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Enrique Figuerola repasa momentos cumbres de su carrera

Fue en sus tiempos el atleta más emblemático de Cuba. Recuerda para JR cómo alcanzó la primera medalla olímpica del deporte revolucionario, cuando se cumplen 45 años de aquel suceso

Autor:

Francisco Mastrascusa

—¿Lo más inolvidable como atleta?

—Mi medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Tokio, el 15 de octubre de 1964.

Las palabras brotan con la misma rapidez con que se sucedieron sus victorias durante la primera década del deporte revolucionario en Cuba. Enrique Figuerola Camué irrumpe en la historia por la fuerza de sus piernas. La capital nipona y todo el mundo comienzan a admirarlo a partir de la épica final de los cien metros.

El cubano alcanza el segundo lugar con registro de 10:2 segundos, en cerrada porfía con el estadounidense Bob Hayes, quien para ganar necesitó igualar el récord mundial de diez segundos exactos.

Con apenas 1,67 metros de estatura y de recia anatomía, es la antítesis del corredor de distancias cortas. Sin embargo, compensa esas desventajas con una excelente arrancada y endemoniada velocidad.

El despegue

Para este portento el despegue tiene lugar en 1956, gracias al profesor «Pepe» del Cabo. Es una fase en la que Enrique soñaba con ser pelotero y se desempeñaba en el diamante como jugador de cuadro.

No hace quedar mal al «Profe». Gana en el terruño su primera carrera de cien metros a nivel colegial y calzado con spikes registra 10:8 segundos.

«Muchos se asombran. En ese entonces Rafael Fortún, Manuel Peñalver y Raúl Mazorra son los mejores en la distancia, pero me propongo alcanzarlos», recuerda arrellanado en un sillón de su casa, en el capitalino municipio del Cerro.

Y así es. Unos meses después supera a Fortún en las dos primeras veces que ambos se enfrentan en La Habana. Tiene madera para llegar lejos, pero el «bichito» de ser pelotero le acompaña casi hasta la alborada de aquel enero de la victoria.

Cuba comienza a transformarse. Figuerola quiere forjar su futuro y después de clasificar para los Panamericanos viene a probar suerte en la capital.

«Desconocía los elementos técnicos. No tenía entrenador y al principio no era muy fácil que digamos el acceso a la pista de la Universidad».

Ni tan siquiera Julio Navarro, entrenador del Comité Olímpico Cubano, habla de macro o microciclos; ni de bases de preparación, trabajo en la altura o fogueo. Tampoco de somatotipos ni de fenotipos. Son otros tiempos.

La estabilidad

Con más entusiasmo que otra cosa acude en las postrimerías de agosto a los III Juegos Panamericanos, en Chicago. Allí, en su primera competencia internacional, a los 21 años de edad, gana la medalla de bronce con registro de 10:4 segundos.

Durante la carrera se mantiene al frente casi todo el tramo, pero desfallece poco antes del límite y cede terreno. No obstante, solo es superado por el estadounidense Otis Ray Norton (10:3) y Michael Agostini, de la entonces Federación de Indias Occidentales, con 10:4.

Pasa a liderar el ranking nacional de los 100 metros y con 21:5 segundos se sitúa detrás de Lázaro Betancourt en los 200. Apenas una décima de segundo lo separa del también vallista de notables desempeños.

El debut panamericano le sirve de acicate y el 29 de julio de 1960 implanta el récord nacional absoluto de 10:2 segundos, con cronometraje manual. Fue en la convocatoria librada por el Comité Olímpico Cubano con vistas a los Juegos Olímpicos de Roma 1960.

Así queda atrás la añeja marca de Jacinto Ortiz, que estuvo vigente 22 años desde los Juegos Centroamericanos y del Caribe de Panamá 1938. Y para no dejar dudas, Figuerola vuelve a marcar 10:2, exactamente seis días después.

La experiencia olímpica en Roma le resulta inolvidable. «Comenzaron a preocuparse por mí desde que me vieron entrenar. No concebían aquella explosión que yo desplegaba en la arrancada y la velocidad».

Llega la primera eliminatoria y clasifica. La historia se repite en cuartos de final y semifinal. Todo queda listo para la hora cero.

