Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Ser bailarina es mi adicción

El aporte que recibo es grande cuando se me ha dado la oportunidad de actuar en otros países invitada por alguna compañía, porque me he podido relacionar con otros estilos, dijo Morejón

Autor:

José Luis Estrada Betancourt

«Atrévete a soñar», le provocó Juventud Rebelde aprovechando que, cuando conversó con ella, el 2016 apenas acababa de comenzar y que de nuevo a la fabulosa Grettel Morejón se le abría un mundo nuevo por delante. «Ahora quiero bailar y bailar, continuar colaborando con cuanto coreógrafo venga a la Isla y que me lleguen invitaciones de todas partes... No puedo sumarme a ese estado de calma en el que permanecen algunos, que esperan a que ocurra un milagro, y no toman la iniciativa ni se dicen: “Quiero bailar, crecer, yo quiero...”.

«Siento que el aporte que recibo es grande cuando se me ha dado la oportunidad, por ejemplo, de actuar en otros países invitada por alguna compañía, porque me he podido relacionar con otros estilos, con maestros que me han enriquecido al enseñarme sus maneras de ver la danza. Entonces me percato de cuánto necesito hacer y cuánto deseo bailar. Es como si recibiera un bofetón: “no te puedes conformar con lo que eres, tienes que seguir adelante”. Así le debería suceder a todo artista».

En ese momento de nuestro diálogo, ya Grettel me había asegurado que nunca se vio como una bailarina de concurso. Pero —me dispuse a pincharla—, «¿tampoco te imaginabas como una de las estrellas de la compañía?», y sin titubeos me respondió: «Sí, definitivamente quiero ser primera bailarina del Ballet Nacional de Cuba (BNC). No será hoy, quizá tampoco mañana, pero será...». ¡Y fue! La Morejón acaba de protagonizar en el Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso una función de lujo de Don Quijote, solo que esta vez vistió de Kitri luciendo la categoría más alta que otorga la compañía danzaria más reconocida de la Isla.

Menos mal que cuando a su madre la invadieron las dudas, Grettel lo tenía más que claro, aunque ese convencimiento le hubiera llegado, como afirma, de la noche a la mañana. «En un momento determinado mi mamá creyó que había errado el camino, pero yo nunca. Fue en una etapa de la escuela en la que era muy pequeña y la maestra le decía: “Ella trabaja mucho, pero no piensa”. Yo no entendía, porque te juro que me esforzaba hasta el cansancio. Luego me percaté de que sin darme cuenta pasaba por alto sus correcciones.

«Después a medida que avanzas te acechan algunas dudas que se van esfumando con el trabajo diario. En mi caso, como no poseía las condiciones extremas, me preguntaba si llegaría a lograrlo. Al final entiendes que el ballet es tener un 30 por ciento de ellas y un 70 de cabeza, que es la que rige el cuerpo».

—¿Cómo se acostumbra un cuerpo infantil al dolor?

—Como te gusta lo que haces, ese dolor se convierte en una adicción. Por eso a veces nos descubríamos girando sin siquiera haber aprendido a pararnos en punta. ¿Cómo lo hacíamos? No sabría explicarte. Pero debe ser por el afán de los niños de querer ir siempre a por más. Cuando te paras en punta por primera vez, no puedes evitar los cayos, el dolor; te sangran las uñas. Nos aconsejaban que no nos pusiéramos muchas cosas en los pies para que las ampollas se endurecieran. Ahora no es así, los muchachos usan los llamados conejitos: como unas punteras que también funcionan, pero la cuestión fundamental es hacer, ir de a poco, repetirlo todos los días hasta que te habitúas.

—¿Cómo fue la escuela para ti?

—Ahora me pongo a pensar lo difícil que debe ser para un niño de diez años hacer una carrera de bailarín, porque es sumamente rigurosa, o sea, debes empezar por cambiar la forma de tu cuerpo, por mantener una disciplina férrea, por repetir, repetir y repetir. Cierto que disfruté mucho mi etapa escolar, pero fue muy, muy complicada. Cuando entré, no sabía lo que era una primera ni una quinta posición. Y debes comenzar a rotar tus piernas, a entender el ballet de forma física, que es en dehors mientras uno camina por lo general con las piernas hacia adentro. Te toca adquirir fuerza en tus músculos para poder levantar las piernas y a la vez saltar, además de notar las sensaciones: ese reflejo condicionado al que se acostumbra tu cuerpo, y la única manera posible es practicando a diario, creando una rutina.

