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Más de cien años de asesinatos en serie

La técnica, esa hija bastarda del método, marcará las formas de pensar del hombre y terminará matándolo

Autor:

Mauricio Escuela

El siglo XX pertenece a la técnica, también constituye el tiempo de la desmesura y la filosofía «a martillazos», como la definiera Nietzsche. No obstante, lo que pareció inamovible, hijo de la razón más incuestionable (de la Diosa Razón del siglo XVIII), cayó bajo los estrépitos de las bombas y las nubes de gas verde de las trincheras en 1914. La nueva centuria es la de la (de)construcción, la del análisis de las estructuras en función de romperlas, el siglo en el que el poder se mira por primera vez desde el escalpelo y el bisturí, y no a través de la lupa del positivismo cientificista. La técnica, esa hija bastarda del método, marcará las formas de pensar del hombre y terminará matándolo.

Hijo del expresionismo monstruoso, ese que después desembocaría en la república de Weimar y en Auschwitz, es el insecto de Kafka, él mismo convertido de manera instrumental en una técnica al servicio de lo desconocido. Personaje que se disecciona en miles de interpretaciones, al que apalean y le lanzan manzanas podridas. El cambio narrativo, ese que marcó el fin de la gran narración, comenzó en los entresijos del pesimismo experimental. Si Kafka termina su noveleta La metamorfosis con una escena casi banal, cuasi-familiar, tras la muerte de Samsa, Herman Hesse hará de Demian una obra maestra del doble malévolo, esa «cosa en sí» kantiana que en el siglo XX Freud llamará el inconsciente. La técnica narrativa es destructora, mató a Balzac y se alzó sobre los silencios de Dostoievski, a este último lo podemos sentir en el Lobo estepario de Hesse, casi olemos su respiración. Y es que el escritor del siglo XX no deviene demiurgo social, sino mercadería, sujeto al margen, sujeto al hambre. El autor está despedazado y comenzará a expresar esa desgarradura a través de la muerte del narrador.

Un dandi que escribió demasiado y el naufragio del otro Ulisses

Francia e Inglaterra expresan dos formas de pensar Europa, la primera con Proust se desbordó a fines del siglo XIX, agotó la vieja forma, el gran relato, el naturalismo descarnado, lo social expuesto como si fuese una pieza perfecta. Inglaterra, por su parte, no dejaba de censurar lo que fuera, desde sus pelucas y los estrados jacobinos convirtió al dandi Oscar Wilde en un Calibán, pero desterró al otro Ulisses, al Joyce que no tenía reparos en narrarle a su amada Nora las más indecibles barbaries del sexo.

El sujeto de Joyce no se halla en ninguna parte y está en todas, no tiene nada que contar y nos devela todo un mundo, su posición está resumida pero abarca galaxias enteras. Lo que a Proust le tomó volúmenes, el anglosajón proscrito lo hizo con un simple micro puesto sobre la cabeza de sus personajes. Sí, el gran cambio narrativo comenzó con la muerte del autor y la movilidad del narrador, su carácter invisible. Call me Ismael, dijo Herman Melville al inicio de su Moby Dick, quizá aludió a que las historias se deconstruyen, deshacen, y que sus demiurgos no existen, que los puntos de vista parecieran creaciones violentables, vanas glorias y orejas peludas. En el «Digamos que me llamo Ismael», hay muchas simbologías, entre tantas cierto sarcasmo que se burla del lector tradicional así: «ya que están habituados a un tipo que les cuente cosas, llámenme como mejor les parezca». El cambio narrativo, primer gran asesinato de la técnica, ha matado al autor, al desaparecer la vieja pretensión de que lo contado es real.

En la obra de Faulkner la técnica se transformaba en un instrumento cortante y asesino de morales. Foto: Archivo de JR.

Mientras el Ulisses era prohibido en Inglaterra, se le leía con devoción por los jóvenes norteamericanos de la entreguerra, aquellos que hastiados del aburrimiento y ávidos de la bohemia se reunían en el Montparnase o en casa de Picasso o de Modigliani. La Generación Perdida ya no creía en el gran relato de la historia hija de la razón, sino que caminaba a tientas, así, los primeros cuentos publicados por Hemingway nadie los entendió. El núcleo estaba escondido, la pretensión era que el lector destruyera la coraza narrativa. Había nacido el uso mejor del dato en elipsis. El mensaje estaba claro, ya leer no sería solo un acto lúdico, sino un reto. Los escritores, en su posición subalterna, en buhardillas baratas, en ese París que parecía una fiesta, les lanzaban a los burgueses esas obras llenas de párrafos irreconocibles.

