Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La música: regalo divino

El joven pianista radicado en Alemania planea para 2019 estar más presente en Cuba

Autor:

José Luis Estrada Betancourt

Al principio culpé a la baja extratropical que se caía sobre La Habana por el amanecer gris plomizo de la ciudad. Luego comprendí que en verdad el pasado domingo toda la luz se había concentrado en la sala de conciertos Ignacio Cervantes, con el pianista Leonardo Reyna como mágica fuente; el mismo que este sábado, a las 8:30 p.m., ofrecerá un concierto en la José White, de Matanzas.

Con una obra altamente reconocida, el concertista y compositor radicado en Alemania, le cuenta a JR que después de que la música lo encontró «nos convertimos en inseparables.

«Una de las piezas que me remontan a mi niñez es Pedro y el Lobo de Prokofiev. Un LP que había en nuestra casa me traía maravillado; se trataba de una grabación realizada por la Orquesta Sinfónica Nacional dirigida por Manuel Duchesne, mientras Héctor Quintero narraba el cuento. Esa composición me atrapó de tal modo que hasta el día de hoy constituye un referente musical y expresivo para mí.

«Luego nos fuimos uniendo de una manera muy natural hasta que empecé a expresarme a través de los sonidos, a veces incluso mejor que con palabras. Recuerdo en mi juventud estando lejos mandarle audios de pequeñas piezas a mi madre, en los cuales yo le contaba lo que sentía. Creo que la música ha sido también una terapia. Mis maestros siempre decían: “No entendemos cómo Leonardo es capaz de sentarse al piano con esa naturalidad después de haber acabado allá afuera. Él se transforma”.  Esa entrega y pasión la conocí por mi madre, Alejandrina Reyna. A ella le debo este regalo divino. 

«En casa existía el piano de cola Pleyel color ébano, adquirido por mi abuelo cuando mi madre estudiaba en el conservatorio. El Pleyel es un instrumento francés con un noble y cálido sonido. Aún, a pesar del tiempo, la sal y los embates, es el viejo amigo que me vio crecer.

«No olvido tampoco los talleres infantiles organizados por Teresita Junco, quien más tarde fue mi maestra en el nivel medio. Eran muy graciosos. Ella tenía una vis cómica única y muy expresiva, y aprendíamos de verdad. A veces le pedía a su hijo Aldito, quie n andaba correteando, que viniera a ilustrarnos cómo se hacía el portato. El piano estaba ya integrado en mi vida y nunca lo cuestioné. No obstante, adoro el violín y la percusión. Ahora en Berlín disfruto, en ocasiones, tocar mis bongós».

—¿Me hablas más de tu mamá?

—Mi mamá es el viento. Arte entre las artes, hija de Margarita Dieppa y Rodolfo Reyna, como le gusta repetir. Aunque me ha tocado vivir en otro momento, llevo conmigo esa herencia de valores que me inculcó. ¡Sentada al piano es un fenómeno! Hay que oír su versión de las Danzas afrocubanas de Ernesto Lecuona. Me parece estarla viendo cuando era un muchachito en un concierto memorable que ofreciera en el Museo Nacional de la Música, donde interpretó el ciclo acompañada de tambores batás. ¡Se acabó aquello! Estudió en Cuba con maestros de la talla de Rosario Franco y Jorge Gómez-Labraña. El Pleyel llegó a La Habana desde París a principios del siglo XX para una familia, cuyo nombre se me ha perdido en la memoria. Cuando mi abuelo lo adquirió para mi mamá, quien acababa de ingresar al Instituto Superior de Arte, entonces le pertenecía a la familia del pianista Silvio Rodríguez Cárdenas. O sea, su historia es larga y muy rica. Hoy, después de ingeniosos arreglos, conserva su alma de caballero de París.

—Fue en el conservatorio Manuel Samuell donde hiciste el nivel elemental...

—Como yo estudié la música en Cuba no lo he visto en ninguna otra parte del mundo. Al menos mis recuerdos del Conservatorio Manuel Samuell son mágicos. Fue una verdadera felicidad corretear y también enamorarme allí; después sentarme y que la música se encargara de mí. En su seno aprendí el respeto y la disciplina en el arte. Esa etapa también resultó decisiva con la bella maestra y excelentísima pedagoga Bárbara Díaz Alea, quien batalló conmigo y por mí cuando viajé por primera vez fuera de Cuba a mi primer Concurso Internacional de Piano, el Claudio Arrau, en Chile, donde fui premiado a los diez años, lo cual marcó mi formación y mi carrera posterior.

«En Chile conocí al extraordinario pianista Roberto Bravo, quien fuera discípulo del maestro Claudio Arrau. Él me ofreció una beca junto a otras dos talentosas jóvenes nacionales y me abrió las puertas cuando todavía era un niño, no solo de sus enseñanzas, sino que además me sumó a muchísimos de sus conciertos a lo largo de ese país: desde el Cerro de Arica en el norte hasta los bosques y los lagos, como dice Pablo Milanés en su canción. Con Bravo entendí que como músicos también tenemos una misión».

