Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Lo mío era morirme en un escenario

Monólogo «exterior» de Miguel Iglesias, el más reciente Premio Nacional de Danza

Autor:

José Luis Estrada Betancourt

Todavía conservo una foto en la que aparezco recitando en el Kindergarden. Mirando la expresión de mi rostro es evidente que desde niño estaba «metido en personaje»... Vivo en Lawton desde 1948, cuando llegué a ese barrio con cuatro meses de nacido y ya voy a cumplir 70, el 10 de mayo, en la misma casa (50 de ellos dedicados al arte). Mi mamá tocaba el piano y deseaba que le siguiera los pasos. Pero mi papá era de los que decía: «No sé qué tiene esa banquetica que a quien se sienta ahí se le afloja el esfínter», era muy «cheo».

Le dije que quería bailar y el viejo no se negó de plano, pero abrió los ojos. Sin embargo, me hizo socio del Casino Deportivo —a los ocho años ya había aprendido a bailar casino— y, al mismo tiempo, me fue guiando hacia la natación. En 1966 me gradué como instructor. Un accidente en el que por poco se me ahoga un niño me llevó a pasar la escuela de salvavidas. Entonces me enteré con Juanito (Gómez), con quien bailaba en las ruedas de casino, de que Luis Trápaga estaba renovando el Ballet de la Televisión. Lo consulté con Roberto Rodríguez, el de El solar, el Torero de Carmen, y me persuadió de que debía hablar con aquel hombre grande, narizón, que fumaba tabaco. Seguí su consejo.

El que fuera primer partner cubano de Alicia Alonso me miró de arriba a abajo: «Estás un poquito gordito (ciertamente la escuela de salvavidas y la natación me habían dejado muy corpulento), pero, bueno, vamos a probarte». Hicieron el milagro maestros de la talla de Adolfo Roval, Menia Martínez, Clara Carranco, Gladys González, Cristy Domínguez... El primer día Gladys me impartió en la mañana Técnica básica y en la noche me tocó Actuación con Roberto Garriga. ¡Ese fue el que me desgració la vida para siempre, o me la bendijo! «Siéntelo, no actúes. Esto es una mentira, pero debes vivirla como si fuera una verdad». Sus palabras me marcaron de tal manera que hace 50 años (el 1ro. de octubre de 1967) firmé mi primer contrato, hasta hoy.

El vicio se hizo mayor

Llegó un momento en que dejé de ejercer como instructor de natación y me metí de cabeza en la danza sin abandonar la experiencia mágica que estaba sintiendo con la actuación. Me gané a mis maestros al instante, porque no los dejaba vivir pidiéndoles que me dieran clases voluntarias. Por aquel tiempo abrió el Ballet de Camagüey (BC) de la mano de Vicentina de la Torre. Me enteré por Adolfo y Menia. Me incorporé el 21 de mayo de 1969. A partir de ese momento tuve la oportunidad de estar muy cerca de alguien que creía que me estaba haciendo la vida un yogur, pero con el que aprendí a aprender: Joaquín Banegas.

El vicio se hizo mayor: aprender y aprender todo lo que no sabía. La suerte quiso que pudiera trabajar con coreógrafos que luego llegaron a ser impresionantes. Me tocó estrenar, por ejemplo, Saerpil, de Gustavo Herrera, pero también Pavana para una infanta difunta, de Iván Tenorio, así como Juegos profanos que terminó llamándose Cantata... Bailé, además, clásicos como Giselle, Coppelia, La fille mal gardée..., pero lo que me interesaba era, en verdad, interpretar a los personajes de carácter, y, por supuesto, las obras contemporáneas, de las cuales sentía que podía sacar a flote lo que traía por dentro, ese ímpetu que no se extinguía. 

En realidad yo era, como ahora, una persona muy inquieta. Ello explica que paralelamente llevara otros proyectos, como interpretar el personaje de Casillas Lumpuy en Elegía a Jesús Menéndez, que dirigió Nelson Dorr. Si él quería que apareciera como si cayera del cielo, ahí estaba yo encaramándome en la parrilla y tirándome... ¡Yo estaba para operarme de los nervios! Pero era muy rico, muy estimulante, entregarse de esa forma, vivir todas esas vidas. Con Nelson como director y Roberto Rodríguez como coreógrafo, interpreté, además, en el centenario de Ignacio Agramonte, a El Mayor —el primero que tuvo ese privilegio en la danza—. Estaba tan «poseído» que cuando se referían a él yo creía que se hablaba de mí. ¡Yo era Agramonte! ¡Yo era el Mayor!

Ocurrió algo que me removió las bases: Medea y los negreros. Más allá de los pirouettes de tornillo que hacía de Eduardo Rivero como Creonte, me sorprendieron las tres Medeas: Cira Linares, Ernestina Quintana y Luz María Collazo se me metieron en las bilis, y me dije: «Esto es lo mío». Intenté entrar al Conjunto de Danza Moderna, hablé con Manuel Hiram, pero me quedaba demostrarle que podía.

