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Enemigos íntimos

Argos Teatro regala dos fines de semana la más reciente obra de uno de sus autores más recurrentes: Abel González Melo

Autor:

Frank Padrón

Celebrando sus 20 años, y a diez de llevar a escena Un enemigo del pueblo, de Ibsen, Argos Teatro regala dos fines de semana la más reciente obra de uno de sus autores más recurrentes: Abel González Melo.

Bajo la dirección de quien lidera desde sus inicios el colectivo, Carlos Celdrán (flamante Premio Nacional de Teatro), Protocolo, que es su título, insiste en dos invariantes recientes del dramaturgo: la indagación en el mundo de clase media/alta (tras hacerlo durante muchos títulos sobre estratos marginales) y la referencia al importante dramaturgo noruego (toda una «obsesión», según confiesa su joven colega en Cuba); si hubiera que agregar otra, esta sería la pareja aparentemente armónica entrando en una profunda crisis que hace tambalear la supuesta perfección de sus vidas.

La breve temporada en el pequeño recinto de Ayestarán tiene la peculiaridad de contar con las actuaciones de dos integrantes del grupo Artífice Escénico (España), algo muy pertinente por cuanto la acción de la obra se desarrolla en tierra ibérica. Ellos asumen las personalidades del matrimonio integrado por Petra, alcaldesa de una ciudad costera allí, y su marido, el médico Tomás. Ambos abren un balneario internacional frente al Mediterráneo que ha permitido recuperar a la urbe su prosperidad extraviada. Sin embargo, la repentina enfermedad de un turista africano amenaza con hacer tambalear el presuntamente irreprochable proyecto.

Como en su pieza anterior (la también ibseniana Mecánica) estos seres unidos en la vida y el trabajo asumirán posiciones diametralmente opuestas ante un hecho cismático, lo cual dará la oportunidad para que afloren secretos y mentiras, dobleces y enveses, y esas «últimas cartas bajo la manga», que implican golpes bajos cuando la tensión llega a su clímax.

En esta ocasión concentrando y sintetizando mucho más el referente (Un enemigo del pueblo), González Melo desgrana cierto catálogo «protocolar» que implica un crescendo en la temperatura dramática, incluyendo inversión y choque de roles, cuestionamientos éticos y profesionales, intromisiones entre vidas pública y privada (a un punto que llegan a ser inseparables) y cuanto «trapo sucio» lleva a ambos rivales a defender y hacer predominar lo que consideran su verdad.

El autor, quien ha llegado pese a su juventud a un momento de indudable madurez, sabe manejar cada vez mejor las contextualizaciones, las lecturas alternas dentro de un abanico polisémico que puede remitir a tiempos y espacios diversos, la renuncia a desenlaces preestablecidos o previsibles y la perspectiva dialógica, los enfrentamientos progresivos que significan una evolución enriquecedora dentro del sistema de personajes y del relato.

En puridad, si algo hubiera que reprocharle ahora es cierto exceso en la acumulación de razonamientos y argumentaciones de los personajes que, en determinados momentos —sobre todo al final— pudiera constituir un reto demasiado fuerte para los actores. Nada, sin embargo, que no logren resolver con profesionalidad y dominio histriónico Ernesto Arias y Paloma Zavala, dos figuras, dicho sea, de no poco prestigio en el panorama teatral y televisivo en Madrid, y quienes ya habían colaborado con Celdrán y G. Melo en la versión española de Chamaco (2013).

En tanto lectura escénica, Carlos extrema su acostumbrada economía de recursos con una puesta donde la escenografía es casi inexistente, y en la cual unos pocos (aunque eso sí, muy reveladores) vestidos, logran diseñar estatus, situaciones e incluso cambios temporales.

Valga mencionar escenas como el retorno al pasado —inicios de la relación y del proyecto que da pie al conflicto— o la alternancia/cercanía espacial de llamadas telefónicas una vez desencadenado aquel, con los mismos interlocutores de modo casi simultáneo pero donde se transparentan las adversas posturas de los ahora enconadamente enfrentados Petra y Tomás.

Pero siempre se cuenta con eficaces colaboradores (el diseño lumínico de Manolo Garriga ejecutado por Jesús Darío, y toda la sonoridad a cargo de Pablo Gámez, por ejemplo) que convierten cada puesta de Argos Teatro en una verdadera fiesta.

Con Protocolo, aunque paradójicamente sin más seguimientos protocolares que su estructura paródica, Abel González Melo y Carlos Celdrán, Argos Teatro y Artífice Escénico estrechan lazos entre dos países que, ya se sabe, están unidos por la sangre y la identidad, aunque obras y puestas como estas nos remitan a una universalidad y una atemporalidad que refuerza sus espejos, sus imanaciones y sus mareas con el mismo reflujo y la energía con que lo hacen las aguas del Mediterráneo.

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