—¿Qué tiempo duró esa beca?

—Duró algunos años, casi durante toda mi estancia en Chile. Por esa razón mi gratitud será eterna. En nuestro último encuentro en Santiago de Chile, nos dimos cita con el maestro Roberto Bravo en su apartamento y estuvimos trabajando en los 24 preludios de Chopin durante la noche. Para ese entonces ya estudiaba en Berlín, y aunque la academia alemana era de rigor, sentíamos y compartíamos, quizá por nuestras culturas, una manera y un enfoque musical menos conservador y más cercano. Él comprendía mis luchas y los muros que debía derribar para abrirme paso en una plaza tan competitiva.

«Esa etapa en mi niñez fuera de Cuba fue determinante. Por aquellos días no me preguntaba mucho el significado de la distancia, pues tenía claro que los caminos tomados eran sabios y mi familia era y sigue siendo muy unida. Esto me daba fuerzas, en tanto la música ganaba más espacio en mí. De todos modos, vivir lejos de tu país es muy difícil: encuentros y despedidas que mientras más se comprenden más cuesta aceptarlos. Pero todo nos fortalece».

—Pero en tu formación hubo un retorno a Cuba...

—Un buen día, a mis 17 años, y luego de siete de viajes, maestros, becas, concursos, tras haber encontrado mi ritmo en esas otras tierras, sentimos mi madre y yo (ella antes y yo después), la inminente necesidad de que continuara mis estudios en Cuba. Así, ¡de rampán! Llegamos a La Habana y fue para quedarse esta vez. De pronto en el Conservatorio Amadeo Roldán me rencontré con aquellos con los cuales había iniciado mis estudios. Fue una alegría enorme sentirme otra vez en casa. Creo que a la semana tenía ya una novia y puse el piano a «esperar», es que me había perdido todos los bailes de casino que estaban ahora de moda.

«Sin dudas empecé en el Amadeo Roldán una nueva e importante etapa con la maestra Teresita Junco, quien fue maestra y mamá, pues yo me había quedado en Cuba bajo la tutela de mi tío, otro sobre el  cual habría que escribir un libro por todo el apoyo que me ofreció».

—¿Cómo inició tu vida profesional?

—Paralelamente a mis estudios en el Conservatorio, comencé a darle más espacio a toda esa música cubana que nunca dejé de escuchar, pero ahora llevado por mi curiosidad y las condiciones naturales para rodearme de ella. Inició  una relación entre esos dos mundos musicales que con el tiempo se han hecho más amigos. Siempre que podía me aliaba a algún proyecto, como el del músico Edesio Alejandro. Fue el tiempo para, junto con otros amigos, descubrir ese lenguaje misterioso que no encontraba en los libros. ¡Nuestra herencia!, que tiene dos y más orillas. Fue un despertar...

«Teniendo en cuenta el intenso trabajo pianístico con la maestra Teresita, era de suponer que a veces me caía un buen regaño. Pero, para que veas, esa expresividad y cubanía también las aprendía con ella, quien más tarde me preparó para el Concurso Uneac de piano, donde resulté premio y hasta recibí una mención por la mejor interpretación de nuestra música.

«Tras culminar mis estudios en La Habana, volví a emprender un viaje que me ha llevado por algunos países de Europa. Siempre supe que debía meterme en los “bosques” y sentir la música que tanto me había apasionado desde pequeño, con la cual he ido creciendo como músico y ser humano. Sentía que me aportaría mucho aprender otros idiomas, que me emocionaría tremendamente al tocar los ciclos de Schumann y Mendelssohn en la casa de esos compositores, adentrándome en un mundo ya conocido, pero ahora visto muy de cerca. De esa manera terminé en Berlín, una ciudad que me sorprende. Llena de historias, en el famoso edificio amarillo sede de la Berliner Philharmoniker, ha tenido la dicha de interpretar sonatas de Beethoven, sin dudas un bello sueño cumplido.

«Por supuesto que no todo ha sido risas, sigue pesando no solo la distancia, sino también mi manera de apreciar el mundo del arte que a veces parece sucumbir ante la modernidad, donde todo parece ir demasiado rápido y la esencia de las cosas se ve atropellada. Es difícil para un artista asimilar ese tempo. Sigo buscando esa emoción en el arte. La composición (que incluye música incidental para cine) también ha llegado como una necesidad de explorar mi propio universo sonoro que de alguna manera he estado dando a conocer en mis más recientes recitales en La Habana, como también haré esta noche en la sala Jose White, de Matanzas.

«Quisiera desde el próximo año estar más presente en Cuba y concretar ideas a las cuales en todo este tiempo, y desde la distancia, les he dado calor, algo en realidad difícil cuando el frío aprieta (sonríe)».

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