, algo de lo que ojalá tome conciencia la respectiva empresa durante estos días y noches teatrales.

También sobre artistas, concretamente en el mundo del cabaret, gira No es tiempo de sirenas, por la compañía suiza Apsara. Quien se guiara por el catálogo del Festival, esperaba encontrar un abordaje no solo acerca de ese tema, sino sobre la emigración femenina, muchos clubes europeos aparentemente artísticos que fungen como tapaderas de prostitución y otros temas sin dudas apasionantes, mas ¿qué encontramos en realidad?

Pues un trayecto carente de gracia (pese a que el tono va de comedia) que apenas roza tales conflictos y se dilata insufriblemente contándonos de manera muy torpe las escaramuzas de dos hermanas que huyen de un pueblo perdido en Latinoamérica para abrirse paso en Ginebra; el texto de Olivier Chiacchiari sobre la idea de una de las actrices (Silvia Barreiros, quien también tradujo) de por sí pobre, encuentra una plasmación escénica que deja mucho que desear ante el anémico acompañamiento musical en vivo (hasta una pieza con tanta «sandunga» como La candela fue ejecutada sin pizca de sabor) y los mediocres desempeños de las intérpretes, quienes se pasan todo el tiempo bombardeando al público de cubanismos y giros locales, la mayoría forzados, para tratar de ganárselo, algo que, por otra parte, no consiguen en lo absoluto, a juzgar por la tibieza de los aplausos. En una frase: ni siquiera un director tan experimentado como Carlos Díaz logró salvar aquello de la debacle.

Mucho mejor le fue a Teatro del Noctámbulo (España) con su pieza La decisión de John, de Denis Rafter, premio Olivier 2010 a la Mejor Producción en el Royal Court de Londres. Un joven rompe con su pareja masculina y comienza una relación con una mujer, algo hasta ahora inédito en su vida activamente gay; a partir de entonces se crea un conflicto que comienza en el propio personaje y se extiende a las otras partes, generando un triángulo que, incluso, deviene cuarteto cuando el padre del ex novio participa en una cena donde se encontrarán todos.

La obra no discursa exactamente sobre preferencias sexuales, sino que lanza su flecha a algo más importante: la absurda manía de etiquetarlo todo, de ubicar cada aspecto de la existencia (sobre todo los relacionados con el erotismo) en compartimentos estancos, donde hay una morbosa tendencia a conceptualizarlo todo, y a forzar elecciones que generalmente no tienen por qué hacerse.

En tal sentido, la pieza es de una riqueza semántica y conceptual admirable, con un justo equilibrio entre humor y gravedad que la puesta de Isabel Montesino (quien también la tradujo del inglés) privilegia con una sencillez que, a veces, cierto también, conlleva a un excesivo raquitismo escenográfico. Para destacar, además, figuran las actuaciones, principalmente del «triángulo» que conforman José Vicente Moiros, Gabriel Moreno e Isabel Sánchez.

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