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Mi amor sin antifaz

El actor cubano Salvador Wood, en sus 90 años, revela con indudable memoria detalles de su carrera en una filial entrevista

Autor:

Patricio Wood

Salvador Juan de la Cruz Wood Fonseca, «Cepillo», mi padre, cumple 90 años este 24 de noviembre. El impacto del tiempo le deja con limitaciones para realizar su vida, pero sus ideas y recuerdos preservan el valor y el sabor de su personalidad… «…Yo no sé cómo tú podrás recopilar todos estos datos sueltos e informales…, porque yo me enredo de recuerdos…», me dijo una vez.

—Como «las penas que a mí me matan».

—Sí…, como la canción… «se agolpan unas a otras y por eso no me matan».

—Habían transcurrido 24 años desde la aparición de la radio en Cuba cuando, con 18 años, llegabas a La Habana por primera vez. 

—Así es… 6 de octubre de 1946… venía con la ilusión de trabajar en la radio como actor.

—¿Recuerdas las primeras impresiones de la ciudad?

—Me impresionaron, porque no los había en Santiago de Cuba, los anuncios lumínicos. En la Manzana de Gómez había el de una trusa: una muchacha con su trusa que se lanzaba al agua, era muy bueno, lindo, bien hecho… Otra cosa era el aire acondicionado: tú cogías por Prado, desde Neptuno hasta Malecón, caminando por el lado derecho, e ibas disfrutando las atmósferas de los aires acondicionados.

«En la casa de huéspedes donde me alquilé, frente al hotel New York, daban una cama y al otro día tenías que devolverla en buen estado, porque si no había que pagarla y estaba la policía en combinación afuera esperando… pero tenías que acostarte con la ropa puesta, y si te descuidabas, al despertar tenías que pedir ropa prestada para poder salir a la calle, porque los ladrones sabían quitarte la ropa sin que te dieras cuenta mientras dormías… y tú, acabado de llegar de Santiago con la cabeza llena de ilusiones, de momento encontrarte todas esas cosas, te decías: creo que me equivoqué… yo no debí venir a buscar nada aquí.

«Pero tenía la esperanza de encontrar en La Habana a Juan Carlos Romero, santiaguero, amigo y actor ya establecido, para que me ayudara a conseguir trabajo en la RHC Cadena Azul, la única emisora de alcance nacional. El dueño era Amado Trinidad Velazco, quien me hizo una prueba y enseguida me llamó para firmar un contrato, pero llegó la hora del nombre: imagínate, un Wood.

—No, no, no… ese es un apellido que no lo va a entender la gente, y cuando te escriban, si te escriben algún día, son capaces de poner Wong porque da chino…

—No, yo no tengo ningún chino…

—No, pero suena. Aquí no podemos usar apellidos que se confundan… ¿Ese Wood proviene de Leonardo Wood, el interventor norteamericano?

—No, yo no soy descendiente de Leonardo Wood… Leonardo está bien… pero ese apellido… Wood es madera, busquemos una madera fuerte: roble… me gusta. Entonces queda: Leonardo Robles. 

«Bien, un contrato de 120 pesos exclusivo. Eso fue un cambio de patrimonio sin discusión».

«De esa época inicial de la radio en la capital creo que solo estamos presentes hoy Gina Cabrera, Georgina Almanza, Carmen Solar y yo: el hijo de Matilde».

—¿Y el Cepillo?

—Ese me lo puso Juan Carlos porque yo tengo un pelo rebelde y se para como un cepillo cuando me lo corto bajito. Todavía me lo dicen.

—Y en esos inicios, ¿de quiénes aprendiste más?

—De todos, porque yo aprendí observando, pero el director del que más aprendí fue Jesús Alvariño, también era un gran actor. Para los actores no existía una escuela, lo que había era una gran competencia y en esa competencia el más vivo era el que jodía al más bobo.

