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Cuidar a Cuba como la casa

¿Qué otra cosa mejor puede hacer un creador?, se pregunta el Premio Nacional de Literatura (1994) y Presidente de la Uneac. Porque es en la casa donde uno sueña, donde uno vive, donde uno ama. ¿Qué mejor puede hacer un poeta que empujar un país?

Autor:

José Luis Estrada Betancourt

Como un presagio de que sería cubano hasta el mismísimo tuétano, Miguel Barnet Lanza llegó a este mundo el 28 de enero de 1940, el mismo día en que se llenaba de luz el universo con el nacimiento del más preclaro de los hijos de esta tierra. «Lo digo con el mayor de los orgullos: soy cubano de pura cepa, por una conciencia que contribuyó a forjarme la obra martiana. La obra martiana y la de Don Fernando Ortiz, quien me reveló como un espejo cóncavo todos los lados de nuestra idiosincrasia».

Como el ilustre Lezama Lima, para el Premio Nacional de Literatura (1994), Martí también siempre ha sido ese misterio que nos acompaña, «pero un misterio que se nos presenta como una anunciación: el de un hombre que a los 42 años realizó una obra mayor, increíble, cuando, desde la dimensión poética que es la fuerza mayor de todo ser humano para crear, pudo aunar a hombres de diferentes tendencias y organizar el partido que contribuyó a que se llevara adelante la Guerra Necesaria. Martí tuvo la capacidad incalculable de penetrar en la condición humana. Murió demasiado joven, pero su muerte fue la resurrección de un pensamiento que todavía tiene vigencia: el pensamiento emancipador.

«Soy un cubano atípico... No me gusta el calor, tampoco los frijoles negros. No sé… soy cubano por vocación, no porque los elementos de la cubanía sean los que me distingan. No tengo, y nunca tuve, la intención de parecerme a nadie de ninguna otra latitud. Nunca fui ni afrancesado, ni hispanizante. Siempre cubano, pero en otra línea: la línea profunda de la indagación y la búsqueda de las esencias.

«No se es cubano porque a uno le guste fumarse un tabaco o porque le encanten los casquitos de guayaba o el café. Fernando Ortiz me lo hizo entender cuando me reveló la nación. La nación en toda su complejidad. Los cubanos no somos tan extrovertidos, ni tan pachangueros como se cree. Pienso que hay que ir a la música cubana, y a la música sinfónica cubana, para conocer la profundidad del alma nacional. El cubano es muy profundo y posee una inteligencia emocional que escasea en otros lares. Es dueño de una facultad que aprecio sobremanera: mira hacia el futuro. Siempre ve más allá o, como decía Dulce María Loynaz, mira al otro lado de la Luna. De lo contrario no hubiéramos resistido tantas dificultades, tantas penurias».

—¿De qué manera se apoderó del cubano esa cultura de la resistencia?

—Esa cultura de la resistencia está muy enraizada y encuentra su génesis en el cimarronaje. Aunque la mayoría de los cubanos no esté plenamente consciente de eso, la esclavitud africana, la trata transatlántica, que fue tan dolorosa, tan cruel —la Unesco la declaró como el mayor crimen de la humanidad porque duró casi cuatro siglos—, nos condujo a aprender de ese sentido de la épica, de esa búsqueda de la espiritualidad y de la salvación, que fue lo que llevó a los cimarrones a huir a los montes y a las cuevas.

«Por esa razón admiro tanto la figura de José Antonio Aponte, porque, si es verdad que Carlos Manuel de Céspedes es el Padre de la Patria, y Martí el autor intelectual de todas nuestras gestas, incluida la del Moncada, los cimarrones fueron los abuelos de la Patria. Ellos dieron el primer grito de libertad y de emancipación espiritual. Y ese es el lado que más valoro de eso que llamo lo cubano, que es una esencia ambigua».

—Ha dicho que le molesta cuando lo toman por un cubano estereotipado...

—Pues sí. Me molesta cuando alguien en el exterior me señala: «Ah, tú eres cubano», y solo tiene en mente que debo ser alegre, extrovertido, rumbero... ¡Y mira que me gusta la rumba! Ha sido el género musical nuestro que más se ha extendido a lo largo de los años por sus valores primarios y su inteligencia para resistir...  Sin embargo, no sé bailar, lo cual no me inhabilita para admirar un género tan importante, que es muy elegíaco, además. Las grandes elegías están en el guaguancó, no solo en la poesía de José María Heredia, Guillén o de Emilio Ballagas, están en el guaguancó, algo que me fascina de Cuba. No bebo ron, casi no bebo. No soy un monje, para nada. Digo como el Papa: soy un gran pecador. Lo que más disfruto es el whisky, y el vino tinto...

