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Amores difíciles en el teatro

Desde la escena, se aprecian en la presente temporada teatral confluencias entre diversas artes, y como denominador común, relaciones eróticas y de otro tipo que no se caracterizan por su armonía y realización

Autor:

Frank Padrón

Confluencias entre diversas artes desde la escena se aprecian en la presente temporada teatral, y como denominador común, relaciones eróticas y de otro tipo que no se caracterizan precisamente por su armonía y realización.

De la literatura partió Juan José Jordán para su obra Tula, Tórtola y Becerro, que reúne imaginariamente a tres glorias de la escritura cubana en el siglo XIX: Gertrudis Gómez de Avellaneda, José Jacinto Milanés y Joaquín Lorenzo Luaces, y fue puesta en escena por Fernando Quiñones y el grupo Rita Montaner. La idea es original, y rinde tributo no solo a Tula, en el bicentenario de su natalicio, sino a sus no menos venerables colegas y coetáneos.

La escenografía resuelve acertadamente ese encuentro intemporal y mí(s)tico mediante grandes paneles que representan manuscritos, así como la música que acompaña los diálogos con piezas de la época.

La camagüeyana ilustre e irreverente, adelantada a su época y creadora de un teatro, una poesía y una narrativa que aún hoy nos motivan, es cuestionada aquí por sus compañeros de letras sobre aspectos de su vida privada y su relación con la patria.

Lo que, a mi juicio, falla en la obra, es la  perspectiva demasiado caricaturesca —hasta esperpéntica— en que se presenta a Luaces y Milanés; sobre todo este último, de vida y amores trágicos, que como se sabe, devinieron locura irremediable, merecía un enfoque mucho más serio, lo que hace perder méritos a una obra con diálogos ingeniosos, y personajes fictivos que se mezclan con los reales.

Proyectadas en ese tono, las actuaciones de Jorge Mederos y Ariel Gil refuerzan tal concepción, mientras Valia Valdés sale bastante airosa, aunque le faltó mayor interiorización a su polémica escritora, pionera del feminismo entre nosotros.

Del mismo teatro parte Bent, pieza de Martin Sherman a su vez inspirada en Los hombres de los triángulos rosas —testimonio de Hans Heger, sobreviviente del Tercer Reich—, aunque ya conoció una versión fílmica homónima (Martin Sherman, 1997) donde el propio autor fungió como guionista.

La historia de Bent ilustra la condición última en la escala (infra)humana a la cual el régimen hitleriano condenó a los hombres que tenían sexo con otros hombres, portadores del triángulo rosa como insignia identificatoria y el peor visto por la heteronormatividad oficial, dominante, opresora; incluso bien por debajo del verde (delincuentes comunes) y del amarillo (judíos, quienes también podían llevar el rojo, correspondiente a los presos políticos).

El protagonista de Bent —un sobreviviente a toda costa, sin mucho escrúpulo— sigue el consejo de no revelar la verdadera condición por la cual ha sido llevado a Dachau y se hace pasar simplemente por judío. Y, desde esa falsa identidad, sostiene una sui géneris historia de amor con un compañero que sí confiesa sin ambages su inclinación erótica.

La puesta —de Stephen Bayly y Luis Ernesto Doñas— por La Peña Meisner de La Habana, logra ante todo una inteligente distribución del espacio, que permite dividir las acciones en su diferente cronología y topicidad; la traducción de Isaís Fanlo consiguió verter en nuestro español algunas complejidades lingüísticas del original.

Sin embargo, en la decisiva escena en que los prisioneros hacen el amor verbalmente, ante la vigilancia de los kapos en el campo de concentración, la cubanización del lenguaje extravía la poesía que encierra este esencial momento en el referente —y que sí conservó a plenitud el filme—, lo cual provoca, en vez de ternura y sensibilidad cómplices, una impertinente risa en muchos espectadores.

Las actuaciones son un punto sólido en Bent, al menos en el elenco que vi. Para Yasmani Guerrero en especial, Max ha constituido un provechoso desafío, si bien en la primera parte el actor debe matizar la conversación, que se torna demasiado apresurada y a veces ininteligible; el Horst de Yasel Rivero se proyecta matizado y dúctil, mientras Rudy (Jarlys Ramírez) aterriza un tanto en estereotipos que afortunadamente, supera en su ulterior aparición; Carlos Pérez Peña (Tío Freddy) despliega su habitual sapiencia escénica.

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