«En los últimos años de la Escuela Elemental de Ballet Alejo Carpentier ensayaba hasta las diez de la noche y comía en el parque de H y 21, porque me moría de hambre y no me daba tiempo de llegar a mi casa, pero me sentía feliz... Es que fui una niña «rara». No necesitaba jugar, solo quería salir bien en la escuela y bailar. Ese era mi juego favorito. Realmente me aferré a la idea de que quería ser bailarina y esa fue mi adicción».

—¿Te decías: seré como...?

—Sí, miraba constantemente los videos de Alicia. Me encantaba verla en Carmen. También me fascinaba el arte de Alihaydée Carreño y de Lorna Feijóo. A Lorna en el segundo acto de El lago de los cisnes. Alihaydée en Giselle era mi paradigma a seguir, el espejo en el que me miraba.

Carmen, Giselle, son ballets más complicados para niños...

—Lo de Carmen vino porque mi abuelita me compró un DVD de Alicia con la versión de Carmen. Me quedaba alelada viendo a Alicia, aunque el papel que me aprendí fue el de Escamillo. Bueno, me sabía el movimiento de los brazos... (sonríe). Supongo que me atraía aquello que estaba más allá de la técnica. Ya desde entonces el ballet me atrapaba más por lo que me decía, que por su virtuosismo técnico.

—Sin embargo, eres una veladora de la técnica...

—Es que en el ballet, como todo en la vida, avanzas si te empeñas en hacerlo todo mejor. Por ello es fundamental dominar la técnica, luego empiezas a olvidarte de ella para centrarte por completo en el baile y disfrutarlo al máximo.

—En la Escuela Nacional de Ballet tuviste el privilegio de tener maestros como Adria Velázquez, Mirta Hermida, Fernando Alonso…

—Adria fue mi maestra en primer año, pero ya no estuvo en segundo. Lo lamenté. Con ella el choque fue tremendo al principio, porque estaba acostumbraba a ser la niña linda y ella me llevaba muy «recio». Era un trabajo sicológico que hacía conmigo, sabiendo que me motivan los retos, para que le demostrara que estaba equivocada. Me hizo crecer sorprendentemente.

«Después mi suerte se ensanchó cuando me quedé en segundo y tercer años con la maestra Mirta Hermida y con el asesoramiento del maestro Fernando Alonso. ¿Te imaginas? Con ellos llegué a un escaño superior. Ya no solo era la cuestión de la técnica, sino también de los detalles, de la interpretación, de la búsqueda de la perfección.

«Siempre le agradeceré al maestro Fernando cómo me hacía hincapié en las repeticiones, cómo me llevaba a ensayar las cosas más simples, esas a las cuales uno normalmente les pasa por encima porque no constituyen pasos técnicos, sino, como diría Loipa, los in between, aquello que va entre un paso y el otro. Creo que lo que convierte en grande a un bailarín no es el paso técnico, sino el intermedio, cómo entrelaza, cómo realiza los movimientos...».

—Hablas siempre con devoción del maestro Fernando...

—Lo conocí en cuarto año cuando fue a visitar una clase de ballet, que tuvimos que repetir para él a pesar de que ya la habíamos recibido a las ocho de la mañana. Se apareció allí con Marta Jackson, figura muy influyente en Estados Unidos con su Marta Jackson School of Dance. Cierro los ojos y me veo haciendo un développé à la seconde y mi pierna temblando mientras él se reía. Un trauma para mí.

«No sé por qué decidió estar cerca de mí, pero agradezco con el alma que haya sucedido. Fernando era la persona que se paraba en un salón y uno, por cansado que estuviera, se entregaba al máximo. Pienso que se debía al respeto enorme que le teníamos por su obra colosal, pero también porque lo veíamos con sus más de 80 años dándolo todo por nosotros, y no se podía quedar mal.

«Jamás nos frenó, porque para el maestro el límite era el cielo. “¿Qué quieres bailar: Diana y Acteón? ¡Pues harás Diana y Acteón! ¿Don Quijote? ¡También!”. Nunca entró en un salón sin antes estudiar la coreografía que iba a ver, lo cual me sorprendía una y otra vez. Si nos iba a tomar el ensayo de La bella durmiente, por ejemplo, ya él había analizado 300 videos, había decidido la bailarina que más le gustaba en ese papel, había regresado a Petipa o al coreógreafo que fuera, había estudiado la época...