—¡Qué cubano más raro!, dirá la gente...

—Bueno, es que por mis venas corre sangre catalana, gracias a mis abuelos, lo cual me ha dado una fortaleza y una tenacidad. No puedo vivir sin levantarme cada mañana con un propósito, con un programa de vida. Me cuesta estar quieto. No me interesa el reposo, sino la acción, el trabajo creativo y en conjunto.

Entre halcón y jicotea

—¿Qué lo llevó a acercarse a la obra de Fernando Ortiz?

—Quizá un complejo de culpa. Quizá mi vocación antirracista de siempre se deba al hecho de que mis abuelos tuvieron esclavos. Lo digo, lo digo en uno de mis poemas... No hay nada más absurdo que, es un crimen, discriminar a alguien. Por eso desde jovencito me acerqué tanto a la obra de Fernando Ortiz, que ahora es muy conocida, pero no en el año 58. Para mí fue un privilegio haber estado tan cerca de Don Fernando, y después de Alejo, Nicolás, Virgilio, de Eliseo... Pero el caso de Don Fernando fue muy particular.

«No olvido que acostumbraba ir a las librerías de la calle O’Reilly. En una de ellas hallé un libro pequeñito, llamado La clave xilofónica de la música cubana. Lo compré y me fascinó. Don Fernando aseguraba que en esa clave xilofónica se encerraba el rumor de la cubanía, el sonido de lo cubano. Yo había estudiado en una escuela norteamericana y estaba ajeno a todo eso, a pesar de que vivía en un edificio de clase media en el Vedado, frente al cual estaba el solar Miami, donde veía entrar todos los tambores: el bonkó echemiyá, los batás... Pero mi curiosidad era tremenda.

«Un día, después de haber comprado aquel folleto, caminando por Prado, en un lugar que era como de periodistas, me encontré con una exposición de instrumentos musicales. Organografía afrocubana o algo así se nombraba. Entré y quedé fascinado, porque vi expuesto lo mismo que tanto me llamaba la atención desde la ventana de mi casa. Pero que en aquel sitio adquiría otra significación.

«Salí en la búsqueda de la persona que había organizado la exposición. “¿Te interesa?”, me preguntó. “Sí, mucho”. Entonces, como ahora, yo llevaba una libretica de apuntes en la que anotaba los nombres que identificaban a los tambores. “Pues estos son los abakuá, los arará, los iyesá...”, me explicó. ¡Todos estaban allí! “Algún día, pronosticó aquel hombre, crearemos algo donde esto se estudie”. ¿Sabes quién era? Argeliers León, mi gran maestro de Etnografía y uno de los discípulos predilectos de Don Fernando. Al triunfar la Revolución fundó el Instituto de Etnología y Folclor.

«Pues Argeliers León me invitó a una fiesta en casa de Don Fernando Ortiz, donde se le celebraba un cumpleaños a Merceditas Valdés. Ese día allí conocí a Don Fernando, que estaba vital con su bastón. A partir de ese momento empecé a visitarlo por mi cuenta, sin decirle nada a nadie. Toqué y se abrió una puerta gigantesca, un camino de damasco, un camino de luz.

«Imagino que debí acudir a otra persona, pero mi curiosidad era tanta... Y ese mundo de la religión de origen africano me deslumbró, entré en un arcano mágico que, pienso, es la riqueza mayor con que contamos como mundo mitológico. El gran corpus mitológico de Cuba es afrocubano, yoruba básicamente. Quedé deslumbrado como escritor y como investigador, gracias a Don Fernando. Nunca fui su secretario. Lo ayudé. Le leía mucho. Fue la segunda persona que escuchó fragmentos de Biografía de un cimarrón cuando la escribí —se cansaba—, después de Calixta Guiteras. Más tarde se la leí completa a Margarita Dalton, la hermana de Roque».

—Biografía de un cimarrón cumple 50 años en este 2016...

—Así es. Lo publiqué a finales de enero de 1966...

