Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La ¿sagrada? familia

Hacemos un un repaso a tres obras en las más reciente escena teatral habanera

Autor:

Frank Padrón

Tres obras sobre eso que Marx llamara «la célula económica de la sociedad burguesa» han ocupado desde los personales ángulos de sus creadores la más reciente escena teatral habanera.

S.O.S Familia Cubana, por Teatro Gaviota, partió de un referente ilustre, archiconocido, para abordar problemas de la institución social en los tiempos que corren en la Isla: Romeo y Julieta, de Shakespeare.

Desde el prólogo, se paladea un raro sabor a impostura; sabido es cómo se usa con frecuencia la interacción con la platea (actores que se confunden con los espectadores, que despliegan su personajes en medio de las lunetas, etc.) pero todo debe tener una mínima justificación dramática que, en el caso de esta pieza escrita y dirigida por Liliam Dujarric, no existe ni remotamente.

La insistencia de la acomodadora en los molestos movimientos del presunto asistente que resulta ser el protagonista, las disculpas de la directora y otras actitudes tan forzadas como innecesarias, no constituyen, sin embargo, lo más deficiente de esta puesta que pudo apreciarse en la sala Rita Montaner.

La mezcla indiscriminada y absurda de una historia actual en torno a familias encontradas, miembros corruptos y encuentros generacionales desde una perspectiva contemporánea que incluía ciertos toques humorísticos, con los parlamentos de dos actrices que, a la manera del antiguo coro griego, pretendían filosofar sobre la vida, el amor y la sociedad, mediante un lenguaje presuntamente culto (en realidad seudopoético y hueco), genera en S.O.S Familia Cubana una colisión de tonos que lastra la obra de principio a fin, y ni siquiera algunas actuaciones atendibles y una puesta bastante correcta pudieron evitarlo.

Hablando de retórica no bien empleada, se trata de un defecto que también afecta la consecución de otra obra sobre el tema que, por enunciados y escritura, pudo llegar mucho más lejos. Me refiero a La piñata, de Eugenio Hernández Espinoza, con su grupo Teatro Caribeño.

Un padre dogmático y estalinista, quien en su nuevo cumpleaños recibe a toda su descendencia (a la cual bautizara con nombres rusos en honor a la amistad cubano-soviética de tantos años) y a otros familiares y amigos, muestra antes y durante la celebración actitudes que muchas veces comparte con los otros, conflictos que han afectado no solo a la familia cubana sino a la sociedad toda: posturas intolerantes e inflexibles, prejuicios en torno a la raza o la sexualidad, erróneas interpretaciones sobre perspectivas revolucionarias, se entrecruzan en un relato que exhibe sólido diseño de personajes y logrado intercambio de problemáticas que van insinuándose y desarrollándose a lo largo del mismo, como ha sido habitual en el maestro Hernández Espinosa durante casi toda su vasta obra (María Antonia, Mi socio Manolo, Calixta Comité…).

Sin embargo, los largos y complicados diálogos, de un empaque filosofante y libresco, dan al traste con la fluidez tanto del libreto como de la puesta, que tropiezan constantemente ante lo que parece, más que el intercambio de hombres y mujeres, verdaderas tesis académicas o tratados en discusión.

Quizá ello alcanzara cierta lógica en José Gustavo Campoamor, el padre, pero inadmisible escuchar a la esposa, los hijos y otros personajes que incluso se le oponen y contradicen, hablando de modo similar.

Lástima, porque el fluido dramatúrgico, a pesar de la nada corta duración de la puesta; el movimiento escénico y más de un desempeño (Nelson González, Estrella Borbón, Orlando A. Hernández, entre otros) resultan notables.

La piñata, entonces, requiere, necesita urgentemente, toda una reescritura en pos de ganar dinámica, solidez conceptual y escénica.

Argos Teatro celebra 20 años de vida artística con Diez millones, original de su director Carlos Celdrán, premio nacional de Teatro 2016.

En esta obra el pasado es el gran significante, tiempo al que se vuelve no desde una mirada lastimera o autocompasiva, sino teniendo en cuenta lo (mucho) que incide en el hic et nunc a niveles personal y social: el autor vuelca en algo que a veces suena a diario y otros a novela su propia vida, que parte de la infancia solitaria y triste en medio de una familia disfuncional (padres divorciados, madre tiránica y poco amorosa) y del torbellino social que constituyeron entre nosotros las décadas de los años 70 y los 80.

No por repasar desgarradores pasajes, el texto aterriza en el pecado del efectismo o la sensiblería: hay contención pese a todo, la serenidad de una mirada que pretende ser objetiva y distante aun con lo que afecta siempre rememorar lo turbio y nada grato del ayer.

Un verbo limpio y agudo, amén de reflexivo y hondo, informa la letra de Diez millones. Además de la tríada familiar, hay un actor/ autor fictivo que comenta y precisa situaciones, mas el peso diegético lo llevan los primeros, desde el monólogo o el diálogo (inferido, directo).

No obstante, ciertos giros narrativos respecto a la comunicación entre personajes en tercera persona salen sobrando debido a lo obvio.

La puesta de Celdrán lleva esta vez el habitual minimalismo de su poética a verdaderos extremos: apenas hay paneles, uno de ellos remedando una pizarra con doble signo (informativo-escenográfico), de modo que el peso dramático recae en dos elementos, el ya mencionado texto con toda su fuerza y poder de convocatoria —más bien de complicidad— y los actores, responsables de llevar al público la complejidad y espesura de aquel en toda su dimensión.

Y es lo que, sin duda, logran Daniel Romero, Maridelmis Marín, Caleb Casas y Waldo Franco, confiriendo a sus roles autenticidad, convicción y ductilidad de principio a fin.

La familia con sus tra(u)mas, sus cargas, su responsabilidad, influyendo a través del tiempo en la sociedad, en sus miembros, en los otros, condicionados por actos que con frecuencia repercuten toda la vida. Y el teatro, testigo de excepción, dando testimonio de realidades tan esenciales.

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