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Chéjov y la lámpara maravillosa

Una versión del famoso musical Aladino, de Alan Menken, podrá disfrutarse esta temporada con la puesta en escena de Alfonso Menéndez y su compañía del Anfiteatro habanero

Autor:

Frank Padrón

Las versiones de clásicos abundan en nuestro panorama teatral; lo mismo recientes, pero que ya han entrado en esa categoría, como de épocas anteriores, resulta reconfortante apreciar el modo en que se reescriben y recontextualizan desde la perspectiva muchas veces creadora de teatristas y directores.

En la presente temporada puede disfrutarse, digamos, el estreno del famoso musical Aladino, de Alan Menken, en versión y puesta en escena de Alfonso Menéndez con su compañía del Anfiteatro habanero, ya especialistas en este tipo de teatro, el cual logran adaptar con una dignidad incuestionable y una respuesta masiva, entusiasta de un público conformado por las más diversas extracciones, edades e intereses.

El nuevo montaje no es excepción. Llevado al cine por Walt Disney Pictures en 1992 y éxito ahora mismo en Broadway, con numerosos premios y nominaciones en los famosos Tony, la pieza, que a la bella solfa (a propósito, complejizada y enriquecida por Menken para el teatro) adicionó letras de Howard Ashman, Tim Rice y Chad Beguelin, este último autor del libreto, se ambienta, como es bien sabido, en el universo árabe.

El popular cuento del muchacho humilde a quien el genio de una antigua lámpara le concede tres deseos introduciéndolo en el mundo palaciego después de peripecias numerosas para finalmente conquistar el corazón de la princesa, da pie a una deliciosa coreografía que Menéndez y sus colaboradores (en este caso Caridad Rodríguez) al trasladar el escenario a La Habana Vieja, han conservado en toda su lozanía y riqueza.

Algo semejante debe anotarse a propósito de la música, la cual siempre se apoya en notables profesionales de ese rubro: las orquestaciones de Rogoberto Otaño han respetado el sustrato original (foxtrox, jazz, rock, blues…) salpicándolo de células nuestras, mientras los arreglos corales (Liagne Reyna) para el ensemble del ICRT crea majestuosos contrapuntos con solistas de sólida proyección vocal.

Las actuaciones constituyen otro punto favorable: la mayoría de los jóvenes (Raunel Yero, Andrés Sánchez, Marla Miralles, Claudia Betancourt, Yoniel Llacer, entre otros muchos…) encara sus personajes con gracia, simpatía y conocimiento de causa.

Pero esta vez hay dos elementos a destacar: uno es el vestuario, que diseñó el mismo director y llevaron a la práctica Roberto Máximo, Roddy Pérez y Martha Rodríguez, caracterizado por la abundancia y la belleza; y otro el ritmo del espectáculo, que esta vez no decae ni un minuto. Patentizo esto pues en anteriores puestas se ha notado —lo he escrito o se lo he hecho saber a Alfonso— ciertos descensos en la progresión del relato, pero afortunadamente no es para nada el caso.

Con Aladino, en fin, la trouppe del Anfiteatro de La Habana se anota otro tanto en su provechosa y fructífera carrera; a juzgar por las funciones casi siempre repletas hasta ahora, habrá lámpara maravillosa para largo inundando de alegría y fiesta la espaciosa Avenida del Puerto.

A cargo de Maikel Chávez, otra versión no menos original es la que Teatro Pálpito ha realizado en torno a Petición de mano, de Anton Chéjov, que ha vuelto a la sala Llauradó. Las dificultades de una potencial pareja en llevar a cabo un insinuado noviazgo por las constantes desavenencias ante cualquier tema (devenido siempre conflicto y disputa) permitió al cuentista y dramaturgo ruso del siglo XIX desplegar su habitual y singular sentido del humor, no por muy afincado en su nacionalidad, carente de connotaciones universales.

La actual reescritura adaptó ese ambiente al campo cubano, salpicando el libreto de frases y giros criollos e incluso actualizando hasta ahora mismo el relato.

La puesta de Ariel Bouza logra conectar con el público mediante indudable gracejo, y un movimiento escénico que se pone a tono con la dinámica del texto. El director se hizo cargo de una escenografía tan sencilla como precisa y un vestuario que define las características de los personajes, estos asumidos con verdadera profesionalidad por los actores (Yanelis Mora, Homero Saker y Bouza asumiendo el padre) sin abusar —como una representación típica hubiera hecho esperar— en las peculiaridades del habla y el carácter del guajiro cubano.

Siempre es bienvenido el teatro «hecho en casa», pero no menos importante es el que procede de otros meridianos, y encuentra saludables lecturas por nuestra gente.

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