Con Biografía... se dice que usted inauguró un nuevo género literario...

—Yo diría una noción que ahora en inglés la denominan nonfiction creative. O sea, una narración que en apariencia no es ficción, pero que sí lo es. Como todo. Desde el momento en que organizas un diálogo, lo ensamblas, lo editas, estás creando una ficción. Yo no sé si la realidad tiene más ficción que la ficción. Esas son fronteras que para mí son invisibles. Igual que hace rato que se quebraron las que se han establecido entre los géneros, pero no por los intelectuales, la desconstrucción o alguna de esas teorías, sino porque el pueblo nunca creyó en ello. Los pueblos del mundo siempre integraron la música con la danza, con la literatura, la poesía, con las expresiones plásticas... Hay un solo arte. La creación artística es el gran misterio de la condición humana: concebir un ballet, hacer un poema, escribir una novela...

«Tuve esa intuición precoz. Si hubiera tomado los elementos de mis largas conversaciones con Esteban Montejo, posiblemente hubiera sido un libro muy aburrido, un informe de la Academia de Ciencias sobre las confesiones de un ex esclavo que había sido cimarrón. Pero le di otra dimensión, gnómica, mágica, e hice mi modesta contribución a lo que yo luego llamé novela-testimonio».

—Llevan su firma significativas novelas: Gallego, Canción de Rachel, La vida real, Oficio de ángel... Sin embargo, se presenta como un poeta...

—Jamás me he considerado un novelista puro. Soy un híbrido entre halcón y jicotea... Mira, es que todo parte de la poesía. Si Martí no hubiera sido poeta, no hubiera tenido esa meridiana claridad, esa luz para ver el futuro y saber lo que debía hacer. De hecho, la Revolución es un gran acto poético: romper esquemas, crear nuevos paradigmas, es el rol de los poetas.

«La poesía constituye el género más difícil porque es donde uno no puede repetirse. El poeta tiene que ser original en la misma medida en que lo fueron Walt Whitman, José María Heredia, Nicolás Guillén. Si no has creado un mundo poético con tu propio repertorio metafórico, mejor te dedicas a otra cosa. En mi caso, la poesía me llevó a la investigación, a todo. Observar primero, desde la ventana de mi casa, los tambores en el solar Miami, y admirarlos después en una vitrina, fue la revelación de la nación, de la riqueza de la nación donde vivo.

«La épica, las tradiciones, las corrientes filosóficas; el cristianismo con José Agustín Caballero y Félix Varela... Todo eso contribuyó a la conformación de la nación cubana, pero la esencia, lo fundamental, está en la base, que estuvo tantos años escamoteada, relegada. Ese es el lado de la Luna al que se refería Dulce María, que me reveló Don Fernando. Sin esa esencia no existe explicación alguna de lo cubano.

«¿Qué género hay en Cuba mayor que la poesía? Ninguno. Todos los temas están en ella, desde José María Heredia, pasando por Milanés, Julián del Casal, José Martí... El amor, el desamor, la vida, la muerte, la ética... incluso lo épico. ¿Quieres una concepción mayor de nuestro Caribe que la poesía de Nicolás Guillén? ¿De la muerte que el poema El bosque, de Luisa Pérez de Zambrana? ¿Del concepto de Patria y de la Libertad como en Heredia y José Martí?».

—Usted escribió un poema que se ha convertido en un himno: Empujando un país. ¿Qué siente un autor cuando una obra suya alcanza esa categoría?

—Es que yo veo a Cuba como mi casa. Bueno, es la casa de todos los cubanos, incluso de los que están afuera, que la añoran tanto. ¿Y qué otra cosa mejor puede hacer un creador que cuidar su casa? Porque es la casa donde uno sueña, donde uno vive, donde uno ama. ¿Qué otra cosa mejor puede hacer un poeta, que no tiene los recursos de los políticos, o las herramientas de los científicos, que empujar un país? Mi aspiración mayor es ver una Cuba creciente, cada vez más inclusiva, cada vez más democrática.

Hombre de privilegios

—Igual usted fue privilegiado al ser el intelectual más joven que participó en aquel encuentro que hoy se conoce como Palabras a los intelectuales...