La pista tiene solo seis carriles y por consiguiente son seis los corredores en la final. Tanto le temen al cubano que el alemán Armin Hary y el estadounidense David Sime realizan sendas arrancadas en falso. Luego, Figuerola solicita tiempo en el empeño de sacar más de paso a sus rivales y la salida se aplaza.

¡Suena el disparo! Unas 80 000 personas de pie siguen la carrera desde las gradas. Hary, recordista mundial, vence con 10:2 segundos. Con igual tiempo, Sime llega detrás, mientras el bronce es para el británico Peter Radford (10:3); el «Fígaro» queda cuarto con idéntico registro.

«Hice una carrera equivocada. Hasta los 60-70 metros los cuatro estuvimos muy parejos, pero en el tramo decisivo no supe administrar mis fuerzas para mantener la velocidad y pagué la novatada».

Su hoja de servicios se abulta. No resulta fácil enumerar victoria tras victoria. El horizonte se le expande con la creación del INDER, y su primera competencia de valía a partir de ese momento es la Universiada Mundial en Sofía, Bulgaria, en agosto de 1961. Allí obtiene la medalla de oro con 10:3 segundos.

No dispone del apoyo sistemático de un entrenador hasta la llegada a Cuba en 1963 del polaco Vladimir Puzzio. «Fue él quien me enseñó muchas cosas que yo desconocía. Aprendí incluso dónde radicaban mis deficiencias y cómo erradicarlas».

La medalla de oro, con 10:3 segundos, deviene recompensa al hecho de competir lesionado en la cintura durante los Juegos Panamericanos de Sao Paulo, en 1963.

Unos meses después, vuelve a Brasil y se agencia el título en la Universiada Mundial de Porto Alegre, tras una fase preparatoria donde atesora sonados triunfos en Praga, Varsovia y Berlín. Cierra la temporada con victoria en Tokio.

Acude a los Juegos Olímpicos de Tokio 1964 en mejores condiciones y pertrechado con la técnica requerida para enfrentar un evento como ese. Algunos meses antes de la cita nipona, establece una base de entrenamiento en la Unión Soviética y compite con éxito en numerosas lides europeas. Puzzio ya terminó su trabajo, pero Figuerola recibe enseñanzas de otros técnicos, mientras el venerado José Godoy lo acompaña en su segunda incursión olímpica.

Hay un hecho poco conocido que antecedió a la victoria del estadounidense Bob Hayes. Casi 45 años después, Figuerola lo recuerda con la precisión de un reloj suizo.

«Hayes y yo realizamos varias carreras de entrenamiento a la distancia de 60 metros y siempre lo vencí. Mi velocidad era superior a sus zancadas.

«Tan preocupados estaban los entrenadores de Bob que analizaron las causas y detectaron la incorrecta colocación de sus bloques de arrancada para propiciarle pasos más largos en la fase de despegue. Así corrigieron el error. Después, él ganó en buena lid, pero fue en parte gracias a mi juego limpio».

El 17 de junio de 1965 se afianza en la historia del atletismo, al igualar con 10 segundos el récord mundial reconocido por la IAAF (Asociación Internacional de Federaciones de Atletismo, por sus siglas en inglés).

Aquella tarde, en el Neps Stadium de Budapest, otros tres cubanos lo escoltan en el podio. Se trata de Pablo Montes (10:2), Hermes Ramírez (10:2) y Félix Eugellés (10:3).

La consagración de Figuerola en las máximas citas ocurrió en México 1968. En la capital azteca ganó la medalla de plata en la posta de 4x100 metros, junto a Pablo Montes, Juan Morales y Hermes Ramírez. Estados Unidos necesitó implantar allí el récord mundial para llevarse el oro.

Al finalizar esa temporada, nuestro hombre decide retirarse de las pistas. Tiene 31 años y dice adiós en su natal Santiago de Cuba, con respetable registro de 10:2 segundos.

Seis veces fue seleccionado el Atleta del Año en Cuba y en dos ocasiones de Latinoamérica, pero reconoce que la mayor emoción fue cuando Fidel le entregó el trofeo al deportista más destacado de la década anterior, el 23 de febrero de 1971.

Agradece a la Revolución su formación como atleta y el haber podido materializar sus sueños. Es un hombre de pueblo, como tantos otros héroes en estos 50 años. Nunca se le subió la fama para la cabeza y también sobre eso tiene para contarles a los jóvenes.

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