Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Gracias, mil gracias, Alicia

Traía conmigo una grabadora de casete, las preguntas impresas en unas hojas y un bolígrafo. Temblé hasta que abrió su boca de un rojo intenso para darme la bienvenida

Autor:

José Luis Estrada Betancourt

Cuando por fin me dieron el anhelado «sí», ya había entrevistado a tres de las Cuatro Joyas: Josefina, Aurora y Loipa; al gran coreógrafo Alberto Méndez, a los primeros bailarines Bárbara García, Víctor Gilí, Viengsay Valdés y Rolandito Sarabia, la revelación del momento que no demoró mucho en abandonarnos... Creo incluso, estoy casi convencido de que me tocó el honor de introducirles a los cubanos a uno de los más extraordinarios bailarines de todos los tiempos: a Carlos Acosta, el «mulato de oro», una celebridad ya para entonces a nivel planetario, pero un completo desconocido para sus coterráneos... Habían transcurrido cinco o seis años desde que mostrara mis cartas credenciales como periodista, ya guiaba los pasos de la Redacción Cultural de Juventud Rebelde, y por supuesto que había intentado muchas veces llegar a la artista más regia de Cuba, a la primera dama de las artes, a la máxima inspiradora de todos aquellos que la tomaron como espejo para ayudar a convencer al mundo de que, en efecto, Cuba es un país que cuando baila, acaricia el cielo; pero evidentemente esperaron para comprobar si se trataba de un profesional confiable, digno de su altura, y lo entendí, ¡claro que lo entendí!

Recuerdo que me pidieron que enviara con antelación el cuestionario y así lo hice. Era muy ambicioso. «Pero yo no le responderé todo eso», aseguran que expresó la Alonso. «No importa, esclarecí, hasta donde esté dispuesta», me apuré a decir. ¡Un minuto que me hubiera concedido me habría bastado, de veras! Ella me prometió solo una hora.

Llegué a la hora pactada a Calzada entre D y E, en el Vedado, sede del Ballet Nacional de Cuba. Ya Alicia me esperaba en su oficina. Alicia, mi Diva del corazón que
este 21 de diciembre hubiera contado un siglo que la muerte no le permitió completar, aunque vivió una existencia firmemente sostenida en un arte sublime, irrepetible, visceral, que se encargó de cincelar su nombre, sinónimo de «verdad», en la memoria de lo eterno. Se veía impresionante. Vestía un elegante juego color mamey de chaqueta y saya, cortado a la perfección; una blusa en un tono «menor», idéntico al de la banda de pelo que solo dejaba al descubierto la cabellera que adornaba su nuca. Yo me «disfracé» que daba pena: un jean, una camisa con motivos ¿chinos? y mis acostumbradas sandalias. Traía conmigo una grabadora de casete, las preguntas impresas en unas hojas y un bolígrafo.

Temblé hasta que abrió su boca de un rojo intenso para darme la bienvenida, después de que Mauricio Abreu, el Jefe de Prensa, nos presentó oficialmente. Había tanto calor en esa voz que me era tan familiar, que el susto se me quitó al instante. Nancy Reyes, de «mis fotógrafos» la más cómplice, inmortalizó aquel momento histórico (histórico para mí, por supuesto).

No puedo precisar cuánto tiempo estuvimos conversando. Fue mucho, pero mucho más que una hora. Me atreví a indagar hasta por temas complejos como las operaciones a las cuales se sometió, su pérdida de visión, sobre su aparente exceso de confianza en los jóvenes, sobre aquellos que se marchaban abandonado la compañía, acerca del retiro, su necesidad del mar... «¿Sabes? Cuando estoy fuera de Cuba extraño terriblemente al mar, mi cabeza se alza tratando de encontrar el olor a salitre...». Alicia me hablaba de la vida y a mí me sonaba a pura poesía...

Después de ese inolvidable encuentro de febrero de 2006 hubo varios más. Con frecuencia acaricié en las mías sus manos «hablanchinas» de expresivos dedos largos y finos.

«Alicia, José Luis Estrada quiere saludarte», le anunciaba Pedro Simón, y sin demora me obsequiaba una sonrisa.