—Trabajaba con Argeliers en la Biblioteca Nacional. Entonces él y un grupo de sabios creaban los estatutos y el reglamento del Instituto de Etnología y Folclor, y yo aquel día sencillamente bajé del Departamento de Musicología, donde  laboraba. Fue un momento tremendo. Recuerdo muchos debates y la inmensa preocupación porque había miedo a que se produjera una debacle y se limitara la libertad de expresión, de que se pudieran atacar las religiones... Pero Fidel dijo que todas las formas eran posibles, siempre que no se fuera contra la Revolución. Y es que la Revolución era un sueño que se había realizado, no un cambio político, ni de Gobierno. Era un sueño de quienes queríamos acabar con una tiranía tan estéril.

«Allí había católicos, protestantes, militantes del viejo Partido Socialista Popular, gente del 26 de Julio, intelectuales (casi todos mayores, con obra), y Fidel tuvo la osadía de dirigirse a aquella masa y ganarse su admiración. No solo por lo que preconizó y expresó, que es la génesis de nuestra Política Cultural, sino por el lenguaje que empleó, que era distinto. Fue muy convincente con su discurso desemperchado, coloquial, que llegaba con sencillez, pero con mucha convicción.

«Después pasaron muchas cosas, como sucede en todas las revoluciones, pero a mí no me gusta recordar las cosas feas, porque arrastran energías negativas que, como se dice popularmente, atrasan. Yo siempre quiero ver el futuro, mirar más hacia adelante».

—¿Cómo ve hoy Palabras a los intelectuales a la distancia de cinco décadas y media?

—Allí se inauguró un pensamiento nuevo. Una epifanía. En Palabras a los intelectuales están las bases, las plataformas que permitieron diseñar la Política Cultural que hoy está vigente en el país. En la actualidad, en que existen tantas fuerzas moviéndose y nos hallamos ante tantos desafíos, estoy convencido de que esa política es un catalizador y un freno a que lo superfluo y lo adocenado vuelva a penetrar en nuestro país.

—¿Qué distingue la Política Cultural de la Revolución Cubana?

—Yo no la veo como un conjunto de dogmas, sino como un principio martiano, universal y, por supuesto, fidelista. Sé que hay que debatir y dialogar. Dialogar, dialogar, dialogar, como decía Alfredo Guevara, pero lo más importante, considero, es crear, crear, y crear, y la Política Cultural ha motivado y desatado una creatividad incontenible en nuestro país.

«Debe haber un espacio amplio, donde todo quepa, aunque resulte incómodo, tenemos que saber vivir con el pensamiento de todo el mundo, siempre y cuando no corroa la esencia de la nación. Debemos aprender a dialogar con personas que no piensan exactamente como nosotros. Creo que es sano. Si no dialogamos no podremos convencerlas de los principios que sentimos que son los que son, y los que valen».

—Poco después de Palabras a los intelectuales surgió la Uneac, y usted otra vez entre los fundadores...

—Empecé en la Uneac muy jovencito, tenía la misma edad que cuando entré en la Academia de Ciencias. Las cosas fantásticas de la Revolución: en el año 1961 portaba un carné que me identificaba como investigador científico (sonríe). Por obra y gracia de Argeliers tuve mi carné.

—En los momentos complejos de hoy, ¿cuál debe ser el papel de la Uneac y de sus escritores y artistas?

—Debemos estar delante de todos los esquemas, por encima de todos los esquemas. Delante de todos los dogmas, por encima de todos los dogmas, y siempre con una visión de futuro, y de auténtica vanguardia. No podemos olvidarnos de eso: si decimos que somos una organización de la vanguardia tenemos que demostrarlo. ¡Todos los días!, y ayudar con el diálogo al fortalecimiento, enriquecimiento y crecimiento de la Política Cultural. No olvidar que nuestro objetivo máximo es empujar un país.

—¿Sigue siendo la cultura escudo y espada de nuestra nación?

—Por supuesto, es salomónica esa frase de Fidel, dicha en medio del período especial cuando todos bajamos de peso y nos volvimos un pueblo delgado, esbelto. Pero hay otra, que dijo en un Consejo de la Uneac: la cultura es lo primero que hay que salvar. Pero no se estaba refiriendo a los poemas, las novelas, a los cuadros de los pintores, hablaba de la espiritualidad del pueblo cubano, que está concentrada y acunada en las expresiones culturales. La cultura es lo primero que hay que salvar, porque la cultura es el imaginario. La cultura es la salvaguarda de la memoria, y sin memoria no hay país.

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