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La torre de Babel

Con sus limitaciones y contundentes logros, Rascacielos, una obra teatral concebida por el polifacético Jazz Vilá, mantiene las tardes entre martes y jueves en la sala Llauradó sencillamente repletas

Autor:

Frank Padrón

Parejas de distintos (o semejantes) sexos, edades, niveles culturales, están a punto de romper sus vínculos; un joven pintor los invita a cenar como ocurre cada último jueves de mes, adonde le escucharemos —junto a ellos, sus íntimos amigos— una confesión importante sobre su vida erótica.

Es aproximadamente de lo que va Rascacielos, obra concebida por el polifacético Jazz Vilá, entre otras profesiones, un actor que ya conocimos mediante notables trabajos para el cine, concretamente de Alejandro Brugués (Personal Belongings, Juan de los muertos) y que ahora se desdobla nuevamente en director (ya lo había hecho mediante una versión de La casa de Bernarda Alba, de Lorca) con la asistencia dramatúrgica de Marcos Díaz.

En Rascacielos se aprecia una influencia provechosa de dos escrituras dramáticas del patio: las de Abel González Melo (Nevada, Chamaco…) y Yunior García (Retrato de un hombre desnudo, Semen…); del primero hereda los nexos generalmente insospechados entre varios personajes, lo cual genera una estructura cíclica que deviene relato circular; de Yunior, esa suerte de «ruptura de sistema» (que llamaría Bousoño) al romper las barreras entre lo serio y lo cómico.

Hay perceptible enjundia en el corpus escritural de Rascacielos, ese nuevo intento de llegar a la cima, como alguna vez intentaron los hombres, provocando la ira de Yahveh, pero ahora son sus propias limitaciones para ascender —a veces, simplemente para andar— las que frustran constantemente sus relaciones.

Aquí fluyen los (des)encuentros y la fragilidad amorosa en muchas parejas jóvenes, que no logran consolidarse debido a lo errático de sus vidas, a la inseguridad de sus personalidades más que a desigualdades de cualquier orden, y sobre todo a la presencia de aquellas «zorras» que arruinan los jardines, de que hablara —para seguir con la Biblia— el Cantar de los cantares.

Y una vez más, la convicción de que el amor verdadero, ese que tanto demora (y a veces simplemente nunca llega) se encuentra muchas veces en las uniones menos convencionales, en enlaces donde apenas hay necesidad de hablar —un defecto que paradójicamente se torna así «por exceso», y que es motivo recurrente de falencia en las parejas, como observamos precisamente en la obra.

Lo que afecta en ocasiones la letra de Rascacielos son ciertas salidas efectistas, que priorizan el golpe dramático por encima de las soluciones; no siempre una frase ingeniosa es suficiente para cerrar una situación, una cadena de diálogos, y ello enturbia a veces el transcurrir narrativo. Afortunadamente, no al punto de adelgazar la espesura conceptual de la propuesta, que logra enlazar y cohesionar personajes y situaciones y discursar con propiedad sobre los complejos temas que aborda.

También la puesta refuerza tal acierto, con esa estructura circular que el propio movimiento escénico deviene: el mural que pinta Lorenzo, ese personaje-enlace, se torna fachada de los espacios respectivos, individuales de las parejas, y bastan elementales recursos (casi siempre los mismos, con diferentes funciones) para sentar la ambientación que rodea las discusiones y colisiones de aquellas.

Desempeña entonces un rol esencial el diseño de Robertiko Ramos, una mixtura de la estética pop con proyecciones posmodernas muy a tono con la de casi todos los personajes, en lo cual influye positivamente el vestuario, juvenil y desenfadado como ellos mismos. También la música, con piezas del CD Mano de obra, de Hernán López-Nussa, se suma a la consecución de una peculiar atmósfera.

Las actuaciones son un punto imprescindible en una pieza casi coral, mas en este rubro se observan sensibles desniveles. Amaury Lillán (Lorenzo) exhibe organicidad sostenida, como lo hacen Camila Arteche (Mónica) y Yaniel Castillo (Leo) o Carlos Busto (Julián), adecuados en las transiciones que entre el humor y lo dramático atraviesan frecuentemente sus personajes.

La pareja que integran Gabriel Ricard (Omar) y Katerine Richard (María Carla) denota sin embargo inseguridad y falta de matices, tornando casi siempre amorfa, plana la proyección histriónica.

Por su parte, Lulú Piñera (Claudia) confunde la ingenuidad e inmadurez del personaje con el aniñamiento excesivo.

Con sus limitaciones y contundentes logros, Rascacielos mantiene las tardes entre martes y jueves en la sala Llauradó sencillamente repletas, sobre todo de jóvenes, quienes buscan (y encuentran) en sus provocaciones, una manera franca y certera de corresponder al diálogo.

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