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Fastuosos aullidos del lobo

Con su última producción, El lobo de Wall Street, Martin Scorsese demuestra otra vez que conoce a la perfección el arte de hacer cine, aunque la película evidencie desde el principio su capacidad para el asombro y su incapacidad para convencer

Autor:

Joel del Río

Con el afán santificante que caracteriza una época desprovista de obras maestras incontestables o de paradigmas consensuados, El lobo de Wall Street ha sido clasificado como uno de los mejores filmes de Martin Scorsese, el autor que recientemente nos entregara esa lindura afrancesada que titularon Hugo, además del crucigrama pastiche que respondía al nombre de La isla siniestra. Scorsese repite ahora su interés más que demostrado por los cuentos de ascenso y caída de un antihéroe, vuelve a trabajar con Leonardo DiCaprio en el protagónico, luego de superproducciones que supuestamente elevaron el prestigio de ambos como Pandillas de Nueva York, Aviador y Los infiltrados, y demuestra otra vez que conoce a la perfección el arte de hacer cine, aunque la película evidencie desde el principio su capacidad para el asombro y su incapacidad para convencer.

La más reciente exhibe al héroe scorsesiano típico: delincuente, trágico, desajustado, al borde de la sicopatía. El filme aparece magistralmente ambientado, se cuenta con amenidad, pero, en resumen, la excursión cansa, satura, obnubila, a pesar de los muchos detalles surrealistas, de la edición veloz de planos muy cortos, imaginativos y contrastantes, y del guión saturado de verbalismo y de momentos bizarros, escritos por Terence Winter a partir de las memorias de Jordan Belfort, símbolo de toda una sicología del poder, el triunfo y el dinero.

Ocurre que el personaje es colocado, desde el principio, en los márgenes menos asequibles de la decadencia y la corrupción, y además aparece casi todo el tiempo enaltecido y admirado, justo por sus peores defectos. DiCaprio interpreta a un millonario corredor de bolsa que en los años 80 conquista el lujo, el poder y una buena parte de los placeres imaginables para el común de los mortales, a la manera de un ciudadano Kane de la especulación, la estafa y el dinero sucio. Su motor impulsor son la codicia, la habilidad para manipular con el verbo, y la tendencia al desmadre y al vicio, porque se supone estamos ante una sátira, comedia negra, cuento con trasfondo moral, de modo que también se infiere que el espectador nunca debe identificarse con los personajes, sino juzgar sus actitudes desde la distancia burlesca que le proponen los creadores.

Sin embargo, en la práctica, el retrato del protagonista está pintado con tan suntuosos colores desde la tentación y la fogosidad, y el filme juega con tanta fruición el as de la ambigüedad (en tanto baraja los objetos del deseo más ansiados por macho Alfa, rubio, norteamericano, ambicioso, símbolo eternamente triunfante de la masculinidad hegemónica), que en lugar de juzgar, una gran cantidad de espectadores se deja encantar por los «graciosos» excesos del personaje. Scorsese y DiCaprio nos entregan un retrato de la corrupción tan cínico como entusiasmado, y desde el guión hasta la interpretación y la puesta en escena se defiende con frenesí ese machismo arrasador, inescrupuloso, triunfante… porque el fin justifica los medios, y todo vale, y el mundo es de los temerarios capaces de pisotearlo todo para materializar sus deseos; todo vale cuando se trata de conseguir el dinero que posibilita comprar casi todo.

Nadie pudiera negar que Scorsese y su equipo han realizado una película hiperquinética que esconde bajo un estado de aparente caos el más recio control de los recursos expresivos, la cámara en estado excepcional de movilidad y la grandiosidad aplicada a la dirección de arte y al montaje. Sin embargo, la película nos deja la incómoda sensación de que ya no volverá la época en que Scorsese alineaba un acierto tras otro, porque son parte del pasado irrecuperable los 20 años que separan Alicia ya no vive aquí y La edad de la inocencia, pasando por Taxi Driver, Toro salvaje, La última tentación de Cristo y Uno de los nuestros. Si algo caracterizaba estos largometrajes era su penetrante interiorización en la errática humanidad de sus personajes. El lobo… presenta pelajes, aullidos, ferocidades, carne y hueso, comportamientos, pero al nivel de introspección y ontología, de filosofía y ética, es una película nula, vacía, grosera y muy decepcionante.

Pocos cineastas norteamericanos vivos pueden enorgullecerse de un currículo similar al suyo, de modo que sería injusto exigirle que siguiera añadiendo títulos a su galería de clásicos. Pero molesta la vaciedad, la frívola prosopopeya, su creciente «spielbergización». Puede ser que el éxito, el prestigio, los premios, el poder y la gloria, los Oscar y otros dorados oropeles hayan afectado la visión panorámica y penetrante que antes caracterizaba al director, respecto a la deshumanización de las sociedades contemporáneas, colmadas de perdedores, arribistas, víctimas y verdugos. Tal vez ahora le interesan más estos personajes unidimensionales, hundidos en el libertinaje y sin ninguna posibilidad de redención. Puede ser que a Scorsese solo le preocupe de momento despertar mecanismos de atracción-repulsión. No lo sé, y su película no me basta para adivinarlo. Solo sé que El lobo de Wall Street me provocó un deseo casi incontenible de volver a ver Taxi Driver.

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