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Nostalgia de Pasolini y sus molinos

Por estos días la Cinemateca de Cuba ofrece en el Multicine Infanta el ciclo Requiem por Pasolini, para recordar al poeta, novelista, ensayista, dibujante, articulista, dramaturgo y cineasta italiano Pier Paolo Pasolini en el aniversario 40 de su asesinato

Autor:

Joel del Río

En un contexto audiovisual regido por la televisión, las computadoras, el paquete semanal y la casi desaparición del cine en términos de sala oscura y ocupación de tiempo libre preferida por todos los cubanos, viene a ser un esfuerzo quijotesco y excepcional de la Cinemateca de Cuba el empeño por seguir ofrendando a Dios y al César lo que a cada uno le toca. Me refiero a la alternancia entre lo mejor y más contemporáneo procedentes de Colombia, Bélgica o Turquía (por solo mencionar algunas de las más recientes jornadas) y ciclos como el Requiem por Pasolini, que ahora mismo se está verificando en el Multicine Infanta.

Algunos creerán que exagero cuando hablo sobre el esfuerzo de la Cinemateca en términos cercanos al intento por domar molinos de viento, o de abrir surcos fértiles en el mar, cuando se sabe que una inmensa cantidad de espectadores cubanos, en especial, los jóvenes, prefieren ver en su casa las últimas teleseries norteamericanas de moda (que tampoco son nefastas per se, solo que limitan la cultura, la percepción y la sensibilidad de quien las consume de modo excluyente) y se niegan redondamente a ver películas en blanco y negro o concebidas desde otros tempos narrativos.

Es sintomático de nuestras lagunas culturales, en cuanto a la educación audiovisual, el modo totalitario en que muchos de estos jóvenes se atrincheran en los indiscutibles méritos de algunas de estas series y filmes comerciales de última hora para negar de manera absolutista toda la heredad audiovisual anterior al año 2000, y rechazan, por puro desconocimiento, propuestas culturales como las empresas mensuales de la Cinemateca, y ciclos como este, el más completo jamás exhibido en Cuba, y consagrado a la obra del cineasta italiano Pier Paolo Pasolini, por el aniversario 40 de su asesinato.

El cine nunca fue para Pasolini un medio de ganar dinero, fama y mucho menos un modo de tener «bien seguro su proceder con todos», como decía una canción de Pablo Milanés contemporánea con las mejores películas del polémico y provocativo autor italiano. Su última película, Saló o los 120 días de Sodoma (1975) adaptaba la novela del Marqués de Sade y al mismo tiempo recreaba, con un alto contenido de violencia y sexo, la república fascista de Saló, descrita en cuatro segmentos que hacen símil con el Infierno de Dante: Anteinfierno, Círculo de las manías, Círculo de la mierda y Círculo de la sangre.

Esta y otras películas de Pasolini, como la explosiva Teorema (1968) —concentrada en el personaje de un ángel, o demonio, que seduce a todos los miembros de una familia burguesa, dentro de una atmósfera semifantástica, y al mismo tiempo sórdida—  resultaban incómodas, heterodoxas y chocantes, en una época en que «lo moderno» se vinculaba con tales adjetivos, y se apartaban de la comodidad digestiva a la que derivaría, poco después de la muerte de Pasolini, el llamado Nuevo Hollywood a través de los taquillerazos diseñados por Steven Spielberg o George Lucas, los gurúes del cine que se impondría planetariamente.

Poeta, novelista, ensayista, dibujante, articulista y dramaturgo, el interés de Pasolini por los grandes obras literarias y teatrales que demarcaron los rumbos ideoestéticos de la cultura europea, se hizo patente en sus adaptaciones de El evangelio según San Mateo (1964), Edipo Rey (1967) y Medea (1969), de acuerdo con su visión personal, marxista y neorrealista, sobre la Biblia y acerca de las tragedias de Sófocles y Eurípides. Luego, entre 1971 y 1974, emprendió la llamada Trilogía de la vida (integrada por El Decamerón, Los cuentos de Canterbury, y Las mil y una noches) que defiende al erotismo, la fe y la literatura en tanto motores de la civilización.

El legado del célebre y problemático cineasta —cuestionado por su abierta homosexualidad, por sus militantes ideas de izquierda, por su antifascismo y anticlericalismo opuesto a las represiones y los fanatismos—, ha sido un tesoro que enriqueció la obra de posteriores cineastas como el norteamericano Abel Ferrara, quien reconstruyó las últimas horas del cineasta en Pasolini (2014) obra que hace parte del ciclo de la Cinemateca de Cuba, junto con varios documentales realizados por un cineasta comprometido con un cine al mismo tiempo naturalista y poético, popular en su profundo compromiso con la verdad y la belleza.

El final del ciclo dará paso, prácticamente, a la celebración del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, que ojalá conserve la preferencia pública de otros años, puesto que sus proposiciones anuales están afectadas por los mismos cambios en las costumbres de consumo del público que aludíamos al principio de este trabajo, junto con un declive acelerado de nuestras principales salas de exhibición, necesitadas de inversiones millonarias para solucionar los problemas constructivos, de ambientación y proyección.

En el Festival, competirán, como se ha informado en reiteradas ocasiones, nueve largometrajes de ficción cubanos, de los cuales hay dos títulos que patentizan una cierta cercanía conceptual con el legado cinematográfico de Pasolini: la ópera prima Caballos, de Fabián Suárez, y La obra del siglo, de Carlos M. Quintela, que participa de la competencia principal a pesar de que su debut, La piscina, nunca tuvo la oportunidad de competir por los Corales, a pesar de que provocara polémicas, diatribas y elogios encendidos por parte de especialistas cubanos y extranjeros.

La obra del siglo y Caballos están rodados mayormente en blanco y negro (aunque la primera presenta numerosos insertos en colores); ambas expresan fuertes rebordes documentales en combinación con agudas introspecciones. Por otra parte, ambos filmes parecen negarse a la desesperación y el pesimismo total para ofrecer salidas y soluciones, aunque sean poéticas, a los conflictos de sus personajes.

Tanto Fabián Suárez como Carlos M. Quintela se apropian, al igual que Pasolini, de múltiples referencias cinematográficas, musicales, literarias o teatrales para describir un presente marcado por un pretérito difícil e insuficientemente explicado. Ellos son autores jóvenes y cultos que rechazan abiertamente, como Pasolini, ciertos convencionalismos cinematográficos, prejuicios y atavismos y tal vez por ello sus filmes pudieran parecer provocativos y pretenciosos. Vale decir que nuestro cine requiere, hoy más que nunca, mayores dosis de inconformidad y ambición, es decir, sendos toques de Pasolini.

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