Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Lo más amado de Amada

JR conversó con una de esas actrices que se ha convertido en presencia familiar y obligada

Autor:

Darian Bárcena Díaz

Sencilla y conversadora. Así es Amada Morado Aguiar. Confieso que la imaginé de otra manera por aquel falso prejuicio de que a los actores se les sube la fama para la cabeza. Sin embargo, su cortesía y amabilidad me tranquilizaron. «Cuando manifesté en casa el deseo de ser artista, el resultado fue como el huracán Irma: catastrófico. Mis padres estaban renuentes porque decían que por ese camino no iba a llegar a ningún lugar y que terminaría como prostituta, como se consideraba en aquella época», dice a JR quien anda celebrando sus 50 años de vida profesional.

«Para la familia debía ser maestra, secretaria, costurera, peluquera; pero mi único sueño era ser actriz. Leía mucho, sobre todo la prensa, así me enteré de que había una convocatoria en la Escuela de Arte Dramático Municipal. Falsifiqué la firma de mi mamá y me inscribí en el curso. Por aquel entonces yo debía asistir a las clases de taquimeca (contracción de taquígrafa-mecanógrafa), pero en lugar de eso salía de Mantilla, donde vivía, y venía para el Vedado, que era donde estaba la escuela.

«Un tiempo después, una de las hermanas de mi papá se apareció en mi casa preocupada —por el curso había dejado de visitarlos—, porque no me había visto en mucho tiempo. Cuando llegué de las clases de arte, mi tía estaba escondida detrás de la puerta y ya tenían todas mis pertenencias recogidas para llevarme a casa de mi abuela, porque allí sí me iban a “enderezar”.

«En 1959 triunfó la Revolución y comenzó una serie de transformaciones que a mi abuela no le hicieron mucha gracia. Es por eso que en 1960 decidió retornar a España, pues de allá había salido en 1881 buscando mejores condiciones. Como mi tía tenía una peluquería, me pusieron a trabajar ahí como ayudante.

«Poco a poco me puse a ahorrar para irme de la casa y cumplir mi sueño. Empecé a vagar por La Habana buscando un lugar donde hospedarme. Conseguí una casa de huéspedes por 50 centavos la noche. Con algo del dinero que había guardado compré unos materiales para arreglar uñas a domicilio y poder subsistir.

«Cuando en abril de 1961 se produjo la invasión por Playa Girón, yo pasaba un curso de primeros auxilios y por supuesto me movilizaron para la atención a heridos y cuestiones sanitarias. Luego me puse a trabajar en el taller de camisetas FLEX y conseguí entrar en un grupo de danza folclórica, algo que todavía no me lo creo. Más tarde me uní a un grupo de aficionados, que pertenecía al entonces Sindicato de Artes y Espectáculos, dirigido por Pedro Álvarez. De esta manera trabajaba durante el día en el taller y por la noche me dedicaba al arte.

«Poco tiempo después, me fui a unos talleres de actuación que impartía Vicente Revuelta en Teatro Estudio. Allí conocí a Mario Aguirre y a Gina Cabrera. Fue Mario quien me propuso para un papel en la obra Fiebre de primavera (dirigida por Rubén Vigón), en sustitución de una actriz que se había enfermado.

«La obra se estrenó el 19 de mayo de 1967, hace 50 años y me parece que ocurrió ayer. Fue mi debut artístico, un momento que recuerdo con mucha gratitud, pues tuve la oportunidad de compartir escena, nada más y nada menos, que con María de los Ángeles Santana. ¡Imagínate lo que sentí! María era una de las actrices que más admiraba desde mi niñez y además muy profesional; resultó una persona extraordinaria.

«De ella aprendí mucho en todos los sentidos, porque siempre tenía la mejor disposición de ayudar, de enseñar sobre todo a los jóvenes. Ella se convirtió en una guía, en un ídolo. Agradezco mucho esa oportunidad. Era un momento de muchos nervios, porque era mi primera vez, ¡y qué primera vez!; pero lo guardo entre los más importantes de mi vida.

«En 1968 se produjo una de las rupturas de Teatro Estudio. Vicente se marchó a otro grupo y Raquel Revuelta asumió la tutela del colectivo. En octubre de ese año comencé en dicha agrupación de manera profesional, lo cual me permitió trabajar junto a magníficos directores como Bertha Martínez, Adolfo Llauradó, Isabel Moreno, Abelardo Estorino, Armando Suárez del Villar». 

—¿cómo influyó Teatro Estudio en su posterior desarrollo artístico?