«Así fue como empezó la mayoría de nosotros…

«De ese grupo de compañeros yo era sindicalista. Fui el primer secretario general del sindicato que hubo en todo Oriente. Me interesaba conocer a los dirigentes de los trabajadores para estar más en contacto con el ambiente artístico desde el punto de vista sindical y eso me costó varios problemas, porque los contratantes no veían bien al sindicato: “no, no, no, el sindicato pa‘llá, pa‘llá”.

«Había una agencia que representaba a los actores, pero era defensora, no de los artistas ni de los trabajadores, sino de lo que ellos pudieran aportarle a su capital».

Salvador Wood en la caracterización de Finlay.

—¿Qué le aporta al actor el trabajo en la radio?

—Ante todo el idioma, saber, entender y defender su idioma, hablar correctamente, distinguir el modo de elaborar el pensamiento sin olvidar al personaje, pero resultando entendible, no sofisticada ni rebuscada la forma de hablar. Respetar el idioma, esa es la función primera, y yo diría que única, que le distingo al trabajo de un actor que comienza a entregarse al trabajo radial.

—Una vez logrado esto, ¿cómo hacer para que la actuación resulte natural?

—¡Ah!... ya esos son otros cuatro pesos… Pero hay razones: primero que la procedencia del actor se avenga a la del personaje, porque hay actores de procedencia española, y no pueden evitar hablar españolizando sus textos. Los hay cubanos, criollos, campesinos, o próximos a ese estamento social, que al hablar se le nota un acento peculiar en el lenguaje, y este modo o estilo que se le manifiesta al interpretar un personaje puede ser el idóneo pero puede que no también.

«Esa naturalidad al interpretar un personaje es espontánea, eso nace con la persona, y es lo que lleva la actuación a la comicidad o la dramaticidad. Por eso yo digo que esos son otros cuatro pesos más que hay que agregarle a la investigación: las causas individuales que terminan por producir esta espontaneidad propia de cada actor sin caer en falsedades, en entonaciones que no se corresponden con el personaje en cada situación.

«Esta es la parte más discutida de la profesión, no sé por qué no acabamos de ponernos de acuerdo, pero sí sé que es un punto no de convergencia sino de divergencia entre los actores… tienen que haber causas y hay que hallarlas».

—Si tienes que escoger entre un actor que hace un buen uso del idioma pero no resulta natural y otro que resulta natural pero no logra un buen uso del idioma, ¿con cuál te quedarías?

—No se puede decidir cuando no hay perfección que satisfaga al espectador, quien busca una disciplina lógica en la actuación… hay mucho por explorar todavía, hay recursos de los que partimos por tendencias… A mí por ejemplo, me gusta más lo cómico, me siento mejor en esa tendencia que en otra cualquiera. A mí me gusta que mi actuación se aproxime, lo más posible, incluso lo más discretamente posible, a la comicidad. Me gusta buscar personajes que se relacionen o me obliguen a relacionarlo con un hecho que puede provocar comicidad. Y esto no se hace fácil si se trata de aproximarlo a una obra dramática, rozar el drama con toques de humor, esto no es fácil, pero yo lo persigo porque siempre es beneficioso promover en el público una sonrisa. Me gusta recordar la canción de Silvio Rodríguez en estos casos: «mi amor sin antifaz»…, el actor tiene que pensar así cuando asume un personaje.

Fotograma de la película La muerte de un burócrata.

—¿Qué utilidad tiene este tema que estás desarrollando?

—No, no, no… yo no desarrollo nada… ni me atrevo a dar definiciones porque mi base cultural es débil. Mira, yo vine a saber que existía un libro para enseñar a actuar de un tal Stanislavky, ruso, ya después que triunfó la Revolución y me alegró, pero te confieso que nunca lo leí completo porque lo que hacía era reafirmarme lo que para mí había sido la actuación, y lo resumo en una palabra: sinceridad.

—¿Qué le dirías al público de hoy?

—Que para mí es un placer muy grande dedicarle mi modesta actuación. Es un deber de trabajo, una responsabilidad con mi época, que hice con la mayor dignidad posible.

—¿Quieres almorzar?

—¡Claro que sí!... pero algo que sea ligero y a la vez fuerte.

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