Porque supe que se le antojaba, la prima ballerina assoluta se dio el gustazo de comer en Las Tunas hasta los espectaculares tamales en cazuela de Juana, mi madre, una genio de la cocina; y yo de estar bien cerca de esa leyenda cuando la Capital de la Escultura le llenó las calles de flores. También me asistió el privilegio de llevarla de mi brazo el día que presidió la presentación de mi primer libro, De la semilla al fruto. La compañía, ese orgullo mío que no solo recogió aquella conversación que no me canso de reproducir en mi mente, sino también esas otras tantas que mantuve con bailarines, coreógrafos, maîtres, diseñadores
de vestuarios y escenografía, director de orquesta, jefes de escena, sonidistas, costureras, encargados de confeccionar las zapatillas... y que me ayudaron a contar
una historia extraordinaria de 60 años de gloria.

Era curioso: me había pasado buena parte de mi existencia negando el ballet, afirmando sin bochorno que «esa cosa no la soportaba», luego de que en mis Tunas natal me quedara dormido en la mullida luneta del teatro cuando me dispuse a acompañar a mi abuela para que disfrutara de una función de uno de esos clásicos cuyo título nunca he conseguido recuperar, y sin embargo, allí estaba yo, fascinado al lado de Alicia, fascinado con un arte que no puedo desligar de mi vida.

Puede sonar a cliché, pero no me importa: cada alegría y cada tristeza del Ballet Nacional de Cuba han sido también sonrisas y lágrimas mías. La toma de La Habana por este tunero en los ya lejanos años 90 fue dura, dolorosa. Y aunque los guajiros somos fuertes, como dicen mis queridos “habaneros”, no escasearon los períodos en que pensé rendirme y regresar al calor de mi hogar, a la protección de mi Juana, esa madre a la que tengo en un altar, obstinado de dormir en parques, de “velar” muertos ajenos en funerarias, de tandas especiales en el cine Yara, de alquileres de los que me desalojaban sin previo aviso...

Entonces decidía ir a la sala García Lorca del Gran Teatro de La Habana por última vez, solo que el que salía nada tenía que ver con el tipo abatido que entraba. Este José Luis se llenaba de tanta energía, de tanta belleza, de tanta fuerza interior que podía venir la fiera que él la estaba esperando.

Así mismo debió haber sido para los habitantes del Valle de Viñales cuando al principio de la Revolución se enfrentaron a la compañía ansiosos por ver «una cosa a la
que le dicen “ballet revolucionario” y que se llama “Sí, Fidel”». Por supuesto que debió ser muy perturbador cuando, sin esperarlo, sus pupilas asombradas se colmaron de esbeltas muchachas envueltas en tules, bailando y dando saltos... haciendo magia con Las Sílfides, esa obra con denominación «inentendible» creada por Fokine con música de Chopin... Era, posiblemente, la primera vez que el arte tocaba sus almas, gracias a ese empeño de Alicia, de Fernando, formar a los bailarines y crear un público. Era vital que el pueblo entendiera la danza, pues de lo contrario ¿de dónde se sacaría la cantera?

Nunca me fue difícil entender esa expresión tantas veces utilizada de que la cultura es escudo y espada de la nación. Porque la nación, la patria, a «pequeña» escala, termina siendo uno mismo. Y a mí, desde que he tenido uso de razón, la cultura me ha hecho feliz, me ha dado fuerza para resistir, me ha llenado de esperanzas.

Por eso De la semilla al fruto. La compañía, mi primer libro que con prólogo de mi inolvidable Rufo Caballero que me sonroja, fue acogido con entusiasmo por la Casa Editora Abril y la Editora Juventud Rebelde para luego echar una larga siesta en el almacén del periódico que no termina hasta hoy. Después intentaría nuevamente mi tributo a la Alonso y su compañía con El mundo baila en La Habana, que me dejó la satisfacción de que el único día en que se pudo vender en moneda nacional, el de la presentación en medio de una de las ediciones del Festival Internacional de Ballet de La Habana que fundó la Giselle más amada, parecíam que se estaba regalando carne de res. El Museo Nacional de la Danza no alcanzó para reunir a tantas personas. ¿Podrá sentir un escritor felicidad mayor?

A veces me lo encuentro en alguna que otra librería de moneda «semidura», lo tomo en mis manos y me emociono por lo que conseguí. Las vendedoras, que ni siquiera han curioseado mirando las solapas donde destaca una foto mía (ese día estaba bello), no logran entender a fe de qué saltan mis lágrimas. Entonces me las seco, lo vuelvo a colocar en su estante y sigo mi camino.

JR le recomienda este Especial Multimedia que dedicamos a Alicia Alonso

 

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