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El Oscar que nunca fue

El próximo 22 de febrero se entregan las (a)doradas estatuillas, y millones de cinéfilos en el mundo, incluidos los periodistas de cultura, hacen sus apuestas, descubren las tendencias dominantes y aguardan por los resultados

Autor:

Joel del Río

Leo y escucho en decenas de noticieros culturales la satisfacción, al parecer generalizada, porque las nominaciones al Oscar se colorearon este año de latinidad, porque, según veo, para ciertos reporteros y agencias los demás premios que en el mundo existen carecen de peso específico como novedad, y da lo mismo que reconozcan a chinos, africanos o latinos.

Mucho se habla en estos días, sobre todo en otros países, acerca de los designios legitimadores de ese grupo de jueces que es la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas (Academy of Motion Picture Arts and Sciences), aunque me siga pareciendo excesivo presentar al Oscar como el premio más importante del cine, cuando se trata, ni más ni menos, del lauro que Hollywood suele regalarse a sí mismo en apoteosis narcisista, y para ello dispone de un aparato propagandístico exponencialmente superior a cualquier otra ceremonia o reconocimiento del séptimo arte.

Puede ser que a la hora de redactar los sumarios noticiosos de tema cultural algunos crean equivalentes de nombradía y trascendencia, y entonces los titulares y notas informativas validan a ciertos creadores solo en virtud de haber sido seleccionados por la sacrosanta Academia. Pero sobre ese principio tendríamos que aceptar a la Coca Cola como el mejor de los refrescos imaginables y a la hamburguesa McDonald como alimento superior; también a Miley Cirus como actriz y cantante, solo porque en derredor de tales iconos se despliega una publicidad casi feroz, decidida a establecer estándares de prestigio.

El Oscar puede ser considerado el más importante de los reconocimientos solo para quienes consideren que el cine norteamericano constituye superlativo absoluto en cuanto a calidad, alcance y belleza. Porque lo que sí parece indiscutible viene a ser que el premio refleja las tendencias más representativas de la siempre llamada Fábrica de sueños, y que por tanto su trascendencia real se limita (si no fuera por la vocinglera y universal propaganda) a quienes hacen cine dentro de ciertas fronteras geográficas, temáticas y estéticas.

De todas formas, tal vez es inútil tratar de cambiar mecanismos mentales cultivados sin cesar por los medios desde aquel 11 de mayo de 1927 en Los Ángeles, California, cuando se creó la Academia con el propósito de «promover la industria  de cine en Estados Unidos», según consta en el Acta. El caso es que el próximo 22 de febrero se entregan las (a)doradas estatuillas, y millones de cinéfilos en el mundo, incluidos los periodistas de cultura, hacen sus apuestas, descubren las tendencias dominantes y aguardan por los resultados. Lo único seguro (y ojalá me equivoque) es que la ceremonia será igual de larga y aburrida que en los 30 años anteriores, y que Cuba seguirá siendo uno de los pocos países donde no se verá por televisión. Tal vez se considere que la entrega de premios es más frívola o evasiva que la mayor parte de las series norteamericanas actualmente al aire. No sé.

Ojalá los cubanos podamos ver la entrega de premios, o por lo menos un buen resumen, comentado, de lo que pasó esa noche, más allá de los pocos y raudos segundos asignados al premio en los mismos noticiarios culturales donde tantas veces se comentaron las nominaciones. Contemplar las orquestas redoblando, las supernovas deslumbrantes y un grupo de los profesionales más importantes del mundo en plena congratulación por su buen trabajo, no requiere realmente una justificación más allá del regusto que alentamos casi todos los seres humanos por lo colorido, brillante, selecto y espectacular, aunque a veces colinde con el ridículo. Que tire la primera piedra quien no haya disfrutado alguna vez con un despliegue de hermosos trajes en un escenario luminoso.

Birdman, dirigida por el mexicano Alejandro González Iñárritu.

Y en tanto periodista de cultura, ahí van mis pronósticos: los principales premios (mejor película, director y actores protagónicos o secundarios) debieran quedarse entre Birdman, dirigida por el mexicano Alejandro González Iñárritu, con un Michael Keaton haciendo parodia del superhéroe Batman y del histrión en crisis; y ese inclasificable documental ficcionado sobre el crecimiento y la madurez que es Boyhood, de Richard Linklater, con un Ethan Hawke capaz de interpretar algo tan elusivo como la quintaesencia de la paternidad.