—Mucho. Digamos que en casi todo. Integrar un grupo tan importante fue importantísimo para mí. En aquel entonces reunía a «monstruos» sagrados, como se decía entonces, y había un rigor profesional tremendo. Éramos solamente 16 en aquellos momentos y se trabajaba intensamente, pero teníamos en el repertorio obras maravillosas como El millonario de la maleta (dirigida por Héctor Quintero), Don Gil de las calzas verdes, Los cuentos del Decamerón y El caballero de Olmedo. Se fue conformando entre los actores una amalgama, una unión muy fuerte. Nos ayudábamos entre todos, tanto en la preparación de los papeles como en las tareas organizativas y logísticas del teatro.

«Teatro Estudio fue la escuela de la práctica diaria en la que verdaderamente me formé. Nosotros presentábamos obras de jueves a domingo, pero el resto de la semana se ensayaba la que sustituiría a la que se hallaba en cartelera.

«Además de actuación, se garantizaba una formación integral: clases de dicción con el maestro Raúl Eguren, de danza con Guido González del Valle y después con Iván Tenorio. El trabajo con diferentes directores brinda a los actores una gran versatilidad, pues cada uno tiene sus métodos, su propia línea. Es el histrión quien se acomoda al director. Creo que este es un factor muy importante en el desarrollo de cualquier artista.

«El grupo me inculcó el sentido del compañerismo, el respeto a la puntualidad y al trabajo —debíamos llegar al teatro con una hora de anticipación como mínimo para prepararnos con el maquillaje y la caracterización. También asistíamos a todas las presentaciones para apoyar a nuestros compañeros y después salíamos a festejar y compartir ideas. Eso es algo que, lamentablemente, a veces falta en las generaciones contemporáneas».

En 1991, tras varios desencuentros, tuvo lugar la ruptura definitiva de Teatro Estudio. Entonces Amada se vinculó a la Compañía Teatral Hubert de Blanck, en la que permaneció hasta 2009. Durante ese tiempo interpretó a varios personajes en  Bodas de sangre, La casa de Bernarda Alba, Don Gil de las calzas verdes (donde caracterizó a un personaje masculino).

«Esta es una profesión en la que nunca dejas de aprender. Y hay momentos en el teatro para mí que son inolvidables», confiesa mientras su mirada se pierde, al parecer evocando algunas de sus reconocidas interpretaciones.

—Además del teatro, ha defendido personajes en la radio y hasta ha incursionado en el doblaje...

—La radio resulta fundamental para la formación de un actor. Este es un medio muy difícil, porque es la voz el único instrumento que posees para dar todas las características, los matices del personaje. También es un buen entrenamiento pues los actores pueden tener la posibilidad de encarnar varios papeles en el mismo día, lo cual te va dando una mayor experiencia y profesionalidad. Ayuda con la dicción, algo que por desgracia se está descuidando mucho en la actualidad. El ser orgánico no implica hablar descuidadamente, atropellar la dicción.

«La radio es compleja, sí, pero apasionante. Exige del actor lo mejor de él, su máximo esfuerzo para que el personaje, sin imagen y sin movimiento, resulte creíble. ¡Todo un reto!, pero vale la pena».

—¿Y la televisión?

—La televisión es fascinante. He tenido la oportunidad de incursionar en diversas telenovelas y aventuras que viven en la memoria del público cubano y en la mía, por supuesto. Mi primer trabajo fue con Eduardo Moya en Algo más que soñar, una teleserie que fue muy importante en su época, tanto por el contenido como por los excelentes actores que conformaban el elenco. También participé en El año que viene, de Héctor Quintero, en el que le daba vida a Cacha la manca.

«En 2004 llegué a Destino prohibido, de Xiomara Blanco, con el personaje de Emelina, uno de los más queridos y sensibles que he interpretado. Ocupa un lugar muy significativo en mi carrera y en mi corazón.

«También formé parte de Tierra Brava (Clementina), Los tres Villalobos (Esperanza), Polvo en el viento (Paula), Cuando el amor no alcanza (Gisela)... En fin, muchas representaciones diferentes, cada una con sus particularidades, pero que aportan una experiencia invaluable».

—¿Qué significa la actuación para Amada Morado?

—¡Mi vida! Es la carrera que escogí por vocación. No me imagino haciendo algo distinto. Por suerte, la vida me ha permitido tener trabajo hasta esta edad: lo mismo en el teatro —que es la escuela—, como en la radio, el doblaje, la televisión. Disfruto mucho de esos personajes que son muy diferentes a mí, como el de aquella delincuente de Tras la huella, porque era algo totalmente novedoso.

—Luego de 50 años de vida artística, ¿qué le falta por hacer?

—¡Muchísimo! Temo que tendré que vivir 120 años para cumplir todos los sueños que me faltan. Ahora mismo me presentaron el proyecto de un corto del que no puedo revelar nada aún, pero que me trae muy entusiasmada. Me encantaría incursionar en el humor, la comedia, el drama, la tragedia… interpretar muchísimos más personajes... Ojalá la vida me dé la oportunidad de seguir entregándome en cada texto como lo he hecho hasta ahora.

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