La verdad en la escena

El esguince que me hice en 1975 me trajo de vuelta a La Habana para no regresar más al Ballet de Camagüey. Me quedé en el Conjunto Nacional de Danza Moderna (hoy Danza Contemporánea de Cuba) que fundara en 1959 el Maestro Ramiro Guerra, aunque ya él no estaba. No olvidaré jamás la ocasión en que se iba a suspender una función porque Víctor Cuéllar había tenido un accidente y Eduardo Rivero tenía a su padre ingresado. Solo ellos dos habían interpretado a Creonte. Entonces le mentí con un nivel de descaro tremendo a Pablo Bauta, y le aseguré que me sabía el personaje. Fue Gerardo Lastra, quien me lo enseñó en la tarde. Suerte que esa noche se fue la luz en el Mella y libré. Al día siguiente me lo pude aprender mejor.

El martes, cuando Eduardo me vio, con ese gesto irónico que lo caracterizaba, me miró como queriendo decir: «no te lo creas». Pero lo cierto es que había asumido un rol que solo le pertenecía a él y como doble a Víctor, es decir, entré siendo un «cara’e guante», porque en verdad Eduardo era el ideal para Creonte: un mulato grande, la mezcla perfecta, con unas condiciones físicas excepcionales, alguien con una historia relevante dentro de la compañía y yo, como dije antes, acababa de llegar.

A partir de ahí mi vida se tornó un poco compleja, aquí había muchas «fuerzas ocultas». Tu ubicación dentro de las clases expresaban el estatus que tenías dentro de la compañía. Te situaban en lo último, cuando estabas en el grupo de las tres primeras filas ya podías sentirte entre los escogidos.

En el 70, fecha en la que compartí mi trabajo entre el BC y el Ballet Nacional de Cuba, Adolfo Llauradó, a quien conocí por medio de Gustavo Herrera, conociendo mi avidez por el teatro, me introdujo en el Grupo de Los Doce, que dirigía Vicente Revuelta en la Casona de Línea. Quedé maravillado. Lo mismo me sucedió con Teatro Irrumpe y Roberto Blanco. 

En Danza pasó que Sergio Vitier, entonces director, quiso irse para el Complejo Cultural Mella. Entonces, estuvieron una tarde entera tratando de convencernos a Víctor Cuéllar y a mí (era el secretario del sindicato) de que fuéramos director general y artístico, respetivamente. No acepté, pero en 1985 Roberto Blanco me puso la precisa: no podía seguir aguantándome la plaza en Irrumpe. Entonces yo tenía 37 años y lo mío era morirme en un escenario. Como actor podía conseguirlo, mientras no estuviera senil, pero como bailarín se empieza a perder facultades. Lo peor es que ocurre como con el engaño amoroso: eres tú el último que se entera, y es cuando, si no eres autocrítico, piensas que la tienen cogida contigo. Decidí que me iría, si siendo bailarín había protagonizado Yerma junto a Hilda Oates, Idalia Anreus, Omar Valdés… ahora me convertiría en un actor que baila, aprovechándome de que Roberto realizaba aquella especie de teatro total. Pero Marcia Leiseca, viceministra de Cultura, me hizo una «encerrona»: vino por segunda vez a proponerme la dirección de la compañía. Igual me negué. «Dijiste que querías bailar y ahora te vas para el grupo de Roberto», me recordó. «Marcia, es que todavía yo no estoy seguro…». Y me metió el dedo en la llaga: «Qué rico es decirles a los demás que cambien las cosas, ¿no? Ahora tienes la oportunidad, pero el niño se va».

Acepté pensando que estaría un par de años (soy el director número 14 desde que se fundó la compañía) y ya ves..., pero como no me gusta huirle a la candela… Lógicamente, me busqué muchas broncas, porque había personas que bailaban o coreografiaban cuando no debían hacerlo...

Creo que en estos 33 años se han armado decenas de compañías a costa de los bailarines que he formado. ¿Cómo lo he permitido?, se preguntan muchos. Será por esa confianza tremenda que tengo en que mientras no me falte inteligencia, coraje, mientras exista un sistema de enseñanza artística como el de Cuba, por el cual me ocupo, no hay que temer. 

La danza para mí es una adicción, al igual que la interpretación y el afán de encontrar bailarines con el cuerpo de Usain Bolt, la cabeza de Einstein, la voluntad de Fidel, y el sentimiento de Martí y Shakespeare; bailarines que con tan solo chasquear los dedos me digan: «Estamos listos, qué debemos hacer». En eso se ha convertido mi vida, en la búsqueda de la verdad en la escena.

La consagración

Entre el 11 y el 20 de mayo, Danza Contemporánea de Cuba tendrá a su cargo el estreno mundial de la pieza Consagración, de los coreógrafos franceses Christophe Beránger y Jonathan Pranlas-Descours, en la sala García Lorca del Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso.

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