«Recuerdo que le encantaba un video de Josefina y Esquivel, y siempre nos decía a Dani Hernández, que entonces era mi partner, y a mí: “Esquivel era un niño que recogimos trepado en un árbol, cuando se hallaba en una casa de beneficencia, y lo convertimos en el príncipe del Ballet Nacional de Cuba, en la pareja de Alicia”. Así era Fernando. Cuando veía que un bailarín estaba ansioso, interesado por bailar, aunque no tuviera condiciones, él lo conseguía».

—Acabó la ENB, y delante de ti el BNC...

—Entré bailando. Mi grupo tuvo mucha suerte, porque la compañía andaba de gira, y era año de Festival Internacional de Ballet. En mis inicios en el Ballet me tocó bailar lo que más me costaba. De repente, el Saltimbanqui en Shakespeare y sus máscaras, de Alicia, y yo que era incapaz de dar una vuelta de carnero, y menos de campana... Horrible. Me caía una y otra vez, le tengo miedo a las alturas...

«Más tarde vendría el segundo movimiento de Rara avis, de Alberto Méndez, cuando no era bailarina de moverse rápido. ¡La muerte! Sudé frío. Me ayudó nuevamente el maestro Fernando y salió...».

—Eres una bailarina en la que ponen sus ojos los coreógrafos que vienen a Cuba. ¿Alguno que te haya marcado?

—Para idear una coreografía no solo debes ser inteligente, sensible, poseer una vasta cultura general; sino además no dejar de estudiar, estar «metido en el drama», como digo yo. Cada coreógrafo se encuentra en su mundo y tiene su propia manera de ver el movimiento y de conseguir que te muevas como él necesita. Ese proceso es muy enriquecedor para ambas partes. Me gustan todos, aunque si insistes te nombraría, por ejemplo, al canadiense Peter Quanz y a Jimmy Gamonet, actual director del Ballet de Perú.

—Has sido invitada a otras compañías fuera de Cuba...

—Me invitó el Sofia Festival Ballet para bailar en Italia la versión de La bella durmiente, de Petipa. Fue una experiencia extraordinaria, primero porque me obligó a salir de mi caparazón. Y es que uno se encuentra muy seguro cuando está en el BNC, que considero como mi casa, mas cuando te hallas afuera, sientes la responsabilidad de llevar a Cuba sobre tus hombros, al BNC y a los maestros que te han enseñado. Es sumamente estresante, hasta que te das cuenta de que ese caparazón te protege, porque nos hemos formado en una escuela fenomenal, que te aporta una base increíble.

«Tras esa vivencia le correspondió el turno a Perú. Primero Jimmy Gamonet nos montó Nous sommes a Serafín Castro y a mí, y luego nos convidó a Alfredo Ibáñez y a mí a defender dos obras suyas, lo cual dio paso a que yo regresara con el tiempo para asumir sus adaptaciones de Carmen y de Paquita Grand Pas».

—¿Cuándo llegó el primer gran papel dentro del BNC?

—Con una coreografía de Alicia, La flauta mágica, que de momento se lastimó la actual maitre Linnet González. Me llamaron y me anunciaron: «Vas a entrar y tienes ensayo general hoy por la tarde». Me sobrevino una catarsis de nervio. ¡Bailar con Joel Carreño!, un gran primer bailarín y yo acabadita de llegar. Me sentía muy ansiosa, tensa, pero resultó muy bien, creo que porque lo disfruté de veras.

«Por suerte conocía el ballet casi completo. Lo que me faltaba me lo enseñó la maestra Svetlana Ballester. Eso fue lo primero, aunque antes, en el festival, Igal Perry me escogió como una de las solistas de Nocturno. A partir de ese momento me fueron otorgando los roles mientras iba madurando como bailarina, como artista: La fille mal gardée, Cascanueces, El lago de los cisnes, Coppelia, Cenicienta, Don Quijote... Disfruto mucho Don Quijote, porque es muy libre a pesar de ser estrictamente clásico y, ya sabes, porque te lo he dicho muchas veces, que aguardo con ansias mi debut en Giselle. Sueño con sentarme en el banquito con la flor e interpretar la locura. Giselle es el clímax de un bailarín clásico y ahí quiero llegar.

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