Allí estaban los escritos de William Faulkner, ¿qué pensarían de ese sureño desmedido aquellos aristócratas norteamericanos venidos a menos luego de la Guerra de Secesión? Nada bueno seguro, pues en cuentos, obras de teatro y novelas, el genio del norte construyó una geografía, un condado, donde todo era real y a la vez ficticio, mientras que la técnica se transformaba en un instrumento cortante y asesino de morales. Violaciones, asesinatos, racismo, incestos, mentiras, corrupción, hipocresía, todos esos son los ingredientes de Faulkner, quien junto a Hemingway ostenta el justo lugar de líder de su generación. Con la movilidad del punto de vista o el narrador llamado deficiente, murió el viejo relato decimonónico, el autor desclasado miraba con furia al burgués y lo confundía, desvelaba mediante el dato escondido y el monólogo interior, eso que Kant denominó «cosa en sí» incognoscible y que para Freud era el subconsciente.

Si la Generación de entreguerras se llamó «perdida», la técnica ganó mucho terreno, las obras eran cada vez más creíbles, denunciantes, destructivas.

Alguien robó el horizonte

Somebody flew over the cuco nest, diría Ken Kesey, al observar cómo América Latina tomaba el relevo en el uso de la técnica para generar una mentira hermosa (la ficción) obviando el horizonte de lo real. Así, lo papable se torna maravilla, cotidianidad, los pueblos fantasmas no son tan fantasmas, ni inventar bibliotecas y referencias constituyen atentados al orden. En esa mezcla de ultraísmo y expresión de la desmesura que es nuestra selva, en esa ordenanza del estanciero y el servilismo del oligarca hacia el foráneo, se forjaron los cultores del giro narrativo allende el Atlántico.

A manos de los Buendía aconteció el asesinato final, aunque ya en Comala y en los mil pueblos descritos por Carpentier la Diosa Razón era víctima de la técnica del escritor. García Márquez y su clásico Cien años de soledad es toda una metáfora de cómo las historias se trasvasan, se mueven, cambian de niveles de realidad, vuelan sobre sí mismas, transgreden la moral de todas las épocas, son capaces de construir una moral propia sobre las cenizas del pasado. Hay en el boom toda una relectura de la modernidad burguesa, una rebelión y un canto de cisne. Luego de estos autores, habrá que vivir al margen del mercado, en constante guerrilla, o sumarse al mainstream. Hoy las técnicas narrativas se aprenden como si fuesen fórmulas mágicas, cuando comenzaron siendo armas furtivas, conatos de lucha, silencios adheridos a miles de frustraciones.

Eduardo Heras León enseña como nadie a usar y a violar las técnicas. Foto: Cortesìa de Eduardo Heras Leòn.

En Cuba tenemos un maestro ejemplar en el narrador Eduardo Heras León, quien enseña como nadie a usar y a violar las técnicas, a no dejarnos embaucar por el mercado y la ambición del éxito inmediato. Su Centro de Formación Literaria, quizá necesitado de mayor apoyo institucional, es el hogar materno de varias generaciones de narradores. Uno, que pasó por esas aulas, recuerda no solo el aprendizaje académico, sino las tardes de juego, de pensar out of the box. Y todo eso sin pagar un centavo, puesto que para un remediano como yo, en mi lejanía con respecto a La Habana, todo gasto en el viaje me fue repuesto por el Centro. Hoy se ofrecen miles de cursos, cuántos de ellos banales, sobre hacerte escritor de la noche a la mañana, la mayoría cobran 195 euros o más para empezar, ello sin contar los libros, que también te los venden. Heras, en cambio, nos regaló su joya Los desafíos de la ficción y la sinceridad de que «no todos serán escritores, pero estoy seguro de que sí mejores personas». Al menos en La Habana, esa que es también posmoderna y tecnificada, no ha muerto un autor imprescindible.

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