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La conquista, una guerra microbiológica

En el exterminio de la población autóctona de la América hispana tuvieron gran incidencia las enfermedades que trajeron los conquistadores desde la lejana Europa 

Autor:

Juan Morales Agüero

Cuando en octubre de 1492 las carabelas de Cristóbal Colón mojaron sus proas en las cálidas aguas del llamado Nuevo Mundo, junto con los ambiciosos conquistadores echaron pie a tierra enfermedades exóticas que, en el curso de unas pocas décadas, aniquilaron a una buena parte de la población autóctona de esta paradisíaca región del globo terráqueo.

 Estudios en torno a la población aborigen de aquella época discrepan en cuanto a cantidad. Los hispanistas la frisan entre 11 y 13 millones de habitantes, y los indigenistas de 90 a 112 millones. Pero en la actualidad parece haber consenso en aceptar un monto de unos 80 millones, de los cuales alrededor de 65 millones corresponden a la América hispana, en especial de los imperios inca y azteca.

 «Hacia 1700, siglo y medio después, este último total se había reducido dramáticamente a cinco millones, lo que significa la desaparición de 60 millones de indígenas, unos 400 000 cada año. Estas cifras se pueden comparar con el número de muertos en la Segunda Guerra Mundial», comenta el Doctor Giovanni Giuseppe De Piccoli Córdova, de la Universidad Santo Tomás, de Bucaramanga, Colombia.

Conquista y epidemias

No fueron los arcabuces los que decidieron a favor de los españoles su desigual enfrentamiento contra los aborígenes americanos, sino las enfermedades infecciosas, tales como la viruela, la escarlatina, la peste bubónica, el sarampión, la difteria, el tifus, la varicela y la fiebre amarilla, todas desconocidas para los nativos y contra las cuales carecían de anticuerpos.

 Los estragos causados por la viruela entre los aztecas los reseñó así el historiador Miguel León-Portilla en su libro Visión de los vencidos: «Mucha gente murió de ella. Nadie podía andar, y sí guardar cama. No podía nadie moverse, ni volver el cuello; ni acostarse cara abajo, o de espalda. Y cuando se movían, daban de gritos. A muchos dio la muerte pegajosa, apelmazada, dura enfermedad de granos».

Tan terribles epidemias encontraron excelente caldo de cultivo en una población autóctona virgen, acostumbrada a padecer solo enfermedades tropicales escasamente letales, como la verruga peruana y la leishmaniasis, ambas endémicas en zonas de Centro y Sudamérica. La elevada mortalidad de los indígenas asombraba a los conquistadores, quienes no tardaron en utilizar esa tragedia en su propio favor.

Crónicas de la época atestiguan que Francisco Pizarro, el conquistador de Perú, mojaba las puntas de las lanzas de sus soldados con secreciones de enfermos de viruela para que los incas heridos se contagiaran y murieran. Al irse de sus campamentos, dejaban abandonadas prendas infectadas para propagar el contagio. La técnica de diseminar virus entre la comunidad nativa les garantizaba la victoria.

 El encuentro —¿encontronazo?— entre las dos culturas tuvo un alto costo biológico para nuestros humildes aborígenes, quienes habían permanecido aislados durante siglos del resto del mundo. Mientras los europeos capeaban el peligro de los contagios, un simple catarro podía resultar mortal para los frágiles sistemas inmunológicos de los indígenas.

 «La mayor parte de los europeos que llegaron a América tuvieron los virus en la etapa infantil y pudieron pasar las viriasis en esa etapa, por lo que ya disponían de inmunidad natural protectora. En el caso de los indígenas, la falta de contacto previo supuso una  “virginidad inmunológica”, una falta de respuesta defensiva frente a las nuevas infecciones», afirma el portal Infomed.

Vectores y secuelas

Pero no fueron los marinos de Colón los únicos propagadores de las enfermedades desconocidas que diezmaron a la población del Nuevo Mundo. También desempeñaron ese rol los animales traídos por ellos. En la lista figuran alimañas repulsivas como ratas, piojos, pulgas y cucarachas. Además, mamíferos tales como vacas, caballos, asnos, cabras y cerdos.

 Se dice que en 1493, cuando el Gran Almirante partió de España en su segundo viaje, hizo escala en la isla canaria La Gomera, donde subió a bordo a ocho cerdas, las que se unieron a otras especies domésticas ya embarcadas. El 10 de diciembre, dos días después de bajar a tierra los rebaños en La Española —compartida hoy por República Dominicana y Haití—, se desató una epidemia atroz, causante de millares de muertos entre indígenas e ibéricos. Los investigadores atestiguan que fue esa epidemia de fiebre porcina la detonante de la primera gran mortandad de taínos en el Caribe.

 En La Española también una epidemia de viruela estuvo a punto de aniquilar a toda la población local entre 1518 y 1519. Luego, la enfermedad la introdujo Hernán Cortés en Centroamérica mediante un esclavo contagiado y causó estragos entre los aztecas luego del primer fracaso español por tomar ese imperio en 1520. Tras devastar a Guatemala, en 1525 saltó al imperio inca, al sur, donde la mitad de sus habitantes murieron.

La epidemia de viruela en América fue seguida por la de sarampión entre 1530 y 1531; el tifus en 1546 y la gripe en 1558. La difteria, las paperas, la sífilis y la peste neumónica también golpearon fuerte en la población. Incluso la malaria y la fiebre amarilla, que se suponen de forma errónea como naturales de América, están causadas por microbios originarios de los trópicos del Viejo Mundo, que fueron introducidos en América por los europeos y los esclavos africanos, según publica el diario español ABC.

 Los estudiosos calculan que entre el 90 y el 95 por ciento de la población aborigen del Nuevo Mundo desapareció durante las primeras décadas de la conquista, en especial por causa de la viruela, cuya elevada contagiosidad y letalidad no pudieron ser neutralizadas. Otras enfermedades participaron en esa suerte de hecatombe sanitaria, como la epidemia de sarampión de 1529.

 Se suele afirmar que la colonización del Nuevo Mundo se hizo «con la espada y con la cruz». Con la primera, para someter por la fuerza a los habitantes originarios de los territorios conquistados, y con la segunda para evangelizarlos.

Ambas dejaron secuelas en este continente, pero además los virus traídos desde Europa hicieron lo suyo y provocaron la peor catástrofe poblacional que recuerden los anales de nuestra región. Como publicó un autor anónimo en la revista Creces, «la conquista, más que una guerra convencional fue una guerra microbiológica».

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