En esta dura pelea entre dos filmes excepcionales, a lo mejor logra colarse el actor británico Benedict Cumberbatch, por The Imitation Game, gracias a que lo han ignorado sin motivo en varias ocasiones, y El gran hotel Budapest, de Wes Anderson, a quien la Academia le debe, hace años, un reconocimiento mayor, y de pronto Linklater o Iñárritu resultan demasiado independientes, o ajenos, a las tendencias dominantes.

Otro cineasta preterido, incluso en las nominaciones —y semejante desdén está divorciado por completo de la excepcionalidad de su filme— es Paul Thomas Anderson por Inherent Vice, adaptación de una complicada novela de Thomas Pynchon, y el solo hecho de verse excluida en las principales categorías la convierte en posible ganadora de los renglones donde sí fue recordada: mejor guión adaptado y vestuario. Reese Whitherspoon puede alzarse triunfadora como mejor actriz, independientemente de la calidad de su interpretación en Alma salvaje, porque desatendieron su actuación de reparto en la ya maltratada Inherent Vice, y los académicos están acostumbrados a ningunear a otra de las nominadas, una de las más valientes actrices norteamericanas: Julianne Moore.

El Oscar a las féminas se otorgará casi al azar, porque casi ninguna de ellas aparece en las películas postuladas a las categorías principales, es decir que más bien representan producciones consideradas menores por la Academia. Como ya dije, debiera ser el año consagratorio para Julianne Moore, porque Marion Cotillard, además de ser francesa, ya lo ganó; Reese Witherspoon ha sabido crecerse pero no lo suficiente, creo yo; y Patricia Arquette participa en Boyhood y resulta tan extraordinaria como todo lo demás que forma parte de esa película, pero seguramente le niegan el galardón a causa de una carrera medio errática. En las secundarias, Meryl Streep fue incluida por puro reflejo condicionado. Su nivel de maestría y justo prestigio la ha colocado en un punto que la actriz hace tres muecas, tararea una canción famosa, se disfraza de bruja, y llueven los premios y las nominaciones. Mi lector ya verá Into the Woods y me dará la razón, o no.

Reese Whitherspoon está nominada como mejor actriz por Alma salvaje.

El resto de los premios —mejor diseño de producción, montaje, fotografía— probablemente se reparta salomónicamente entre las ennoblecedoras biografías que abundaron este año: The Imitation Game, Selma, La teoría del todo y Mr Turner (que es del Reino Unido, con un actor británico, y sobre un pintor inglés, y por lo tanto tiene biotipo de perdedora). Los tres o cuatro galardones técnicos deben ser acaparados por superproducciones de ciencia ficción o de aventuras fantásticas, principalmente: Interstellar y Guardianes de la Galaxia, aunque se sabe que estos premios se reservan para congratular los grandes éxitos en taquilla, el cine que combina efectos especiales, espectacularidad y evasión, y por tanto pudieran tener algún chance X-Men: Días del futuro pasado o El Hobbit: La batalla de los cinco ejércitos. Pero son muchas, y no alcanzan ni siquiera a un Oscar por cabeza.

Finalmente, en cuanto a la mejor película de habla no inglesa es casi seguro que el ganador sea elegido por el mismo método paternalista y de afinidades electivas que los años anteriores. En pocas palabras: debe triunfar Relatos salvajes (también postulada como mejor guión), que es la más afín a ciertas concepciones cinematográficas cercanas al mejor Hollywood. Y esta afinidad sería larga de explicar, pero fácil de entender, sobre todo para quienes ya vimos el filme argentino en la más reciente edición del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano.

Y aunque en fútbol esté a favor de los argentinos, como espectador de cine me atraen mucho más la polaca Ida (postulada como mejor foto) y la rusa Leviatán. Nadie puede atreverse a dar un pronóstico certero, porque esta categoría ha demostrado ser la más impredecible y caprichosa de todas, y además el Oscar, en general, nunca fue un buen termómetro para medir calidades ajenas a Hollywood. De todas maneras, negar sus jerarquías, renombre y sugestión, o hacer como que no existe (salvo cuando nominan algún producto latinoamericano) viene a ser manía de porfiados aldeanos.

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